Un mes más tarde, Henry creció, o así lo sintió. Cumplió trece años, la edad con la que muchos trabajadores habían dejado China dos generaciones antes en busca de Chinshan, la Montaña de Oro, para hacer fortuna en Estados Unidos. Era la misma edad que tenía su padre cuando dejó su casa y buscó un empleo de peón, la edad que su padre consideraba como la transformación de un niño en adulto. También para que una niña se convirtiese en mujer, porque los matrimonios concertados a menudo se formalizaban a los trece años, la edad en que tradicionalmente acababa la educación de una niña, y eso sólo para quienes podían permitírselo.
El cumpleaños de Henry llegó y pasó sin muchos aspavientos. Su madre preparó gau, un pastel de arroz apelmazado que sólo preparaba para fiestas señaladas, como el Año Nuevo lunar. Su extensa familia de tías y primos vinieron a cenar pollo con judías pintas y choy sum con salsa de ostras. La rica tía King le dio un sobre lai see, con dinero de la suerte, diez billetes de un dólar flamantes. También le dio uno a la madre de Henry, que se deshizo en agradecimientos, pero no lo abrió. Fue entonces cuando Henry comprendió que la tía King y su marido Herb estaban ayudando a la manutención de su familia ahora que su padre estaba enfermo.
El padre de Henry vivía confinado a su cama o a una silla de ruedas que su madre empujaba por la casa para acomodarlo junto a la radio, o de vez en cuando junto a la ventana para que respirase aire fresco. Nunca le decía nada a Henry, y sólo le susurraba palabras a su esposa, que le atendía lo mejor posible.
Había ocasiones en las que Henry sorprendía a su padre mirándole, pero cuando establecía contacto visual, su padre desviaba la mirada. Deseaba decirle algo, se sentía culpable por haberle desobedecido, por provocar su debilidad. Pero en cierto sentido, era hijo de su padre, y él también podía ser tozudo.
Keiko se había marchado hacía ya un mes. Había partido con destino a Minidoka el 11 de agosto, con los últimos prisioneros de Camp Harmony. No le había escrito ni una sola vez. Por supuesto, nadie podía estar seguro de lo que podía significar eso de verdad. Quizá no disponían de servicio de correos, o quizá Henry había sido demasiado claro en la despedida y ella seguía adelante sin él. Dispuesta a olvidarle de una vez para siempre. En cualquier caso, la echaba tanto de menos que le dolía.
Sobre todo en la escuela, cuando comenzó el semestre de otoño. Aún le quedaban dos años para ir a Garfield High, que le habían dicho estaba mucho más integrada, y donde acababan yendo la mayoría de los chicos chinos y negros. Pensar en una clase multirracial le parecía algo del todo irreal. Significaría un cambio muy grande después de Rainier, donde una vez más era el único alumno no blanco. Continuó trabajando en la cocina a la hora de la comida con la señora Beatty, que nunca hablaba de Keiko.
Henry ya casi no veía a Chaz. Después de que lo pillasen saqueando las casas de Nihonmachi, le habían expulsado de Rainier. Los rumores decían que ahora acosaba a los chicos de Bailey Gatzert, donde iban todos los hijos de los trabajadores. Henry a veces lo veía por la ciudad detrás de su padre, pero nada más. Le sonreía a Henry, que ya no le tenía miedo. Chaz tenía el aspecto que tendría el resto de su vida, pensaba Henry, amargado y vencido. Henry, en cambio, tenía la sensación de que aún no había aprendido su mejor jugada.
Así y todo, Henry no encontraba ningún placer en sus tareas después de la escuela, y el camino de regreso a casa se le antojaba muy solitario. Sólo pensaba en Keiko, y en lo feliz que era cuando ella le acompañaba. En lo aturdido y triste que se había sentido viéndola enjugarse las lágrimas de los ojos cuando le había dicho adiós. No lamentaba tanto verla marchar como lamentaba no haberle dicho lo mucho que le importaba. Lo mucho que significaba. Su padre era un pésimo comunicador. Después de tanto tiempo rebelándose contra los deseos y las maneras de su padre, detestaba el hecho de no ser en absoluto diferente de él; al menos, en lo que importaba.
