Al día siguiente, Henry simuló estar enfermo, y llegó al extremo de negarse a comer. Pero sabía que no podría engañar durante mucho más a su madre, si es que la estaba engañando. Lo más probable era que no, y que ella se mostrase lo bastante comprensiva como para aceptar los síntomas inventados, así como la excusa que le había servido para justificar el ojo a la funerala, cortesía de Chaz. Henry le dijo que había «chocado» con alguien en las atestadas calles. No dio más explicaciones. El engaño sólo servía si su madre aceptaba ser cómplice, y él no quería abusar de la suerte.
Por consiguiente, el jueves Henry hizo lo que llevaba temiendo toda la semana. Se preparó para ir a la escuela, volver a la clase de sexto grado de la señora Walker. Solo.
Durante el desayuno, su madre no le preguntó si se sentía mejor. Lo sabía. Su padre, mientras tanto, comía un tazón de jook y leía el periódico, sufriendo por la serie de victorias japonesas en Bataan, Birmania y las islas Salomón.
Henry le miró sin decir palabra. Incluso si le hubiesen permitido hablar a su padre en cantonés, no le hubiese dicho nada. Quería culparle porque se hubiesen llevado a la familia de Keiko. Culparle por no hacer nada, pero al final no supo de qué echarle la culpa. ¿Por no importarle? ¿Cómo podía culpar a su padre, cuando tampoco parecía importarle a nadie más?
Su padre debió intuir la mirada. Dejó el periódico a un lado y miró a Henry, que le sostuvo la mirada sin parpadear.
—Tengo algo para ti. —Su padre metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un distintivo. Éste decía Soy americano en letras mayúsculas rojas, blancas y azules. Se lo dio a Henry, que lo miró furioso y rehusó aceptarlo. Su padre dejó el distintivo en la mesa sin alterarse.
—Tu padre quiere que lo lleves. Mejor ahora que están evacuando a los japoneses de Seattle —explicó su madre. Llenó un cuenco con una espesa sopa de arroz y lo dejó humeante y caliente delante de Henry.
De nuevo aquella palabra: «evacuando». Ni siquiera cuando su madre lo dijo en cantonés, tenía el menor sentido. ¿Evacuándoles de dónde? Le habían arrebatado a Keiko.
Henry recogió el distintivo de la mesa y su cartera, y se marchó furioso. Dejo el humeante cuenco de sopa sin tocar. Ni siquiera dijo adiós.
En el camino a la escuela, los otros chicos que iban en dirección opuesta hacia la escuela china no le dijeron ni una palabra cuando se cruzaron. La expresión de su rostro debía llevar una advertencia. O quizá fuera que guardaban silencio de puro asombro por las calles vacías y tapiadas de Nihonmachi, unas pocas manzanas más allá.
No muy lejos de su casa, Henry encontró el primer contenedor de basura y arrojó el distintivo a la montaña de desperdicios: botellas rotas que no se podían reciclar para el esfuerzo de guerra, y los carteles pintados a mano que cuarenta y ocho horas antes habían sostenido en alto las entusiastas multitudes que daban vivas a la evacuación.
Aquel día en la escuela, la señora Walker estaba ausente, así que tenían a un substituto, el señor Deacons. Los demás chicos parecían muy preocupados en descubrir hasta dónde podían aprovecharse mientras el nuevo maestro se las apañaba lo mejor que podía con las materias, y dejó solo a Henry en el fondo del aula.
Tenía la sensación de que podía desaparecer. Quizá lo había hecho. Nadie le llamaba. Nadie le dirigía la palabra, y él lo agradecía.
El comedor, en cambio, era algo diferente. La señora Beatty parecía disgustada de verdad por la ausencia de Keiko. Henry no terminaba de saber si la desilusión era por las injustas circunstancias de su súbita partida, o sólo porque tenía que ayudar más en la limpieza de la cocina después de servir las comidas. Maldecía por lo bajo cuando trajo la última bandeja con el segundo plato, que llamó pollo katsu-retsu. Henry no sabía qué significaba, pero por el aspecto parecía comida japonesa. En cualquier caso, comida americana-japonesa. Pechugas de pollo empanadas con puré. La comida tenía buen aspecto. Olía bien.
—Dejemos que la prueben, a ver qué les parece… —fue todo lo que añadió antes de marcharse con sus cigarrillos.
Si los compañeros de Henry sabían que el plato principal de hoy era comida japonesa, no se dieron cuenta y no pareció importarles. Pero la ironía golpeó a Henry como un martillazo. Sonrió al comprender que en la señora Beatty había más de lo que parecía a primera vista.
