Cena (1986)

Henry comprobó con gran sorpresa que Samantha era una cocinera excelente. Sentía una afinidad especial con cualquiera que 111 viera talento en la cocina, dado que él mismo se ocupaba de cocinar la mayor parte de lo que se comía en su casa. Incluso antes de que su esposa Ethel cayese enferma, le gustaba cocinar. Pero después de la aparición del cáncer, toda la responsabilidad de la cocina —además de la limpieza y la colada— recayó sobre sus hombros. No le importó. Ella padecía tanto dolor, siempre enferma, siempre sufriendo por el cáncer o la radiación, que destruía sus entrañas. Ambas cosas destrozaban su pequeño y delicado cuerpo. Lo menos que podía hacer Henry era cocinar para tilla sus platos preferidos: los fideos fritos o las natillas de mango con menta. Aunque cerca del final, por maravilloso que sonase el menú, tenía muy poco apetito. Era lo único que Henry podía hacer para que Ethel comiese algo. Al final, ella lo único que deseaba era irse, necesitaba irse.

Al pensarlo tuvo que reprimir una ola de melancolía, mientras su hijo proponía un brindis con la taza de huang jou, un vino fermentado que sabía a alcohol etílico.

—Por una búsqueda exitosa en la cápsula del tiempo del solano del Hotel Panamá.

Henry levantó la taza, pero sólo bebió un sorbo. Marty y Samantha apuraron las suyas, y torcieron el gesto cuando la bebida les hizo lloriquear.

—Vaya, sí que quema —se quejó Marty.

Su padre, sonriendo, le llenó la taza con el claro líquido de aspecto inocente que se podía emplear sin problemas para limpiar la grasa de los recambios de coche usados.

—Por Oscar Holden, y los discos extraviados —brindó Samantha.

—No, no, no. No me sirvas más. Conozco mi límite. —Marty le bajó el brazo hasta apoyarlo de nuevo en la mesa redonda en un rincón del pequeño comedor que también era la sala de estar de Henry. Un lugar tranquilo y discreto, con muchas plantas, como la planta de jade que Henry había cuidado desde el nacimiento de Marty. Las paredes estaban cubiertas con fotos de familia, coloridas y brillantes en contraste con las paredes una vez blancas y que ahora se veían opacas y amarillentas, oscurecidas en los rincones como dientes con manchas de café.

Henry miró a su hijo y a la joven de la que evidentemente estaba tan enamorado. Con las tazas en las manos. Con las bocas ardiendo. Qué diferentes eran, y qué poco importaba. Las diferencias eran inapreciables. Tan parecidos, y tan felices. Resultaba difícil saber dónde acababa uno y empezaba el otro. Marty era feliz. Con éxito, buen estudiante, feliz. ¿Qué más podía desear cualquier padre de su hijo?

Al contemplar la montaña de cáscaras de cangrejo y la fuente de choy sum vacía, comprendió que Samantha era tan buena cocinera como Ethel en sus mejores días, y también como él. Marty había escogido bien.

—¿Quién tomará postre?

—Estoy que reviento —protestó Marty, y apartó el plato.

—Siempre hay un hueco… —le recordó Henry en el momento en que Samantha salía de la cocina con una bandeja pequeña.

—¿Qué es? —preguntó Henry, sorprendido. No podía ser el helado de té verde.

—Lo preparé especialmente para mi futuro suegro; el helado es para mí. Pero esto —dejó la fuente con unos delicados dulces delante de Henry—, es para las grandes ocasiones: es barba de dragón.

Henry no lo probaba desde mucho antes de que Ethel cayese enferma. Mordió la golosina, hecha de pasta de coco rallado y semillas de sésamo y envuelta en algodón de azúcar, y vio la sonrisa de Marty, que asentía como si le dijese: «Lo ves, papá, sabía que te caería bien».

Estaba deliciosa.

—Lleva años aprender a prepararla, ¿cómo has…?

—He estado practicando —le explicó Samantha—. Hay veces en las que hay que ponerse. Intentar lo más difícil. Como usted y su novia de la infancia.

Henry se atragantó un poco con el bocado. Acabó de tragar y se aclaró la garganta.

—Veo que mi hijo ha estado compartiendo historias.

—No pudo evitarlo. Además, ¿nunca se ha preguntado qué pudo haber sido de ella? Sin querer faltarle el respeto a su esposa, |)ero esa chica, sea quien sea, quizás aún esté en alguna parte. ¿No siente curiosidad por saber dónde está, dónde podría estar?

Henry miró su taza de vino. Se la acabó de un trago lento. Soportó el escozor en la garganta y contuvo las lágrimas que intentaron formarse en sus ojos, sintió cómo se le despejó la nariz con el ardor. Dejó la taza y miró a Samantha y Marty. Sopesó sus expresiones, esperanza e ilusión a partes iguales.

—He pensado en ella. —Henry buscó las palabras, dudando de cuál podía ser la reacción de Marty. Sabía cuánto amaba su hijo a Ethel, y no quería mancillar su memoria. «He pensado en ella. Podo el tiempo. Ahora mismo. Estaría mal si te lo dijese, ¿verdad?»—. Pero, aquello fue hace mucho tiempo. Las personas crecen. Se casan, crean una familia. La vida continúa.

Henry había pensado en Keiko muchas veces en el transcurso de los años; desde el anhelo a una discreta y sombría aceptación, a desearle sinceramente todo lo mejor, que fuese feliz. Fue entonces cuando comprendió que la amaba. Más de lo que había sentido en todos aquellos años. La amaba tanto como para dejarla ir, para no remover el pasado. Además, tenía a Ethel, que había sido una esposa que lo había amado. Por supuesto, él también la había amado. Cuando cayó enferma, se hubiese cambiado por ella de haber podido. Por verla levantada y caminando de nuevo, se hubiese acostado sin dudarlo en aquella cama de hospital. Pero al final, él era quien había tenido que continuar viviendo.

El día que vio salir a la luz todas aquellas cosas del sótano del Hotel Panamá, se había permitido preguntarse y desear. Por un disco de Oscar Holden que nadie creía que existiese. La prueba de una niña que una vez había amado a Henry por ser quien era, a pesar de que pertenecía al otro lado del barrio.

Marty observó a su padre, ensimismado.

—Sabes, papá, tienes sus cosas, por lo menos sus cuadernos de dibujo. Me refiero a que incluso si está casada, creo que agradecería recuperarlos. Si tú fueses quien se los devolviese, bien podría ser una bonita coincidencia.

—No tengo idea de dónde está —afirmó Henry, mientras su hijo le llenaba la taza con más vino—. Quizá ni siquiera vive, cuarenta años es mucho tiempo. Casi nadie ha reclamado nada del Panamá. Casi nadie. Las personas no miran atrás, máxime si no hay nada por lo que volver, así que siguen adelante.

Era verdad. Henry lo sabía. Por la expresión de su rostro, vio que Marty también lo sabía. Así y todo, nadie creía que el disco aún existiese, y lo había encontrado. ¿Quién sabía qué más encontraría si buscaba con ahínco?