Henry caminó de regreso a las arcadas de hierro negro del Barrio Chino, una vez más solo, guiado por el inconfundible sonido del saxo de Sheldon y los sonoros aplausos que siempre parecían celebrar sus actuaciones en estos días. Sheldon tocaba en locales de segunda fila de South Jackson. En cambio, a Oscar Holden le habían puesto en una lista de vigilancia policial por hablar en contra del tratamiento dispensado a los residentes de Nihonmachi, y le costaba mucho encontrar trabajo. El precio que pagas por decir lo que piensas, pierdes la posibilidad de que oigan tu voz cantante. Una tragedia, pensó Henry. No, más que una tragedia, era un crimen que le hubiesen robado esa posibilidad. Su disco se había agotado y se había convertido en un objeto para coleccionistas, al menos por un tiempo.
—¿Has tenido noticias de allá? —le preguntó Sheldon y señaló con la barbilla al este, en dirección a Idaho. Hacia Minidoka.
Henry sacudió la cabeza al tiempo que intentaba disimular su abatimiento.
—Yo he estado en Idaho una vez. No está tan mal. Tenía un primo que pasaba licores a través de la frontera en Post Falls, durante los años de la prohibición. Es un lugar bonito con todas aquellas montañas.
Henry se sentó en el bordillo con la cabeza gacha, Sheldon le devolvió la fiambrera vacía.
—Ha pasado mucho tiempo desde que era lo que alguien hubiese podido llamar un joven, pero chico, lo veo en tus ojos. Sé que intentas poner una cara valiente, una cara que ni siquiera tu madre podría atravesar. Pero yo, Henry he visto muchos infortunios a lo largo de mi vida. Sé lo que te pasa, y lo tuyo es grave.
Henry espió a Sheldon de reojo.
—¿Qué? ¿Es tan evidente?
—Todos lo sentimos, chico. Ver como se han llevado a la gente de esa manera. Para algunos es un dolor que les durará el resto de sus vidas. Por aquí, en esto que llaman el Distrito Internacional, tú, yo, los filipinos, los coreanos que vienen, incluso algunos de los italianos y judíos, todos lo sentimos. Pero a ti te duele de otra manera por haber tenido que verla partir.
—Yo la dejé partir.
—Henry, ella tenía que marcharse lo quisieras tú o no. No es tu culpa.
—No, yo la dejé partir. Ni siquiera llegué a decirle adiós de verdad. En cambio sí que la dejé marchar.
Hubo unos momentos de silencio mientras Sheldon apretaba las llaves del saxo.
—En ese caso busca papel y pluma y escríbele…
—Ni siquiera sé dónde está —le interrumpió Henry—, la dejé marchar, y ella ni siquiera me ha escrito.
Sheldon frunció los labios y soltó un largo silbido. Cerró la funda del saxo antes de sentarse en el frío bordillo de cemento junto a Henry.
—Sabes dónde está Minidoka, ¿no?
—Puedo buscarlo en el mapa…
—Entonces vayamos a verla. Allí tiene que haber horas de visita como en Puyallup. Tú y yo nos meteremos en la barriga del gran perro e iremos a verla.
—¿El gran perro…?
—¡El Greyhound[1], chico! ¿Quieres que te lo deletree? Iremos en autocar. Ahora mismo lo único que tengo es tiempo. Nos marchamos un viernes, regresamos el domingo, no perderás ni un solo día de escuela.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué, acaso no has cumplido los trece? A los ojos de tu padre ya eres un hombre. Puedes tomar las decisiones de un hombre y hacer lo que debas hacer. Es lo que yo haría.
—No puedo dejar a mi madre, y ¿qué pasa con mi padre?
—¿Qué pasa con él?
—No puedo dejarle sin más. Si descubre que me he ido a Idaho para ver a una chica japonesa, lo más probable es que se le pare el corazón de una vez para siempre.
—Henry. —Sheldon le miró con una expresión grave que no le conocía—. Que tu padre tuviese un ataque tampoco es culpa tuya. Lleva librando la guerra en su cabeza, en su corazón, desde que tenía tu edad en China. No puedes adjudicarte el mérito por cosas que se remontan a antes de que tú nacieses. ¿Me entiendes?
Henry se puso de pie y se limpió el polvo de los fondillos.
—Tengo que irme. Ya nos veremos. —Sonrió hasta donde pudo, y se marchó en dirección a su casa.
Sheldon no hizo ningún comentario.
