Al campo (1942)

Henry consiguió salvar la mayor parte de las fotos de Keiko. Les quitó el barro y la basura pegados con la manga de la americana y las guardó en la vieja tina debajo de las escaleras con la intención de llevárselas a Sheldon para que se las guardase. Pero a partir de aquel momento, comenzó a sentirse como un fantasma en el pequeño apartamento que compartía con sus padres. No le hablaban; de hecho, apenas si reconocían su presencia. Hablaban el uno con el otro como si él no estuviese allí, y cuando miraban hacia donde estaba, fingían no verle. Al menos, esperaba que sólo fingiesen.

Al principio él no hacía caso y les hablaba en inglés, sólo cuando estaban a la mesa, y más tarde, les suplicaba en chino. No importaba. La gran muralla de silencio era impenetrable a sus mejores intentos por derribarla. Así que él también dejó de hablarles. Como las conversaciones de sus padres casi siempre versaban sobre los estudios de Henry, las notas, el futuro, en la «ausencia» de Henry, decían muy poco. Los únicos sonidos que se oían en el pequeño hogar era el roce de las páginas del periódico y el farfullar mezclado con las descargas estáticas de la radio que transmitía los boletines informativos de la guerra y las últimas noticias locales referentes al racionamiento y los ejercicios de la defensa aérea civil. En la radio nunca mencionaban a los japoneses que se habían llevado de Nihonmachi; era como si nunca hubiesen existido.

Al cabo de unos pocos días, su madre reconoció su existencia, a su manera. Le hacía la colada y le preparaba la fiambrera con la comida. Pero lo hacía sin ninguna ceremonia, al parecer para no contrariar los deseos del padre de Henry, que había mantenido su amenaza de desheredarle figurativa que no literalmente.

—Gracias —dijo Henry, cuando su madre colocó en la mesa un plato y un cuenco de arroz. Pero en el momento en que buscaba otro juego de palillos…

—¿Esperas a un invitado a cenar? —interrumpió el padre de Henry en chino mientras dejaba el periódico a un lado—. Contéstame.

Ella miró a su marido con una expresión de disculpa, y retiró el plato en silencio, sin mirar a su hijo.

Henry, sin dejarse amilanar, a partir de entonces se traía su plato y se servía él mismo. Comían en silencio, el único sonido el de los palillos que de vez en cuando golpeaban contra el cuenco de arroz.

El silencio ensordecedor se prolongaba en Rainier Elementary, Henry había pensado en seguir a sus viejos amigos a la escuela china, o incluso ir colina arriba a Bailey Gatzert Elementary, que era una escuela multirracial a la que asistían algunos chicos de la clase alta. Pero estaba el inconveniente de que necesitaba inscribirse, y sin la cooperación de sus padres, le parecía imposible. Quizá cuando acabase el año lectivo, podría convencer a su madre para que le cambiase de escuela. No, su padre estaba demasiado orgulloso de la beca de su hijo. Ella nunca aceptaría la propuesta.

Por lo tanto, Henry se resignó a acabar las dos semanas que le quedaban para acabar el sexto grado, sin moverse. Tenía que hacerlo, ¿no? La señora Beatty continuaba llevándole a Camp Harmony los fines de semana, y si no trabajaba en la cocina de la escuela, pondría en peligro la oportunidad de ver a Keiko.

Cuando llegó el sábado, Henry anhelaba hablar con alguien; con cualquiera. Había intentado encontrar a Sheldon durante la semana, pero no podía ser antes de ir al colegio, y a la hora de salida, Sheldon ya estaba en el Black Elk’s Club, que acababa de reabrir las puertas.

Al ver que llegaba la señora Beatty, Henry pensó que era la mejor interlocutora que podía esperar. La cocinera fumaba mientras conducía, tiraba la ceniza por la ventanilla, y soltaba el humo por un costado de la boca, aunque la corriente de aire siempre le echaba hacia atrás y acababa envolviéndoles. Henry bajó la ventanilla unos centímetros con el deseo de apartar el humo de los regalos que llevaba en su regazo.

Eran dos cajas, cada una envuelta en papel color lavanda y una cinta blanca que había cogido del costurero de su madre. Una de las cajas contenía el cuaderno de dibujo, lápices, y un estuche de acuarelas. En la otra estaba el disco de Oscar Holden; el que le había dado Sheldon. Henry lo había envuelto con mucha delicadeza con papel de seda para protegerlo.

