El disco de Sheldon (1942)

Llegó el lunes y Henry aún continuaba sonriendo por haber encontrado a Keiko y ver a Chaz acosado por la policía. Había una cierta vitalidad en su paso cuando salió de la escuela y corrió, caminó, y corrió un poco más, buscando su camino entre los sonrientes pescaderos de South King hasta llegar a South Jackson. La gente en las calles parecía contenta. El presidente Roosevelt había anunciado que el teniente coronel James Doolittle había llevado a un escuadrón de B-25 en una incursión aérea sobre Tokio. Parecía que la moral había alcanzado nuevas cotas. Cuando le preguntaron de dónde habían despegado los aviones, el presidente había respondido con una broma. Les dijo a los periodistas que habían salido de Shangri-La, que precisamente era el nombre de un club de jazz que Henry vio en su camino para encontrar a Sheldon.

Encontrarle a esta hora de la tarde resultó muy fácil. Henry no tuvo más que seguir a sus oídos, atento a las notas que salían del instrumento de Sheldon, una tonada que reconoció: «Writtin Paper Blues». Era la que había tocado en el club con Oscar. Muy apropiado porque Henry aún tenía que comprar el papel de carta para Keiko, entre otras cosas.

En los escalones de entrada de unos apartamentos, muy cerca de donde tocaba Sheldon, vio una pequeña montaña de calderilla en la funda del saxo de su amigo. Eso y un disco de vinilo, un 78, apoyado en un pequeño atril de madera. Era un atril muy parecido al que la madre de Henry utilizaba en la cocina para poner los pocos platos de porcelana de calidad que se podían permitir. Un pequeño cartel escrito a mano decía: «Tal como está grabado en el nuevo disco de Oscar Holden».

A Henry el público le pareció el mismo de siempre, pero para su agradable sorpresa, aplaudía con mucho más vigor mientras Sheldon tocaba con toda el alma. Aplaudieron con entusiasmo cuando acabó con una larga y dulce nota que sonó entre el ruido y el tintineo de las monedas de cinco, diez y veinticinco centavos que caían en el estuche. La montaña de monedas era más dinero del que Henry hubiese visto alguna vez, al menos en calderilla.

Sheldon saludó con el sombrero al público que se dispersaba.

—¿Henry, dónde ha estado el señorito? No te he visto corriendo por las calles desde hace ya dos, tres semanas.

Era verdad. Henry había estado tan ocupado en Camp Harmony, y en intentar ocultárselo a sus padres, que no había visto a Sheldon desde el Día E. Se sintió un poco culpable por haber estado tan ausente.

—Tengo un trabajo de fin de semana en Camp Harmony. Es aquel lugar…

—Lo sé. Lo sé todo de ese lugar. Lleva apareciendo en el periódico desde hace semanas. Pero ahora dime, ¿cómo por Dios bendito te has metido en esa intriga… ese trabajo?

Era una historia muy larga, y Henry ni siquiera sabía el final.

—¿Te lo puedo explicar después? Tengo que ocuparme de unos recados y se me hace tarde. Necesito un favor.

Sheldon se abanicaba con el sombrero.

—¿Dinero? Toma lo que necesites. —Señaló la funda llena con monedas plateadas. Henry intentó adivinar cuánto había, por lo menos veinte dólares, sólo con las monedas de cincuenta. Pero no era el objeto redondo y plano que necesitaba.

—Necesito tu disco.

Hubo un momento de silencioso asombro. Henry oyó a lo lejos la percusión de una batería en la planta alta de uno de los otros clubes donde ensayaban los músicos.

—Es curioso, me pareció oír… «Necesito tu disco» —dijo Sheldon—. Me sonó muy parecido a: «Necesito tu último disco». El único disco que poseo… donde toco yo. El único disco que quedaba en la tienda porque Oscar los vendió como rosquillas la semana pasada.

Henry miró a su amigo, y se mordió el labio inferior.

—¿Es eso lo que he oído? —preguntó Sheldon, al parecer en son de broma, pero Henry no estaba del todo seguro.

—Es para Keiko. Para su cumpleaños.

—Aaaayyyy. —Sheldon hizo como si le hubiesen dado una puñalada. Cerró los ojos y en su boca apareció una mueca de dolor—. Me has matado. Me has dado justo aquí. —Se palmeó el corazón y le dedicó a Henry una sonrisa dentuda.

—¿Eso significa que me lo das? Te puedo traer otro. Keiko y yo compramos uno, pero a ella no le permitieron llevarlo al campo y ahora está guardado en alguna parte. No puedo conseguirlo; lo más probable es que se haya perdido.

Sheldon se puso el sombrero, y ajustó la lengüeta del saxo.

—Te lo puedes llevar. Pero sólo porque es para un poder superior.

Henry no pilló la broma de Sheldon. De lo contrario, se hubiese puesto como un tomate y negado que de ninguna manera actuaba por amor.