«Tiene razón», pensó Henry. «Soy lo bastante mayor como para tomar mis propias decisiones. Pero ir hasta Idaho, que está tan lejos, es demasiado peligroso. ¿Por qué tengo que salir corriendo como un loco, a un lugar donde no he estado nunca? ¿Si algo me pasa, quién cuidará de mi madre? Con mi padre enfermo, ahora el hombre soy yo. Tengo que ser responsable. Puede que incluso deba dejar la escuela y buscar un trabajo para pagar las facturas». Además, salir corriendo no era una actitud responsable. Cuanto más lo pensaba, más claro tenía que el dinero no era el problema. El dinero que había ganado trabajando en Camp Harmony era más que suficiente para pagarse el viaje, y el regalo de la tía King cubriría todo lo demás.
«No, no puedo hacerlo. Ahora mismo sería una tontería». Henry llegó a su casa y se encontró a su padre profundamente dormido en la cama. Desde el ataque, no roncaba tan fuerte como solía. Al parecer todo lo que hacía era un pálido reflejo de su ser anterior. Excepto por la luz de la condena que siempre parecía alumbrar a Henry. No importaba dónde estuviese, lo sentía.
Su madre había subido las escaleras tras él con el cesto de la colada que había recogido de los tenderos en el callejón que compartía con los demás vecinos.
—Tienes una tarjeta de cumpleaños —le dijo en cantonés. La sacó del bolsillo del delantal y se la dio. Era un sobre amarillo brillante, un tanto ajado y sucio. Henry reconoció el sello.
Henry supo de quién era sólo con mirar la letra. Era de Minidoka. De Keiko. No le había olvidado.
Miró a su madre, aún un tanto desconcertado, pero sin disculparse.
—Está bien —fue todo lo que dijo ella mientras se alejaba con el cesto de ropa limpia.
Henry ni siquiera esperó ir a su habitación para abrirla. Rasgó el sobre con mucho cuidado y sacó la carta. Pintada en la parte superior de la página había una tarta de cumpleaños dibujada a plumilla y coloreada con acuarela. Decía: «¡Feliz cumpleaños, Henry! No quería que te fueras, pero sabía que yo debía marcharme de todas maneras, por lo tanto ¿qué podías hacer tú? No quiero causarte problemas con tu familia o que empeoren las cosas entre tú y tu padre. Sólo quería que supieras que pensaba en ti. Y que te echo de menos mucho más de lo que nunca te diré».
El resto hablaba de la vida en el campo. La escuela que tenían, y las cosas que hacía su padre. Ser licenciado en abogacía no le servía de mucho a la hora de ir a recoger remolachas todos los días.
La carta concluía diciendo: «No te volveré a escribir, no quiero molestarte. Quizá tu padre tiene razón. Keiko».
A Henry le temblaban las manos cuando leyó la última línea una y otra vez. Miró a su madre, que estaba en la cocina y le observaba por el rabillo del ojo. Ella se llevó una mano a los labios en una muestra de preocupación.
Henry le dirigió una media sonrisa y fue a su cuarto, donde contó el dinero ahorrado durante el verano y el dinero de la suerte de la tía King. Después encontró una vieja maleta en el altillo del armario y la llenó con prendas suficientes para varios días.
Al salir del cuarto tuvo la sensación de ser una persona del todo diferente a la que había entrado. Su madre le miró, con el más absoluto desconcierto.
Henry fue hacia la puerta, maleta en mano.
—Voy a la estación de autobuses. Volveré dentro de unos días… no me esperes.
—Tenía claro que harías lo correcto —comentó Sheldon, con una gran sonrisa, desde el asiento junto al pasillo del Greyhound Bus con destino a Walla Walla—, sabía que lo harías; lo vi en tus ojos.
Henry se limitó a mirar a través de la ventanilla mientras las calles de Seattle quedaban atrás y aparecían las verdes colinas donde estaba el paso entre Washington Occidental y Oriental. Había descubierto que Sheldon y la maleta en su mano eran todo el estímulo que necesitaba. «Deja que coja mi sombrero», había sido la única respuesta de Sheldon, y los dos recogieron sus cosas y fueron a la estación de autobuses donde compraron dos billetes de ida y vuelta a Jerome, Idaho, la ciudad más cercana a Camp Minidoka, donde estaban Keiko y su familia. Los billetes costaban doce dólares cada uno. Henry se ofreció a pagar el de su amigo con el dinero que había ahorrado de su trabajo durante el verano, pero Sheldon se negó.
—Gracias por acompañarme. No tenías que pagar. Tengo suficiente.