—Es un poco pronto para Navidad —comentó la señora Beatty mientras lanzaba la colilla a través de la ventanilla.

—Mañana es el cumpleaños de Keiko.

—No me digas.

Henry asintió al tiempo que abanicaba con las manos para apartar el resto de humo.

—Es muy cortés por tu parte —dijo la señora Beatty, que le interrumpió en el momento en que Henry iba a hablar—. ¿Sabes que no te dejarán que entregues los regalos con ese aspecto? Me refiero a que podría tratarse de un arma, un par de granadas de mano, quién sabe, todo envuelto con un bonito lazo, una entrega especial.

—Tenía intención de que ella los abriese en la cerca…

—Da lo mismo, cariño, el centinela abre todos los paquetes de regalos. Son las normas.

Henry sacudió la caja grande que tenía en el regazo, la que contenía el disco, y pensó que podría quitarle la cinta y evitarse problemas.

—No te preocupes. Ya me encargaré yo de resolverlo —dijo la señora Beatty. Lo hizo.

En la afueras de Puyallup, la señora Beatty entró en el aparcamiento de una estación de servicio Shell Oil. Aparcó a un lado, cerca del fondo, lejos de los surtidores y el empleado les miró con atención.

—Coge las cajas y ven conmigo —le ordenó. Puso el freno de mano antes de apearse para ir a la parte trasera del vehículo con el motor en marcha.

Henry la siguió cargado con los regalos mientras ella subía a la caja. La cocinera apartó un saco de veinticinco kilos y lo arrastró hasta donde estaba Henry. Desató el nudo de un tirón. El saco contenía arroz calrose.

—Dame eso.

Henry le dio las cajas y vio como las metía en el saco y las tapaba con puñados de arroz antes de volver a cerrarlo. La curiosidad le llevó a mirar el resto de los sacos y preguntarse qué más podían contener. La había visto cambiar herramientas con los soldados y algunas veces con los residentes. Cosas como limas, sierras pequeñas y otras herramientas de carpintería. «¿Para una fuga?», pensó Henry. No, había visto a los ancianos que trabajaban delante de sus cabañas haciendo sillas y estanterías. Era ella quien proveía las herramientas. El tenderete de la señora Beatty en el mercado negro.

—¿Eh, qué está haciendo con ese japonés? —El empleado había dado la vuelta al edificio, sin duda interesado por saber qué hacia una señora mayor con un chico asiático.

—¡No es un japo. Es chino, y los chinos son nuestros aliados, así que lárguese! —La señora Beatty cargó con el último saco, el que contenía el disco, y lo colocó de pie contra la cabina con un sonoro golpe.

El empleado retrocedió de inmediato hacia el edificio al tiempo que se disculpaba:

—Sólo intentaba ayudar. Es mi trabajo.

La señora Beatty subió a la cabina sin prestarle la menor atención y arrancó.

—Ni una palabra ¿entendido? —dijo la cocinera.

Henry asintió. No abrió la boca en todo el trayecto hasta Camp Harmony ni cuando cruzaron la reja principal.

En la Zona 4, Henry se ocupó de su trabajo habitual de servir la comida. Con el paso de los días, la señora Beatty había conseguido imponerse al encargado de la cocina, que ahora pedía productos apreciados por los japoneses, sobre todo arroz y también sopa de miso con tofu, que a Henry le parecía que tenía un olor delicioso.

—¡Henry!

Apartó la mirada de las bandejas y vio a la señora Okabe en la cola. Vestía unos pantalones polvorientos y un suéter muy holgado con una gran «O» cosida a un lado.

—¿Eres tú el responsable de poner fin a toda esa horrible carne envasada? De pronto nos sirven arroz y pescado. ¿Has sido tú? —le preguntó con una gran sonrisa.

—No puedo atribuirme el mérito, pero me alegra servir algo que yo también pueda comer. —Henry le sirvió un buen plato de arroz con cerdo katsu—. Tengo un par de regalos de cumpleaños para Keiko. ¿Se los podría dar por mí? —Henry dejó la cuchara por un momento y se agachó para recoger los paquetes que había dejado a sus pies.

—¿Por qué no se los das tú mismo? —La señora Okabe señaló hacia el final de la cola. Keiko, con la cabeza asomada entre la multitud, le sonreía y saludaba con una mano en alto.

—Muchas gracias, lo haré. ¿Necesita alguna cosa? ¿Algo que necesite su familia? Puedo traer algunas cosas al campo, cosas que por lo general no están permitidas.