—Gracias. Algún día te lo pagaré.

—Ve y tócalo. Ve y tócalo en aquel campo. Ve. Me gusta como suena. Será la primera vez que toque en un establecimiento blanco, aunque sea para un montón de japoneses, lo que se dice un público cautivo.

Henry sonrió y miró a Sheldon, que a ojos vistas esperaba una reacción al comentario. Henry se guardó el disco debajo de la chaqueta y echó a correr al tiempo que gritaba:

—¡Gracias, señor, y que tenga un buen día!

Sheldon sacudió la cabeza y sonrió antes de ponerse a ensayar para otra sesión vespertina.

* * *

Al día siguiente, Henry pasó por Woolworth’s cuando volvía a casa desde la escuela. En la vieja tienda se encontró con una multitud poco habitual; estaba abarrotada. Contó doce casetas que vendían bonos de guerra. El Elk’s Lodge tenía una. También el Venture Club. Todas mostraban un gigantesco termómetro de papel donde marcaban cuánto habían vendido, cada una compitiendo para superar a las demás. Una tenía incluso una imagen de cartón a tamaño real de Bing Crosby vestido con un uniforme del ejército. «¡Que cada día de paga sea un día para comprar bonos!», gritaba un hombre mientras repartía trozos de pastel y tazas de café.

Henry se abrió paso entre la muchedumbre, dejó atrás las casetas de brillante vinilo rojo y los taburetes del mostrador de los refrescos, y fue hacia la parte de atrás donde encontraría lo que necesitaba para Keiko. Compró papel de carta, artículos de pintura, tela y un cuaderno de dibujo con sus prometedoras hojas en blanco, un futuro todavía no escrito. Se apresuró a pagarle a la joven vendedora que sólo sonrió al ver su distintivo, y después corrió todo el camino hasta su casa, donde llegó quizá diez minutos tarde. Nada grave. Ni siquiera el tiempo para que su madre pudiese preocuparse. Guardó las cosas de Keiko junto con el disco en una vieja tina debajo de las escaleras en el callejón de atrás, y subió los escalones de dos en dos, ligero como una pluma.

Las cosas comenzaban a mejorar porque se había corrido la voz de que Chaz y sus amigos habían sido detenidos por la policía de Seattle, por los daños que habían causado en Nihonmachi. Si al final recibirían un castigo, nadie lo sabía. A los ciudadanos japoneses, aunque fuesen americanos, se les consideraba enemigos. ¿A quién le importaba lo que pasase con sus casas? De todas maneras, el padre de Chaz no tardaría mucho en saber que su niño de oro tenía un corazón negro, y ése ya sería castigo suficiente, razonó Henry, que sintió más alivio que alegría.

Después estaba Sheldon, que por fin comen/aba a gozar de los frutos monetarios de su labor musical. Siempre había atraído multitudes, pero ahora era una multitud que pagaba, y no simples curiosos que arrojaban centavos.

Junto con el regalo de cumpleaños, el último disco de Oscar Holden muy pronto iría de camino a Keiko. La canción era algo que podrían compartir, incluso si una valla de alambre de espino los mantenía separados y una torre con ametralladoras los vigilaba desde lo alto.

A pesar de la amargura de todo lo que había visto y la tristeza del éxodo forzoso a Camp Harmony, la situación era manejable, y la guerra no podía durar eternamente. Llegaría el día en que Keiko volvería a su casa, ¿no?

Henry silbaba cuando abrió la puerta del pequeño apartamento y vio a sus padres. El silbido murió en sus labios y Henry se quedó sin aliento. Ambos estaban sentados a la diminuta mesa de cocina. Desparramados sobre la mesa estaban los álbumes de Keiko. Los que él había ocultado con tanto trabajo debajo de los cajones de la cómoda. Centenares de fotos de familiares japoneses, algunos con los trajes tradicionales, otros con uniformes militares. Pilas y pilas de imágenes en blanco y negro. Unos pocos sonreían. Pero nadie parecía tan agrio como sus padres; sus rostros convertidos en estatuas de asombro, vergüenza y decepción.

Su madre murmuró algo con un indisimulado disgusto, su voz quebrada por la emoción mientras se iba a la cocina sacudiendo la cabeza.

Henry sostuvo la mirada furiosa de su padre, que cogió uno de los álbumes de fotos, lo rompió en dos por el lomo y lo arrojó al suelo, al tiempo que le gritaba en cantonés. Parecía más airado con las propias fotos que con su hijo. Pero Henry sabía que llegaba su turno.

«Bueno, lo más probable es que mantengamos una conversación de verdad», pensó Henry.

«Ya era hora, papá».

