Pasos (1986)

Después de la cena, Henry insistió en lavar los platos. Samantha había hecho un maravilloso trabajo en la cocina. Al entrar había casi esperado encontrar las cajas del Jumbo Seafood Restaurant ocultas debajo del fregadero o al menos los libros de cocina, manchados en la página de la receta de la salsa de ostras, en cualquier parte. En cambio, la cocina estaba limpia y ordenada; ella había ido lavando las sartenes a medida que cocinaba, de la manera que hacía él. Secó y guardó los pocos platos que quedaban y puso en 1 enrojo las fuentes.

Cuando asomó la cabeza para darle las gracias, era demasiado Urde. Samantha se había quitado los zapatos y dormía en el sofá, con un suave ronquido. Henry miró la botella de vino de ciruela medio llena y sonrió, antes de abrigarla con una colcha verde que había tejido Ethel. Su esposa siempre había sido hábil, pero tejer se había convertido en un pasatiempo necesario. Le daba algo que hacer con las manos mientras estaba en quimioterapia. Henry siempre se había sorprendido al ver que tejía sin problemas, con una cánula intravenosa en el brazo, pero a ella no parecía importarle.

Notó una corriente de aire y al volverse vio que estaba abierta la puerta principal. Vio la silueta de su hijo detrás de la puerta mosquitera. Las polillas volaban alrededor de la lámpara de la galería, golpeaban contra el cristal, atraídas sin remedio hacia algo que nunca podrían tener.

—¿Por qué no os quedáis a pasar la noche? —preguntó Henry, que abrió la puerta mosquitera para ir a sentarse junto a Marty mientras esperaba una respuesta—. Ella se ha dormido, y es demasiado tarde para conducir.

—¿Quién lo dice? —replicó Marty.

Henry frunció el entrecejo. Sabía que su hijo se ponía de los nervios cuando parecía que él le mandaba, aunque lo hiciese en el mejor de los tonos. Éstas eran las ocasiones en las que él y Marty parecían discutir sólo por el placer de la discusión. Y nunca ganaba ninguno de los dos.

—Sólo digo que es tarde…

—Lo siento, papá —le interrumpió Marty, arrepentido de su propia reacción—. Creo que estoy cansado. Éste ha sido un año difícil. —Marty tenía un cigarrillo sin encender en la mano. Ethel había sucumbido al cáncer cuando le llegó a los pulmones. Henry había dejado de fumar hacía años, pero a Marty le costaba. Lo había dejado cuando su madre cayó enferma, pero de cuando en cuando fumaba alguno a escondidas. Henry sabía lo culpable que se había sentido su hijo por fumar mientras su madre se moría por un cáncer de pulmón.

Marty arrojó el cigarrillo a la calle.

—No dejo de pensar en mamá y lo mucho que han cambiado las cosas en estos últimos años.

Henry asintió al tiempo que miraba más allá de la acera. Miró a través de la ventana de la casa de su vecino. Tenían encendido el televisor y miraban un programa de variedades hispano. «El barrio no deja de cambiar», pensó Henry, mientras miraba hacia la panadería coreana y la tintorería que llevaba una agradable familia armenia.

—¿Te puedo preguntar una cosa, papá?

Henry asintió.

—¿Mantuviste a mamá en casa sólo para hacerme rabiar?

Henry siguió con la mirada una camioneta que pasaba por el callejón.

—¿Tú qué crees? —Lo preguntó sabiendo la respuesta, pero sorprendido de que su hijo pudiese formularle una pregunta tan directa.

Marty se levantó para ir donde estaba el cigarrillo que había tirado a la calle. Henry creyó que quizá recogería el cigarrillo sucio y lo encendería. En cambio, Marty lo aplastó con el tacón hasta hacerlo pedazos.

—Es lo que creía. No le encontraba el menor sentido. Me refiero a que éste no es lo que se dice un barrio de lujo; podríamos haberla llevado a algún lugar con vistas, con una habitación muy cómoda —Marty sacudió la cabeza—. Creo que ahora lo comprendo. No importa lo bonita que sea la casa; lo importante es que la sientas como tu hogar.

Henry oyó el ruido de la camioneta a lo lejos.

—¿Yay Yay sabía lo de Keiko? —preguntó Marty—. ¿Mamá lo sabía?

Henry se levantó para desperezarse y se sentó de nuevo.

—Tu abuelo lo sabía, porque se lo dije. —Miró a su hijo con la voluntad de evaluar su reacción—. Después de aquello dejó de hablarme.

Le había contado a su hijo muy poco de su infancia, y casi nunca había compartido las historias del abuelo de Marty. Su hijo tampoco había preguntado mucho. La mayor parte de lo que sabía se lo había dicho su madre.

—¿Qué me dices de mamá?

Henry soltó un gran suspiro y se frotó las mejillas, que se había olvidado de afeitar por la conmoción de los últimos días. La barba le recordó todos aquellos meses; los años dedicados al cuidado de Ethel. Cómo pasaban los días sin que él saliese de casa, cómo se había afeitado sin ningún motivo real, sólo por puro hábito. Al cabo de un tiempo se había despreocupado. Vivía con alguien que no se daba cuenta, que no podía darse cuenta.

—No estoy seguro de lo que sabía tu madre. Nunca lo hablamos.

—¿No hablasteis de viejos amores? —preguntó Henry.

—¿Qué viejos amores? —Henry rió por un momento—. Yo fui el primer chico con el que salió. En aquellos tiempos era diferente. No como ahora.

—Pero tú tuviste uno. —Marty recogió el cuaderno de dibujo que estaba en los escalones, junto a su americana.

Henry lo cogió. Fue pasando las páginas, tocó las marcas donde el lápiz de Keiko había volado por el papel. Sintió la textura de los dibujos. Se preguntó por qué ella había dejado los cuadernos. Por qué lo había dejado todo atrás. Por qué lo había hecho él también.

Durante todos estos años, Henry había amado a Ethel. Había sido un marido leal y dedicado, pero siempre se había desviado de su camino para no pasar por delante del Hotel Panamá y encontrarse con el recuerdo de Keiko. De haber sabido que sus pertenencias aún estaban allí…

Henry le devolvió el cuaderno a su hijo.

—¿No lo quieres? —preguntó Marty.

Henry se encogió de hombros.

—Tengo el disco. Es suficiente. —«Un disco roto», pensó.

«Dos mitades que nunca volverán a sonar».