—Es muy amable de tu parte, Henry, pero creo que por el momento no necesitamos nada. Al principio algunos de los hombres querían herramientas, y ya las tienen. Hace unas pocas semanas un martillo hubiese sido un valioso tesoro. Ahora no oyes más que martillazos y sierras por todas partes. No deja de ser curioso que se estén tomando tanto trabajo.

—¿Por qué curioso? —preguntó Henry, que no la había comprendido.

—Están a punto de trasladarnos. Éste no es más que un campo de tránsito. No se puede dormir en una cuadra durante toda la guerra, ¿no? Por mi parte espero que no. Dentro de unas semanas nos enviarán a unos campos permanentes que están construyendo tierra adentro. Ni siquiera sabemos adónde nos enviarán. Puede que sea a Tejas o Idaho. Lo más probable Idaho, que es donde esperamos que nos manden, porque está más cerca de casa, o lo que era nuestra casa. Puede que incluso separen a algunos de los hombres, aquéllos con oficios y profesiones que se necesitan en otras partes. Nos hacen construir nuestras propias cárceles, ¿te lo puedes creer?

Henry sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Cómo está el viejo barrio?

Henry no supo qué responder. ¿Cómo podía decirle que Nihonmachi se había convertido en una ciudad fantasma? Todo tapiado, un desastre de ventanas y puertas rotas, los actos de vandalismo.

—Está bien —fue todo lo que pudo decir.

La señora Okabe pareció intuir el titubeo. Sus ojos se cubrieron por un momento con un velo de tristeza y se tocó el borde de un ojo como si le molestase una mota de polvo.

—Gracias por venir aquí, Henry. Keiko te echa mucho de menos…

Henry la miró sonreír con valentía antes de coger la bandeja y desaparecer entre la multitud.

¡Oai deki teureshii desu! —Keiko estaba al otro lado de las fuentes, con una gran sonrisa, casi resplandeciente—. ¡Has vuelto!

—Te dije que lo haría, y tú también estás preciosa. ¿Cómo estás? —Henry la miró y sintió que se le iba un poco la cabeza y que le faltaba la respiración.

—Es tan divertido. Nos trajeron aquí porque somos japoneses, pero yo soy nissei de segunda generación. Ni siquiera hablo japonés. En la escuela se burlaban de mí por ser extranjera. Aquí, algunos de los chicos, los issei, de primera generación, se burlan porque no sé hablar el idioma, por no ser lo bastante japonesa.

—Lo siento.

—No te preocupes, no es tu culpa, Henry. Has hecho tanto desde que estoy aquí. Tenía miedo de que me olvidases.

Henry pensó en sus padres. En cómo no le habían dirigido ni una palabra en toda una semana. Su padre era tozudo, y tradicional. No sólo había amenazado con desheredarle, lo había hecho. Todo porque Henry no dejaba de pensar en Keiko. Su madre lo sabía, de alguna manera lo sabía. Quizá fuera por la falta de apetito; las madres se fijaban en esas cosas. La distracción de la añoranza. Los sentimientos se pueden esconder sólo un tiempo a aquellos que prestan atención de verdad. Así y todo, su madre obedecía a su marido, y ahora Henry estaba solo. «Todo por ti», se dijo Henry. «Desearía poder pensar en otra cosa, en otra persona, pero no puedo. ¿Es esto el amor? ¿Cómo podría olvidarte?». Un viejo detrás de Keiko comenzó a golpear con la bandeja en el borde del mostrador y a toser.

—Tengo que irme —dijo Keiko, y deslizó la bandeja mientras Henry le llenaba el plato.

—Tengo las cosas que pediste, y un regalo para ti.

—¿De verdad? —Keiko sonrió, encantada.

—Me reuniré contigo en la cerca de los visitantes, una hora después de la cena, ¿de acuerdo?

Keiko le dedicó una última sonrisa antes de desaparecer por la esquina y perderse en el abarrotado comedor. Henry volvió a su trabajo. Sirvió una comida tras otra, hasta que todos estuvieron atendidos. Después llevó las fuentes al fregadero, donde las lavó con una manguera de agua fría como el hielo, siempre pensando en que Keiko se volvería a marchar, a un lugar desconocido.