—No pasa nada, Henry. Es una oportunidad de salir de la ciudad.
Henry le estaba agradecido. En lo más profundo había querido ahorrar el máximo de dinero. Al menos el necesario para comprar tres billetes de vuelta. Le pediría a Keiko que se marchase con él. Le daría su distintivo, e intentaría sacarla de tapadillo durante la visita. En este momento valía la pena intentar cualquier cosa. Keiko podía alojarse en la casa de su tía King en Beacon Hill, o eso esperaba. A diferencia de su padre, ella no tenía ningún reparo con sus vecinos japoneses. Ella misma lo había manifestado en una ocasión, para gran sorpresa de Henry; de alguna manera, era más tolerante, más dispuesta a la comprensión. Era un disparo a ciegas, pero le parecía su única esperanza en la actual situación.
—¿Sabes dónde está el lugar? —preguntó Sheldon.
—Sé cómo era en Puyallup, en Camp Harmony. Si nos acercamos bastante, no nos costará mucho encontrarlo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro…?
—Allí tienen encerradas a nueve mil personas. Es como una ciudad pequeña. No será ningún problema encontrar el campo. El problema será encontrar a Keiko entre tanta gente.
Sheldon silbó, para enfado de una señora mayor con un sombrero de piel que se volvió para mirarle con expresión ceñuda.
A Henry no le importaba ir sentado en el fondo del autocar. Sin embargo, por alguna razón, Sheldon parecía molesto. De vez en cuando rezongaba de que «esto es el Noroeste y no el sur profundo» y que el chófer no tenía ningún motivo para señalar con el pulgar la parte de atrás cuando él y Henry subieron. Así y todo, no protestaron. Ir tan lejos, a un lugar desconocido, ya era bastante complicado. Lo bueno de estar sentado en la última fila era no tener a nadie atrás que les mirase o hiciese preguntas. Henry casi había desaparecido en el rincón trasero del autocar, entretenido en mirar a través de la ventanilla, y aquellos que miraban atrás con desagrado ni siquiera establecían contacto visual con Sheldon.
—¿Qué pasará si llegamos allí y nadie quiere alquilarnos una habitación para que podamos dormir? —preguntó Henry.
—Ya nos apañaremos. No será la primera vez que duermo al aire libre.
Pese a la actitud optimista de Sheldon, Henry sentía una profunda preocupación. Poco antes de que evacuaran a todos los japoneses de la isla Bainbridge, el tío de Keiko y su familia habían intentado marcharse para ir a algún lugar tierra adentro, donde no se vigilaba tanto a los japoneses. A muchas familias se les había animado para que se marchasen de forma voluntaria. Algunas habían creído que de esa manera evitarían el internamiento. El problema era que nadie quería venderles gasolina a las familias que escapaban de la ciudad, o alquilarles una habitación. Incluso en lugares que estaban casi vacíos las rechazaban, o colgaban el cartel de cerrado antes de que se bajasen del coche. El tío de Keiko había conseguido llegar hasta Wenatchee, en Washington, hasta verse obligado a dar la vuelta porque nadie le quería llenar el depósito. Regresaron y acabaron prisioneros como todos los demás.
Henry pensó en dormir al aire libre y dio gracias por haber traído ropas de más. Septiembre era un mes frío y lluvioso, al menos en Seattle. ¿Quién sabía cómo sería en Idaho en esta época del año?
Seis horas más tarde llegaron a Walla Walla, un pueblo agrícola conocido por sus huertos de manzanos. Sheldon y Henry disponían de cuarenta y cinco minutos para comer. Luego volverían al autocar para seguir el viaje a Twin Falls, y de allí a Jerome, Idaho, desde donde, supusieron, podrían llegar a Camp Minidoka.
En el momento que pisó la acera, Henry fue muy consciente de sí mismo. Como si los ojos de todo el mundo estuviesen puestos en él, y también en Sheldon. No se veía a una persona de color por ninguna parte. Tampoco un indio, que Henry había esperado encontrar en una ciudad que llevaba el nombre de una tribu. En cambio, se encontraron personas blancas que sí les miraban sin hacer comentarios. A pesar de eso, nadie parecía poco amistoso. Les miraban y continuaban con lo suyo. No obstante, Henry se acomodó el distintivo de Soy chino, y Sheldon dijo: «Vayamos a buscar algo de comer, y no se te ocurra mirar a nadie, ¿me oyes?».