Los otros chicos, en cambio, no le depararon ninguna sorpresa.
—¡Mirad, se dejaron uno! —se burló un grupo de alumnos de cuarto mientras él les servía—, ¡que alguien llame al ejército; hay uno que se escapó!
Henry no llevaba el distintivo. No llevaba el viejo. Tampoco el nuevo. Ninguno de los dos hubiese servido. «¿Cuántos días más?», pensó Henry. Sheldon había dicho que la guerra no duraría para siempre. «¿Cuántos días más tendré que seguir soportando todo esto?». Como si su plegaria hubiese sido respondida por un dios cruel y vengativo, apareció Chaz, que deslizó su bandeja delante de Henry.
—¿Se han llevado a tu chica, Henry? Quizás así aprenderás a no frater… frater… a no salir con el enemigo. Malditos japoneses traicioneros. Lo más probable es que estuviese envenenando nuestra comida.
Henry llenó un cucharón con pollo y puré y levantó el brazo con la mirada puesta en la frente de simio de Cliaz. Fue entonces cuando vio unos dedos gruesos como salchichas que se cerraban sobre su antebrazo y le detenían. Volvió la cabeza y se encontró con la señora Beatty detrás de él. Le quitó el cucharón de la mano y miró a Chaz.
—Lárgate, no queda más comida.
—¿Qué quiere decir? Hay más comida…
—La cocina está cerrada para ti. Largo.
Henry observó lo que únicamente podía describir como el rostro de combate de la señora Beatty. Una expresión dura como las que se veían en los noticiarios de los soldados en instrucción, aquella expresión pétrea de alguien cuyo oficio es herir y matar.
Chaz parecía un cachorro que se ha meado y al que le acaban de restregar el hocico en su propio orín. Se alejó con la bandeja vacía, y, llevado por el malhumor, apartó de su camino a un chiquillo de un empellón.
—Nunca me ha caído bien —comentó la señora Beatty, mientras Henry se ocupaba de servir a los últimos chicos de la cola, que parecían la mar de contentos al ver que le habían parado los pies al matón de la escuela—. ¿Quieres ganarte un dinero el sábado? —le preguntó la robusta cocinera.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, tú. ¿El sábado tienes que hacer alguna otra cosa?
Henry sacudió la cabeza, en parte confundido y asustado por esta mujer, con aspecto de tanque, que acababa de dejar la marca de sus cadenas en el trasero de los pantalones de Chaz.
—Me han pedido que ayude a montar un comedor, como contratista civil para el ejército, y me vendría bien alguien que trabaje duro y sepa cómo me gusta hacer las cosas. —Miró a Henry, que no acababa de creerse lo que oía—, ¿tienes algún problema?
—No. —No lo tenía. Ella cocinaba, Henry preparaba el mostrador y servía, retiraba las bandejas y fregaba. Era un trabajo duro, pero estaba acostumbrado. Por mucho que le hiciese trabajar en la cocina de la escuela, nunca había tenido una palabra de reproche para Henry. Por supuesto, tampoco le había dicho una palabra amable.
—Bien. Entonces quedamos aquí el sábado por la mañana a las ocho. No llegues tarde. Te pagaré diez centavos la hora.
«Todo es dinero», pensó Henry, todavía asombrado por haber visto a Chaz marcharse como un perro con la cola entre las patas.
—¿Dónde vamos a trabajar?
—En Camp Harmony. Está en Puyallup Fairgrounds, cerca de Tacoma. Tengo la sensación de que lo has oído mencionar. —Miró a Henry, con el rostro pétreo como siempre.
Henry sabía exactamente dónde estaba. Lo había buscado en el mapa.
Quiso decir «Estaré aquí el sábado a las Ocho de la mañana en punto, no me lo perdería por nada del mundo», pero lo único que le salió fue:
—Muchas gracias.
Si la señora Beatty sabía cuánto significaba para Henry, no lo demostró.
—Aquí están —la cocinera cogió la caja de cerillas y se marchó con su comida—. Llámame cuando hayas acabado.
Henry tenía una única meta cuando llegó el sábado. Una misión. Encontrar a Keiko. Después, ¿quién podía saberlo? Ya lo pensaría más tarde.
No acababa de entender del todo la oferta de la señora Beatty, pero no se atrevía a preguntar. Era una mujerona que impresionaba, y una persona de pocas palabras. Así y todo, estaba agradecido. Comunicó a sus padres que ella le pagaría por ayudarla en la cocina los sábados. Su explicación no era del todo verdad, pero tampoco era mentira. Él la estaría ayudando en la cocina de Camp Harmony, a casi setenta kilómetros al sur.