Keiko pasó esta vez por otro grupo de guardias y se encontró con Henry en la cerca de la zona de visitas, tal como habían acordado. Había otros tres o cuatro grupos de visitantes a lo largo de la cerca, separados entre sí por unos seis o siete metros para crear un espacio íntimo donde conversar a través de los alambres de espino que separaban a los internos del mundo exterior.

Era tarde, y un viento helado había traído negros nubarrones de tormenta para reemplazar el cielo siempre gris. No tardaría en llover.

—Acaban de cancelar nuestra fiesta. Mal tiempo.

Henry miró el cielo cada vez más oscuro, más desilusionado por Keiko que por él mismo.

—No te preocupes, ya habrá otra ocasión, puedes contar con ello.

—Espero que no te desilusiones después de haber venido hasta aquí —Keiko suspiró—. No sabes cuánto deseaba estar sentada junto a la cerca y escuchar la música contigo.

—No he venido por la música —dijo Henry.

Se frotó los ojos, deseoso de olvidar la noticias de que ella y su familia no tardarían en marcharse de nuevo. Todo le parecía tan serio y definitivo. Interrumpió el momento con una sonrisa.

—Esto es para ti. Feliz cumpleaños.

Henry le dio a Keiko el primero de los dos regalos. Lo deslizó entre las hileras de alambre para evitar que las púas rompiesen el papel. Keiko lo cogió con gracia y desató la cinta con cuidado. La enrolló antes de guardarla.

—La conservaré. Una cinta como ésta aquí es un regalo en sí mismo. —Henry la miró mientras ella hacía lo mismo con el papel lavanda, antes de abrir el paquete, del tamaño de una caja de zapatos.

—Oh, Henry…

Sacó el cuaderno de dibujo, la caja de acuarelas, y el juego de pinceles de cerda. Luego los lápices de dibujo, cada uno con una mina de dureza diferente.

—¿Te gusta?

—Henry, me encanta. Es maravilloso…

—Eres una artista. Me pareció que sería una vergüenza estar aquí, apartada de lo que haces tan bien —afirmó Henry—. ¿Has mirado dentro del cuaderno?

Keiko dejó la caja en un trozo seco del suelo: el barro de la semana pasada se había secado para crear un desierto de tierra granulosa. Abrió el pequeño cuaderno de tapas negras y leyó la etiqueta del precio:

—Un dólar veinticinco.

—Eh, no… aquí. —Henry se apresuró a arrancar la etiqueta del precio del paquete de papel de carta—. Eso no tenías que verlo. Mira en la página siguiente.

Keiko pasó la página y leyó la nota en voz alta.

—Para Keiko, la más dulce y más bonita chica americana que he conocido. Con amor, tu amigo, Henry.

Henry advirtió cómo se le humedecían los ojos cuando la leyó de nuevo.

—Henry, es tan dulce. No sé qué decir.

Henry había sentido vergüenza al escribir la palabra «amor» en el cuaderno. Había estado algo así como veinte minutos mirando la página en blanco sin tener claro qué escribir, hasta que por fin lo había escrito en tinta. Ya no había vuelta atrás. «Sólo tienes que decir gracias y me daré por contento». Keiko miró a Henry entre los alambres. El viento soplaba más fuerte y le apartó el pelo del rostro. Se oyó el retumbar de un trueno en algún lugar más allá de las colinas, pero ninguno de los dos desvió la mirada.

—No creo que «gracias» sea suficiente. Has hecho un largo viaje para traerme esto. Sé que tu familia… tu padre…

Henry bajó la mirada, y soltó la respiración suavemente.

—Lo sabe, ¿verdad? —preguntó Keiko.

Henry asintió.

—Sólo somos amigos.

Henry la miró a los ojos.

—Somos más que amigos. Somos las mismas personas. Él no lo ve. Sólo te ve como la hija del enemigo, me ha desheredado. Mis padres dejaron de hablarme hace una semana. Mi madre todavía se comporta como si estuviese por allí. —Las palabras fluyeron con naturalidad; incluso Henry se sorprendió al ver lo normal que le parecía. La comunicación en su hogar había distado mucho de lo ordinario durante casi un año; ésta era sólo una nueva y última prueba.

Keiko miró a Henry, sorprendida, con tristeza en los ojos.

—Lo siento, nunca pretendí que esto ocurriese. Me siento mal. ¿Cómo puede un padre tratar a su hijo…?

—No pasa nada. Para empezar él y yo nunca hablamos mucho. No es culpa tuya. Quería estar contigo. Cuando viniste a la escuela por primera vez, además de horrorizarme, me sorprendí un poco. Pero ahora ir a la escuela sin ti no es lo mismo. Te echo de menos.