Henry sabía que Sheldon no era de Seattle; se había criado en Tacoma, pero había nacido en Alabama. Sus padres habían dejado el sur cuando él tenía cinco o seis años, y evidentemente había visto lo suficiente como para no querer volver nunca más. Aún llamaba «señor» a los adultos y los niños y se quitaba el sombrero y decía «señora», pero aparte de eso, no quería tener ninguna relación con el sur. A juzgar por la rápida reacción de Sheldon a las personas de las calles de Walla Walla, este lugar bien podría haber sido Birmingham.
—¿Adónde vamos?
Sheldon miró las ventanas de las tiendas y los restaurantes.
—No lo sé. Quizá, después de todo, esto no es tan malo como creía.
—¿A qué te refieres con malo?
—Mira y verás qué quiero decir. Nadie muestra el menor interés por nosotros y no veo ningún cartel de «Sólo blancos» en las ventanas.
Pasaron junto a personas que parecían fijarse en ellos, pero en lugar de apartar a los niños al lado opuesto de la acera, sólo les sonreían. Algo que resultaba todavía más desconcertante.
Sheldon y él acabaron por detenerse en una gran entrada de lo que debía de ser el edificio más alto de la ciudad. El hotel Marcus Whitman. En el interior se veía un café.
—¿Qué te parece? —peguntó Henry.
—Es un lugar tan bueno como cualquier otro. Vayamos a la parte de atrás y pidamos algo para llevar.
—¿Por la parte de atrás?
—No hace falta tentar a la suerte, Henry. Hemos llegado hasta aquí…
—¿Puedo ayudarles en algo? —Un caballero mayor debía haber cruzado la calle detrás de ellos. La pregunta sobresaltó a Sheldon, y Henry se ocultó detrás de su amigo—. Ustedes dos no son de por aquí, ¿verdad?
Henry tragó saliva.
—No, señor, sólo estamos de paso. Es más, ahora mismo íbamos de regreso a nuestro autocar…
—Bueno, ya que han venido hasta aquí, bien podrían entrar y beber algo caliente. —Henry vio como el hombre giraba la cabeza para mirar hacia la estación de autobuses—. Creo que tienen tiempo. Bienvenidos a Walla Walla. Espero que vuelvan a visitar nos de nuevo. —Les dio a los dos un panfleto y se tocó el ala del sombrero—. Que Dios les bendiga.
Henry le vio alejarse, desconcertado. ¿Qué lugar era éste? ¿Acaso cree que soy japonés? Se miró el distintivo, después a Sheldon, que ojeaba el panfleto y se rascaba la cabeza, con una expresión de sorpresa y también de alivio en el rostro. El panfleto era de una iglesia adventista, un grupo que Henry había visto ayudando a las familias japonesas internadas. Trabajaban voluntaria mente como maestros y personal sanitario. Resultó ser que aquí había una congregación muy numerosa, incluso tenían un colegio religioso privado.
Entraron a tomar café y tostadas, y esta vez establecieron con tacto visual con las personas que ocupaban las otras mesas. No parecían tener miedo. Algunas incluso les sonrieron.
Encontrar el campo fue fácil. De una manera que a Henry le provocó mucha tristeza. Cuando Sheldon y él se apearon del autocar en Jerome, Idaho, lo primero que vio Henry fue un gran cartel que decía: «Minidoka Warti, Relocation Center - 30 kilómetros». Había docenas de personas que subían a camionetas y coches que iban a lo que se había convertido la séptima ciudad más grande de Idaho.
Sheldon se encasquetó el sombrero.
—Centro de traslado. Hacen que parezca como si la Cámara de Comercio estuviese ayudando a las personas a encontrar una nueva casa o algo por el estilo.
—Ahora es su nueva casa —fue todo lo que Henry pudo decir.
Una mujer con el gorro de enfermera bajó la ventanilla de un coche azul.
—¿Ustedes dos van al campo? ¿Necesitan transporte?
Henry y Sheldon se miraron el uno al otro. ¿Era tan obvio? Cuando miraron hacia la estación de autobuses, les pareció que todos tenían algo que hacer en el norte. Asintieron con entusiasmo.
—El camión que está detrás lleva a los visitantes, si es lo que desean hacer.
Henry señaló el camión con bancos en la caja y laterales de tablas.
—¿Ese camión?
