Extraño (1942)

El viaje de regreso a casa fue más silencioso de lo habitual. Henry miraba a través de la ventanilla del pasajero, entretenido en mirar como el sol desaparecía debajo del horizonte, como los campos daban paso a las plantas de Boeing Field, los enormes hangares cubiertos con redes de camuflaje, un inútil esfuerzo para mantener las fábricas ocultas a los bombarderos enemigos. Henry no dijo una palabra y la señora Beatty, quizá por solidaridad, tampoco dijo nada. Dejó a Henry en paz con sus pensamientos, que sólo estaban puestos en Keiko.

Con la marcha de los últimos prisioneros a los campos de tierra adentro, Camp Harmony volvería a ser el escenario de la Feria Estatal de Washington, a tiempo para la cosecha de otoño. Henry se preguntó si las personas que asistirían a la feria ese año, cuando caminasen por el pabellón de los trofeos para ver a las reses premiadas, tendrían otras sensaciones. Se preguntó si alguien llegaría a recordar que tan solo dos meses antes, allí habían dormido familias enteras. Centenares de ellas.

¿Pero ahora qué? Keiko estaría de camino a Minidoka, Idaho, dentro de unos pocos días. Un pequeño campo de trabajo en algún lugar de las montañas cerca de la frontera con Oregón. Desde luego estaba más cerca que Cristal City, Tejas, pero así y todo parecía estar a un mundo de distancia.

La despedida había sido formal. Después de haber decidido dejarla marchar (por su propio bien, se recordó a él mismo), mantuvo una distancia cortés, poco dispuesto a que las cosas fuesen todavía más difíciles para los dos. Era su mejor amiga. En realidad, más que una amiga. Mucho más. El pensar que se marchaba le estaba destrozando. Sin embargo, pensar en decirle cómo se sentía de verdad, y después verla marchar, era mucho más de lo que su pequeño corazón podía soportar.

Por lo tanto, se despidió con un gesto y una sonrisa. Ni siquiera un abrazo. Ella miró a lo lejos y se enjugó los ojos con el dorso de las manos. Él había hecho lo mejor, ¿no? Su padre había dicho una vez: «lo más difícil en la vida no está en decidir entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo mejor». Lo mejor era dejarla marchar. Era lo que acababa de hacer.

Pero su mente estaba llena de dudas.

Para su sorpresa, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que se había marchado antes, o si lo habían hecho, a nadie le había importado hasta el punto de mencionarlo. La verdad era que los prisioneros de Camp Harmony se marchaban y los trabajadores del campo, los soldados, no querían más que volver a sus vidas. Habían cumplido con su deber y estaban preparados para lavarse las manos de todo este horrible asunto de una vez por todas.

La señora Beatty tuvo el detalle de dejar a Henry en el Barrio Chino, a una calle del apartamento que compartía con su familia. Nunca lo había hecho antes.

—Supongo que esto es lo que hay. No te metas en líos este verano, y no se te ocurra dejarme y cambiar de escuela. Espero verte en la cocina este otoño, ¿entendido? —dijo la señora Beatty, que dejó el motor en marcha mientras apagaba la colilla en una lata de judías que tenía en el salpicadero para cuando se llenaba el cenicero de la camioneta.

—Allí estaré. Espero que reciba buenas noticias de su padre. Estoy seguro de que se encuentra bien. —Henry pensó en el padre de la señora Beatty y en la tripulación del SS City of Flint, marineros mercantes prisioneros en algún lugar de Alemania, como Keiko y su familia.

La señora Beatty esbozó una sonrisa.

—Gracias, Henry. Es muy amable de tu parte. Estoy segura de que saldrá adelante. Tú también. —Forcejeó para poner la marcha y a continuación miró a Henry una vez más—. También Keiko.

La vio marchar, la camioneta dando botes en los baches de la calle, el brazo que se agitaba fuera de la ventanilla. En las calles reinaba la calma. Prestó atención para oír a Sheldon tocando en Jackson, pero sólo oyó el retumbar de los camiones, los chirridos de los frenos y un perro que ladraba a lo lejos.

Subió las escaleras y fue por el pasillo hasta su apartamento; en el aire flotaba el olor a arroz hervido. Cuando llegó a su casa, vio la luz que salía de la puerta entreabierta y el movimiento de una sombra, la silueta de un hombre mayor, pero que no era su padre.

Henry entró en el apartamento. Su madre estaba sentada a la mesa de la cocina, con un pañuelo en la mano, los ojos enrojecidos y la nariz hinchada por el llanto. Reconoció al hombre de inmediato por el estetoscopio colgado alrededor del cuello. El doctor Luke, uno de los pocos médicos chinos que tenía un consultorio en South King, y que aún hacía visitas a domicilio. Una vez había venido cuando Henry se «había caído del columpio» (en realidad, una paliza, gentileza de Chaz Preston) y sufrido una conmoción. Había vomitado y perdido el conocimiento y en el acto su madre le había llamado. Pero a Henry no le pasaba nada grave y a su madre, a pesar del susto, no la había visto muy afectada. Pero esta vez, parecía tener miedo, temblaba. Entonces Henry lo comprendió.