Esperó a la señora Beatty en las escaleras de atrás de Rainier Elementary. Estaba sentado en el umbral de la cocina cuando llegó ella al volante de una camioneta Plymouth roja. Parecía que la habían lavado hacía poco, pero los enormes neumáticos con banda blanca estaban salpicados con el barro de las calles mojadas de Seattle.
La señora Beatty arrojó la colilla al charco más próximo, y observó cómo chisporroteaba.
—Sube —le ordenó, y la camioneta se sacudió entera cuando subió la ventanilla con su grueso brazo.
«Buenos días a usted también», pensó Henry mientras daba la vuelta a la camioneta, con el deseo de que ella quisiera decir al asiento delantero y no a la parte de atrás. Al mirar en la caja, sólo vio unos bultos en forma de cajones, tapados con una lona y sujetos con una gruesa cuerda, Henry se acomodó en el asiento. Sus padres no tenían coche, aunque por fin habían ahorrado para comprarse uno. Pero su padre opinaba que con el racionamiento de la gasolina, no tenía ningún sentido comprarlo ahora. Así que viajaban en el autobús. En contadas ocasiones iban en el coche de la tía King, por lo general si tenían que asistir a algún acto de la familia: una boda, un funeral, el cumpleaños o el aniversario de oro de algún pariente anciano. Estar en un coche siempre era algo excitante y muy moderno. No tenía ninguna importancia saber adónde iban, o cuánto tardarían en llegar allí: siempre le latía el corazón deprisa, como hoy. ¿O era así por pensar que vería a Keiko?
—No te pagaré el tiempo del viaje.
Henry no tuvo claro si era una afirmación o una pregunta.
—No importa —respondió. «Me siento feliz sólo con ir. Es más, trabajaría gratis».
—El ejército no me paga el kilometraje, sólo me llena el tanque de ida y vuelta.
Henry asintió como si fuese lo más lógico. Al parecer la señora Beatty estaba empleada a media jornada en el comedor, y éste bien podía ser un trabajo similar.
—¿Estuvo en el ejército? —le preguntó.
—En la marina mercante. Mejor dicho, papá, incluso antes de que la Comisión Marítima le diese esa denominación oficial. Era jefe de cocina a bordo del City of Flint; yo le ayudaba cada vez que estaban en el puerto. Listas de avituallamiento, confección del menú, preparación y almacenamiento. Incluso navegué con él dos meses en un viaje a Hawai. Él solía llamarme su pequeña sombra.
Henry fue incapaz de imaginar que la señora Beatty hubiese sido pequeña alguna vez.
—Era tan buena en el trabajo, que me pedía ayuda cada vez que su barco entraba a puerto. Me ponía a trabajar durante unos días en esto y aquello. Su mejor amigo, el camarero jefe, era casi como un tío. Te hubiese gustado, también era chino. Así eran las cosas en aquellos barcos, todos los cocineros eran chinos o de color.
A Henry le llamó la atención.
—¿Le ve con frecuencia?
La señora Beatty se mordió el labio inferior durante un momento, la mirada fija hacia adelante.
—Solía enviarme postales desde Australia, Nueva Guinea. Lugares así. Ya no las recibo. —Había una nota de tristeza en su voz—. Los alemanes capturaron el barco de papá hace dos años. Recibí una foto suya en un campo de prisioneros, a través de la Cruz Roja, al principio unas pocas cartas, pero no he vuelto a saber nada más desde hace un año.
«Lo siento», pensó Henry, pero no lo dijo. La señora Beatty tenía la costumbre de monologar y él se había acostumbrado al papel de oyente.
La cocinera se aclaró la garganta e hinchó los carrillos. Después tiró el cigarrillo a medio fumar por la ventanilla y encendió otro.
—El caso es que alguien de por allí sabía que podía cocinar para toda una manada y también llevar el control de las raciones para los chicos. Me llamaron y me fue imposible decir que no. —Miró a Henry, como si de alguna manera él fuese el responsable—. Y aquí estamos.
Efectivamente, aquí estaban. En la camioneta de la señora Beatty, dando botes por la carretera, a lo largo de kilómetros de tierras de cultivo al sur de Tacoma. Henry pensó en la señora Beatty y su padre ausente, mientras miraba los prados donde pacían las vacas y los caballos de tiro, más grandes y musculosos que cualquiera de los que Henry hubiese visto antes. Eran granjas de verdad, y no los huertos en los jardines de las casas de Seattle.