—Sí. Será mejor que se den prisa si quieren ir porque no esperarán mucho más.
Sheldon se llevó una mano al ala del sombrero y recogió su maleta. Tocó a Henry con el codo.
—Gracias, señora, le estamos muy agradecidos.
Fueron hasta la parte de atrás del camión y subieron. Se sentaron en uno de los bancos junto a una pareja de monjas y un sacerdote que hablaban entre ellos en lo que parecía ser latín, y de vez en cuando, algunas frases en japonés.
—Al parecer esto será más fácil de lo que esperabas —comentó Sheldon. Se acomodó la maleta entre los pies—. También más grande de lo que creías.
Henry asintió, atento al entorno. Era la única persona asiática a la vista, y la única en el camión. Pero era chino. Un aliado de Estados Unidos, y para completarlo, ciudadano estadounidense. Tenía que servir para algo, ¿no?
Al mirar al horizonte, Henry vio el campo desde una distancia de ocho kilómetros. Una gigantesca chimenea de piedra se elevaba sobre los secos y polvorientos campos que acabaron por dar paso a la planta de una ciudad pequeña donde al parecer todo estaba en construcción. Henry consiguió ver en la lejanía los armazones de larguísimas hileras de casas. Sheldon también las vio.
—Este lugar debe de ocupar por lo menos unas cuatrocientas hectáreas —comentó. Henry no sabía cuánto era eso, pero sí que era enorme—. ¿Te lo puedes creer? Es como una ciudad que emerge del río Snake. Tan al norte todo es árido y seco, y ahora se les ocurre traerles a todos aquí.
Henry contempló el árido paisaje. No había árboles, hierba o flores por ninguna parte, y apenas si unos pocos arbustos. No era más que un paisaje viviente de barracas de papel alquitranado que salpicaban el desierto. Y personas. Miles de personas por todas partes, la mayoría de ellas ocupadas en trabajar en los edificios, o en los campos, recolectando patatas, maíz y remolacha. Incluso se veían centenares de ancianos y niños pequeños agachados sobre los surcos polvorientos. Todos parecían estar muy vivos y en movimiento.
El camión traqueteó por los innumerables baches y por fin se detuvo con un chirrido de los frenos. Los pasajeros se apearon, y de inmediato los trabajadores fueron enviados en una dirección y los visitantes en otra. Henry y Sheldon siguieron al pequeño grupo que llenó la sala de visitantes. El viento levantaba nubes de polvo, y Henry notó el sabor en la boca y su impacto en la piel. La tierra era seca y requemada. Pero había un olor en el aire que resultaba inconfundible. Al este, el polvoriento y árido olor de la lluvia que se avecinaba. Por ser de Seattle, Henry conocía ese olor a fondo. Venía una tormenta.
En el interior, les explicaron qué se podía entrar en el campo. Se permitía la entrada de bebidas y tabaco en cantidades pequeñas, pero cosas tan inocentes como las limas de uñas estaban prohibidas.
—Supongo que quedan descartadas las cizallas —le susurró Henry a Sheldon, que se limitó a asentir con un gesto.
Si la presencia de un chico chino era poco habitual, apenas si se notó en las incesantes idas y venidas de Camp Minidoka. El propio Henry, que al principio estaba seguro de que se lo llevarían a punta de bayoneta al corazón del campo, se sorprendió de lo poco que se fijaban en él. Cómo podían cuando había miles de prisioneros que registrar, y continuaban llegando más y más autocares con japoneses. El campo sólo estaba en sus primeras etapas y necesitaba encontrar su ritmo; una comunidad que crecía por momentos, detrás de las cercas de alambre de espino.
—Espero que te hayas duchado antes de salir —comentó Sheldon, que miraba a través de la ventana—. Porque aquello que están cavando son zanjas de las letrinas.
Henry se olió la manga que olía a sudor y humedad por el viaje en el autocar.
Sheldon se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo.
—Pasarán meses antes de que dispongan de inodoros y agua caliente.
Henry se fijó en los japoneses que trabajaban al sol. Dio gracias por estar a la sombra mientras Sheldon y él hacían la cola. Tardaron media hora en llegar a la mesa donde debían anotarse como visitantes. Por fin una empleada buscó en los registros si la familia Okabe ya había llegado.
—Son cuáqueros —le dijo Sheldon a Henry, con un gesto hacia el personal de la oficina.
—¿Cómo el tipo de los copos de avena?