—Me alegra tanto que estés aquí —dijo Keiko. Tocó las puntas metálicas de la cerca—. Yo también te echo de menos.

—Te he traído algo más. —Henry le ofreció el otro paquete a través de la alambrada—. No es más que una pequeña sorpresa, que quizás ahora mismo no sirva mucho, con el mal tiempo.

Keiko desenvolvió el paquete con el mismo cuidado de antes.

—¿Cómo lo has conseguido? —susurró asombrada, con el disco de Oscar Holden en la funda de papel desteñido, bien sujeto contra el pecho.

—No pude entrar en el Hotel Panamá, y se había agotado en las tiendas. Sheldon me dio el suyo. Supongo que es de los dos. Es una pena que no puedas escucharlo esta noche porque han can celado el concierto.

—Todavía tenemos el tocadiscos en nuestro edificio. Lo pondré de todas maneras, sólo para ti. En realidad, sólo para nosotros.

Sus palabras hicieron que Henry sonriera. ¿Padres, qué padres?

—Es imposible que sepas lo feliz que me hace tenerlo. Es casi como tenerte aquí conmigo; no es que quiera verte encerrado en un lugar como éste. Pero no teníamos música. Lo escucharé todos los días.

Los tremendos truenos dieron paso a la lluvia. Lo que había comenzado como unas pocas gotas sueltas se convirtió en un aguacero. Henry le dio a Keiko la última bolsa, la de Woolworth’s, con el papel de carta, los sellos de correo y la tela para las cortinas.

—Será mejor que te vayas —insistió Henry.

—No quiero dejarte. Acabamos de llegar.

—Te enfermarás con este tiempo, y viviendo en un lugar como éste. Tienes que irte. Volveré la semana que viene. Te buscaré.

—¡Se acabó la hora de visita! —gritó un soldado que se abrigó con un capote verde mientras recogía los documentos—, ¡todo el mundo fuera de la cerca! —Llovía cada vez más fuerte, el agua se ondulaba en el suelo, y el estruendo ahogaba las voces.

A Henry le pareció que las seis se convirtieron en las nueve de la noche a medida que los nubarrones acababan por ocultar del todo el sol. Un opaco resplandor gris iluminó el suelo cuando la lluvia lo transformó otra vez en el pantano que había sido la semana anterior.

Keiko pasó las manos por la cerca y sujetó las de Henry.

—No te olvides de mí, Henry. Yo no te olvidaré. Si tus padres no quieren hablarte, yo hablaré con ellos, y les diré lo maravilloso que eres por lo que haces.

—Vendré aquí todas las semanas.

Ella le soltó para abrocharse el botón del cuello del abrigo.

—¿La semana que viene?

Henry asintió.

—Entonces te escribiré —prometió Keiko, y le dijo adiós con la mano mientras los últimos visitantes se apartaban de la cerca para ir hacia la reja de entrada. Henry fue el último en salir, sin moverse bajo la lluvia que le empapaba, mirando a Keiko correr de regreso a la pequeña casa cerca del pabellón del ganado que se había convertido en su nuevo hogar en Camp Harmony. La temperatura había bajado tanto que casi veía la nube de su aliento, pero por dentro sentía calor.

En cuanto reinó la oscuridad, Henry fue testigo de cómo se encendían los reflectores en las torres con las ametralladoras. Los guardias movían los haces a lo largo de la alambrada y en una de las pasadas alumbraron a Henry y a los demás visitantes que iban saltando los charcos a su paso por la reja principal. Henry fue ladera abajo, hacia la camioneta de la señora Beatty. En la oscuridad, veía su rotundo perfil iluminado por el resplandor del fuego del cigarrillo colgado de los labios.

Entre el chapoteo de la lluvia, oyó la música que llegaba del campo. La canción sonaba cada vez más fuerte, como si quisiese superar la capacidad de los altavoces de los que salía. Era el disco. Su disco. Alley Cat Strut de Oscar Holden. Henry casi podía distinguir las intervenciones de Sheldon. Le gritaba a la noche. Más fuerte que la tormenta. Tan fuerte que uno de los centinelas cerca de la reja comenzó a gritar: «¡Apaguen esa música!». Los reflectores apuntaron los edificios de la Zona 4, y sus ojos amenazadores buscaron el origen.