* * *

Henry dejó la compra en la mesa junto a la puerta principal, se quitó la americana y se sentó en la silla opuesta a su padre, con la mirada puesta en las fotos de Keiko y su familia, su familia japonesa, dispersas por la mesa y el suelo. Había unas cuantas fotos de sus padres vestidos con kimonos el día de la boda. Imágenes de los novios. Fotos de un hombre mayor, sin duda su abuelo, con el uniforme de gala de la marina imperial japonesa. Muchas familias japonesas habían quemado estas fotos. Otras habían ocultado estos recuerdos tan apreciados de quiénes eran y de dónde venían. Algunas habían llegado a enterrarlas. «Un tesoro enterrado», pensó Henry.

Habían pasado casi ocho meses desde que su padre había insistido en que sólo hablase en inglés. Algo que estaba a punto de cambiar.

—¿Qué tienes que decir? ¡Habla! —le ordenó su padre en cantonés.

Antes de que pudiese responder, su padre añadió:

—Te envié a la escuela. Conseguí que te aceptasen en una escuela especial. Lo hice por ti. Una escuela blanca de las mejores. ¿Y qué ha pasado? En lugar de estudiar, le hacías ojitos a esta chica japonesa. ¡Japonesa! Es una hija de los verdugos de mi gente. Tu gente. ¡Está manchada con su sangre! ¡Apesta a su sangre!

—Es americana… —afirmó Henry, en voz baja y en cantonés. Las palabras le resultaron extrañas. Ajenas. Como caminar por un lago helado, sin saber si aguantará tu peso o acabarás hundiéndote en las profundidades glaciales.

—¡Mira! ¡Míralo con tus propios ojos! —El padre sostuvo la página de uno de los álbumes, casi contra el rostro de Henry—, ¡esto no es americano! —Señaló la imagen de un hombre con el atuendo japonés tradicional—. Si el FBI encuentra estas cosas en nuestra casa, nuestra casa chino-americana, pueden arrestarnos. Despojarnos de todo. Pueden meternos en la cárcel e imponernos una multa de cinco mil dólares por ayudar al enemigo.

—Ella no es el enemigo —contestó Henry, con un tono un poco más alto, el corazón desbocado y las manos temblorosas por la impotencia, por la furia que nunca se había permitido sentir—. Ni siquiera la conoces. Nunca la has conocido. —Cerró la boca y apretó las mandíbulas.

—No me hace falta. ¡Es japonesa!

—Nació en el mismo hospital donde nací yo, en el mismo año. ¡Es americana! —gritó Henry, con tanta fuerza que él mismo se asustó. Nunca le había hablado de esa manera a un adulto, y mucho menos a su padre, al que le habían enseñado a reverenciar y respetar.

Su madre había salido de la cocina por un momento para retirar un florero de la mesa. Henry vio la sorpresa y la desilusión en su rostro ante el hecho de que su hijo pudiese ser tan desobediente. La expresión se transformó casi en el acto en otra de resignada aceptación, pero al hacerlo descargó la culpa sobre los pequeños hombros de Henry. Él apoyó la cabeza en las manos, avergonzado de haber hablado a gritos delante de su madre, que se volvió como si Henry no hubiese dicho nada. Como si no estuviese allí. Desapareció en el interior de la cocina antes de que Henry pudiese añadir una palabra.

En el momento en que Henry se volvió, su padre ya estaba junto a la ventana abierta con una brazada de las fotos de Keiko. Miró a Henry, con el rostro impasible que sin duda era la máscara de su desilusión. Después dejó caer las fotos, los álbumes, las cajas. Se desparramaron en el aire y cubrieron el suelo del callejón con cuadrados blancos, rostros perdidos que no miraban a nadie.

Henry se agachó para recoger el álbum roto. Su padre se lo arrebató de las manos y lo lanzó por la ventana. Oyó cómo golpeaba contra el pavimento, con el sonido de una bofetada.

—Ella nació aquí. Su familia nació aquí. Tú ni siquiera naciste aquí —le susurró Henry a su padre, que desvió la mirada, sin hacer el menor caso de las palabras de su hijo.

«Cumpliré trece años el mes que viene; quizás esto es lo que significa dejar de ser un chico y comenzar a ser otra cosa», pensó Henry, mientras se ponía la americana e iba hacia la puerta. No podía dejar las fotos en el callejón. Miró a su padre.

—Voy a recoger las fotos. Le dije que las guardaría hasta su regreso. Voy a cumplir con mi promesa.

Su padre señaló la puerta.

—Si sales por esa puerta, si sales por esa puerta ahora, ya no serás parte de esta familia. Ya no serás chino. Ya no serás nunca más parte de nosotros. No serás parte de mí.

Henry ni siquiera titubeó. Sujetó la manija y sintió la frialdad y la dureza del latón en la mano. Miró atrás y dijo en su mejor cantonés:

—Soy lo que tú me has hecho, padre. —Henry abrió la puerta—. Soy un americano.