—Algo por el estilo. Se oponen a la guerra y a cualquier clase de violencia. Ahora se ofrecen voluntarios para trabajar en los campos como maestros, personal sanitario y lo que haga falta. Es lo que he oído decir. La mayoría de las personas blancas de por aquí son cuáqueros. Claro que como estamos en Idaho, es probable que también muchos sean adventistas. Supongo que viene a ser lo mismo.
Henry miró a la mujer al otro lado de la mesa. Se parecía a Betty Crocker: normal, poco agraciada, y amable.
La mujer levantó la mirada de los papeles, y sonrió.
—¿Los Okabe? Están aquí, junto con otra docena de familias con el mismo apellido, pero creo saber a quién buscáis.
Sheldon palmeó a Henry en el hombro.
—Vayan a aquella sala de visitantes. —La mujer la señaló—. Allí les ayudarán a orientarse. El campo está organizado como una ciudad, con calles y manzanas. Por lo general, las visitas se piden de antemano por carta o llamadas telefónicas, que de vez en cuando se pueden hacer desde la oficina central. Si no es así, se envía a un mensajero a la dirección indicada y se coloca un aviso en la entrada del alojamiento asignado a la familia.
Henry intentó seguir la explicación. Parpadeaba y se frotaba la frente.
—Casi siempre se tarda por lo menos un día —añadió la empleada—, porque la mayoría de los chicos están estudiando en las aulas temporales y los adultos trabajando en el interior del campo.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Henry, al recordar la actividad en el exterior.
—Trabajo. En la recogida de remolacha y en la construcción. También hay mucho trabajo de oficina para las mujeres. —Exhaló un suspiro mientras les hablaba, y después volvió a ocuparse del papeleo que tenía en la mesa.
Henry rellenó un formulario con el nombre de Keiko, que según le dijeron estaba en el bloque 17, no muy lejos de este lado de Camp Minidoka. Quería darle una sorpresa, así que sólo escribió «visitante» y dejó en blanco el espacio del nombre. Un mensajero, un japonés mayor que por una de esas ironías era cojo, cogió el formulario y se marchó.
—Esto puede ser que tarde —comentó Henry.
Sheldon asintió con la mirada puesta en la multitud de visitantes que entraban y salían.
Se sentaron en un duro banco entre un hombre mayor con varias cajas de himnarios y una joven pareja con cestas de peras. Henry miró a Sheldon, que hacía sonar los nudillos, y deseó que hubiese traído el saxo.
—Gracias por acompañarme.
Sheldon palmeó la rodilla de Henry.
—Había que hacerlo. Nada más. ¿Tu padre sabe que has ve nido aquí?
Henry lo negó con un solemne movimiento de cabeza.
—Le dije a mi madre que estaría ausente unos días. Ella debe saberlo. No creo que sepa que estoy aquí, pero sabe lo suficiente. No estoy diciendo que le guste, aunque me dejó marchar y no preguntó. Supongo que era lo mejor que podía hacer, su manera de ayudarme. Se preocupará, pero estará bien. Yo también. Tenía que venir. Quizá nunca más vuelva a ver a Keiko, y no quiero que lo que dije o no dije en Camp Harmony sea lo último que haya oído de mí.
Sheldon miró a las personas que iban y venían.
—Aún hay esperanzas para ti, Henry. Espera y verás. Puede que lleve algún tiempo, pero siempre hay esperanzas.
Esperaron y esperaron durante seis horas, a veces en el interior, otras paseando por delante de la sala de visitantes. Había aparecido una masa de negros nubarrones que oscurecían el cielo, aunque faltaban varias horas para la puesta de sol.
Llegó un momento en que Henry palmeó la maleta con la mirada puesta en el cartel donde se informaba de que el horario de visitas concluía a las cinco y media.
—Ya es casi la hora de marcharnos. Hemos dejado el mensaje. Sin duda todavía no lo ha visto. Volveremos mañana. Para entonces ya lo habrá encontrado.
En el exterior, grandes y pesadas gotas de lluvia salpicaban la tierra reseca. El sonido que hacían al golpear contra los tejados de cinc y las barracas a medio acabar sonaba como un lento redoble que subía y bajaba mientras la gente corría por todas partes en busca de refugio. Henry pensó en los techos de papel embreado y los edificios a medio construir. Con un poco de suerte estarían vacíos y los residentes del campo ocuparían las hileras de barracas acabadas.