—Henry, tu madre me estaba hablando de ti. Has crecido mucho desde mi última visita. —El doctor Luke se mostraba cortés, le hablaba en chino, pero también se le veía nervioso. «¿Qué no me está diciendo?». La madre de Henry dejó la silla y cayó de rodillas. Le abrazó con tanta fuerza que le hacía año.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está papá? —preguntó Henry, aunque ya se imaginaba la respuesta.

Su madre se levantó, se enjugó las lágrimas de los ojos y habló con un tono positivo que de alguna manera no encajaba con la nueva que iba a compartir.

—Henry, tu padre ha sufrido un ataque. ¿Sabes qué es?

Henry lo negó con un movimiento de cabeza. Sí tenía un vago recuerdo del viejo Wee en el mercado de pescado, que siempre hablaba de una manera curiosa y que sólo utilizaba el brazo derecho para pesar la captura del día.

—Henry, ha tenido un ataque muy grave —le explicó el doctor Luke con las manos apoyadas en los hombros pequeños de Henry—, tu padre es fuerte y tozudo. Creo que saldrá adelante, aunque necesitará descansar; por lo menos un mes. Además, apenas si puede hablar. Puede que se recupere un poco en ese sentido, pero ahora mismo, será difícil para todos nosotros. Sobre todo para él.

Las únicas palabras que oyó Henry fueron «apenas si puede hablar». Apenas si había dicho algo cuando podía, y en el último mes no le había dirigido en absoluto la palabra. Ni siquiera un buenas noches. Ni un hola, o un adiós.

—¿Se va a morir? —preguntó con la voz quebrada. Fue lo único que se le ocurrió.

El doctor Luke sacudió la cabeza, pero Henry vio la verdad. Miró a su madre, que parecía aterrorizada, sin decir nada. ¿Qué podía decir?

—¿Por qué le pasó… cómo? —le preguntó a su madre, y también al doctor Luke.

—Estas cosas ocurren sin más, Henry. Tu padre se excita por muchas cosas, y ya no es un hombre joven por dentro. Vivió una vida muy dura en China. Eso envejece el cuerpo. Ahora, con tantas preocupaciones, la guerra…

Una ola de culpa azotó a Henry. Se ahogaba. Su madre le cogió una mano.

—No es culpa tuya. No lo pienses. No es culpa tuya, él es el único responsable, ¿lo entiendes?

Henry asintió para que su madre se sintiese mejor, pero se sentía desgarrado por dentro. Tenía poco en común con su padre. Nunca le había comprendido. Así y todo, era el único padre que tenía, el único que tendría.

—¿Puedo verle? —preguntó.

Henry vio como la mirada de su madre se cruzaba con la del doctor Luke, que asintió tras una pausa. En la puerta de la habitación de sus padres, olió el humo de las barritas de incienso budistas, junto con el olor de algún producto de limpieza. Su madre encendió una lámpara de baja potencia en un rincón. Sus ojos se acomodaron a la penumbra y miró a su padre, que le pareció pequeño y frágil. Yacía como un prisionero en su cama, las mantas bien prietas alrededor del pecho, que se movía con un ritmo espasmódico. Tenía la piel muy pálida y un costado del rostro estaba amoratado, como si ese lado hubiese participado en una pelea, y el otro no hubiese hecho nada. Mantenía un brazo extendido a un lado, con la palma hacia arriba, y un largo tubo salía de la muñeca hasta una botella llena con un líquido transparente colgado en uno de los postes del cabezal.

—Adelante, Henry; puede oírte —dijo el doctor Luke, y le dio un leve empujón para animarle.

Se acercó a la cama. Henry tenía miedo de tocar a su padre y causarle algún dolor o empujarlo aún más cerca de sus antepasados.

—No pasa nada, Henry, creo que le gustaría saber que estás aquí. —Su madre le acarició con suavidad el hombro contraído, le sujetó la mano y la apoyó en los dedos inertes de su padre—. Dile algo, deja que sepa que estás aquí.

«¿Decirle algo? ¿Qué puedo decirle ahora? ¿En qué idioma?». Henry se quitó el distintivo de Soy chino y lo dejó en la mesa de noche cerca de lo que supuso eran los medicamentos de su padre. Había varios frascos marrones, algunos con las etiquetas en inglés, y los demás, que eran preparados de hierbas, con las etiquetas en chino.

Henry vio a su padre abrir los ojos, y parpadear dos veces. No sabía qué se ocultaba detrás del rostro carente de toda expresión. En cambio, sabía cuáles eran las palabras a decir. «Deui mh jyuh». Significaba «Soy incapaz de mirarte», una disculpa formal cuando admitías tu culpa o una falta. Henry sintió por un momento la mano de su madre en la cara, una caricia de consuelo.

Su padre le miró, su mente tratando de forzar a la actividad a su cuerpo desobediente. Cada movimiento de la boca le representaba un esfuerzo tremendo. Sólo el respirar para emitir el sonido parecía algo imposible. Así y todo, sus dedos consiguieron tocar los de Henry en un roce prácticamente imperceptible. Y salió una única frase: «Ma sheng ren».

Significaba «extraño». Como en: «Eres un extraño para mí».