—Allí hay un autocar para los visitantes —dijo Sheldon, con la maleta apoyada en la cabeza para protegerse de la lluvia que ahora se había convertido en un aguacero. A lo lejos retumbaban los truenos, pero no se veían relámpagos. Todavía no era oscuro del todo.
Henry intentó imaginarse qué estaría haciendo Keiko ahora mismo. De vuelta de la escuela con otros chicos japoneses. Qué extraña mezcla debía de ser con unos que sólo hablaban inglés y otros sólo japonés. Pensó en Keiko y su familia en su vivienda de una sola habitación, acurrucados junto a una estufa intentando mantenerse calientes, mientras el agua de las goteras llenaba los cubos. Pensó en ella oyendo el disco de Oscar Holden. ¿Piensa en mí? ¿Piensa en mí tanto como yo pienso en ella? ¿Podía? No. Henry pensaba tanto en ella que la veía en las calles de Seattle, incluso oía su voz. Clara y pequeña. Resplandeciente, con su inglés perfecto, como ahora, diciendo su nombre entre el retumbar de la lluvia. Como si estuviese allí. Como si nunca se hubiese marchado. Siempre se asombraba de cuánto le gustaba oírle decir su nombre.
Henry. Desde el día en que se conocieron en la cocina. Henry. Hasta aquel horrible día cuando él había presenciado impotente como ella y su familia subían al tren que les llevaría a Camp Harmony. Henry. Por último, cuando ella le dijo adiós de aquella manera casi oculta y tímida que él nunca le había visto, mientras él también se despedía y la dejaba marchar, poco dispuesto a complicar las cosas más de lo que estaban, deseoso de ser un buen hijo.
Aquella voz le había perseguido durante semanas.
—¿Henry?
Ella estaba allí. De pie bajo la lluvia, delante de la sala de visitas que cerraba por hoy, detrás de la reja cerrada y las cercas de alambre de espino. Vestida con aquel vestido amarillo y el suéter gris empapado sobre sus pequeños hombros. Luego comenzó a correr a lo largo de la cerca que les separaba, saltando los charcos de barro, «¡Henry!». La nota del mensajero empapada y hecha una bola en la mano.
Medio ciego por la lluvia en los ojos y quitándose el agua de la cara con la manga, Henry le cogió los brazos a través de la alambrada al tiempo que se inclinaban el uno hacia el otro, sus manos deslizándose para tocar las de ella, muy calientes a pesar de la lluvia helada. Juntaron las frentes entre las brechas del alambre. Henry estaba tan cerca que casi notaba el roce de las pestañas cuando ella parpadeaba, pero esa posición les protegía parte de los rostros mientras la lluvia les resbalaba por las mejillas y les empapaba los cuellos.
—¿Qué haces aquí? —Keiko parpadeó para apartar las gotas de lluvia que le entraban en los ojos después de deslizarse por un mechón de pelo.
—He cumplido los trece. —Henry no supo qué más decir.
Keiko no dijo ni una palabra. Sólo tendió los brazos entre la alambrada y le abrazó la cintura.
—Me marché. Vine a verte. Ya tengo edad para tomar mis propias decisiones. Tomé un autocar con Sheldon. Necesitaba decírselo a alguien.
Henry bajó la mirada y los ojos castaños de Keiko parecieron reflejar algo invisible en el cielo gris de octubre. Algo que resplandecía desde el interior.
—Lo siento.
—¿Qué?
—Por no decirte adiós.
—Me lo dijiste.
—No de la manera que debía. Estaba tan preocupado por mi familia… Preocupado por todo. Me sentía confuso, no sabía qué deseaba. No sabía que era de verdad el adiós.
—¿Has recorrido todo este camino, todos estos kilómetros, sólo para decirme adiós? —preguntó Keiko.
—No —respondió Henry, cada vez más desconcertado. La lluvia que le azotaba era fría como el hielo, pero no la sentía. Su chaqueta se desgarró al engancharse en una de las púas del alambre mientras sus manos enmarcaban con suavidad su cintura, sus dedos apoyados en el suéter empapado. Inclinado, su frente se apoyaba en el metal de la alambrada. Si había algo afilado, no lo notó. Lo único que sentía era el contacto de la mejilla de Keiko, mojada por la lluvia, que se inclinaba hacia él.
—Vine para hacer esto —dijo Henry. Era su primer beso.