Henry no sabía qué esperar. ¿Sería como el lugar donde tenían prisionero al padre de la señora Beatty? No podía ser tan malo. Había oído que Camp Harmony era un lugar temporal, sólo hasta que el ejército supiese cómo y dónde construir campos permanentes tierra adentro. Permanentes. A Henry no le gustaba el sonido de la palabra. No obstante, continuaban llamándolo «campo», que sonaba bonito, de una manera que incluso Henry sabía que probablemente era falsa. De todas maneras, el hermoso panorama y la campiña consiguieron levantar sus ánimos. Nunca había estado en un campo de verano, pero una vez vio una foto en la revista Boys Life: cabañas junto a un lago, que parecía un espejo al atardecer. Hogueras y excursiones de pesca. Personas sonrientes, despreocupadas, que se divertían.
Nada parecido a la pintoresca ciudad de Puyallup, una pequeña comunidad agrícola rodeada por hectáreas de narcisos. Había invernaderos repartidos por los vastos campos amarillos con el telón de fondo del Mount Rainier nevado, que dominaba el horizonte. A su paso por el bulevar principal, flanqueado por casas de artesanía camino de Pioneer Park, Henry vio en los escaparates de muchos locales carteles que decían «Fuera japos». Los carteles eran un severo aviso de que Camp Harmony no era un campo de verano. Y de que nadie se marcharía en un futuro próximo.
Henry bajó la ventanilla y le echó atrás el olor acre del estiércol de caballo fresco, ¿o era de boñiga de vaca? ¿En realidad, había alguna diferencia? Por lo que él sabía el apestoso olor podía ser de cabra o de gallina. En cualquier caso, desde luego distaba mucho de ser el aire fresco y salado de Sea Ule.
Cerca del centro de Puyallup entraron en un aparcamiento gigante. Henry miró asombrado los enormes establos y los edificios auxiliares que rodeaban al Washington State Fairgrounds. Por el tamaño de los silos, comprendió que ésta era claramente una región agrícola. Nunca había estado en la feria, y todo el lugar era mucho más grande de lo que hubiese podido imaginar. La extensión que ocupaba la feria era tan grande, o quizá más, que todo el Barrio Chino.
Había un gran estadio de madera que necesitaba una mano de pintura y lo que parecía un corral de rodeo o un pabellón para ganado. Detrás había un espacio abierto con centenares de gallineros en hileras. Toda la zona estaba rodeada con una cerca de alambre de espino.
Entonces vio a las personas que entraban y salían de aquellos pequeños edificios. Vio las torres cerca de la alambrada. Desde donde estaba pudo ver los soldados y las ametralladoras. Los reflectores apagados que apuntaban al terreno desierto. Henry ni siquiera necesitó ver el cartel encima de la reja. Éste era Camp Harmony…
Henry nunca había estado en una cárcel. La única vez que había ido al ayuntamiento con su padre para recoger un permiso de reunión, la imponente naturaleza del lugar le había asustado. La fachada de mármol, las frías losas de granito en el suelo. Todo tenía un peso que además de imponer respeto, intimidaba.
Tuvo la misma sensación cuando entraron en el espacio entre las dos grandes rejas metálicas. Ambas estaban cubiertas con alambre de espino y un rollo en la parte superior con unas puntas que parecían tan afiladas como cuchillos de cocina. Henry permaneció inmóvil, mejor dicho, aterrorizado. No se movió cuando un policía militar se acercó a la ventanilla para ver los documentos de la señora Beatty. Henry ni siquiera se movió para asegurarse de que el distintivo Soy chino se veía con toda claridad. «Éste es un lugar donde alguien como yo entra pero no sale. Sólo es otro prisionero de guerra japonés, aunque sea chino».
—¿Quién es el chico? —preguntó el soldado. Henry miró al hombre de uniforme, que no se parecía en absoluto a un hombre. En realidad no era más que un muchacho, con el rostro fresco y granujiento. Tampoco parecía muy entusiasmado de verse en un lugar como éste.
—Es mi ayudante de cocina. —Si a la señora Beatty le preocupaba conseguir que Henry entrase en Camp Harmony, no lo demostraba en absoluto—. Le he traído para que trabaje de pinche, me ayude con las bandejas, a servir, y cosas por el estilo.
—¿Tiene los documentos?
«Aquí es cuando me detienen», pensó Henry, con la mirada puesta en el alambre de espino. Se preguntó a cuál de los gallineros le enviarían.
Henry vio que la fornida cocinera sacaba unos papeles de debajo del asiento.
Aquí tiene el registro escolar, donde dice que es ayudante de cocina. También está el carné de vacunas. —Miró a Henry—. Para entrar tienes que estar vacunado contra el tifus. Lo comprobé y tú estás vacunado. —Henry no lo entendió del todo, pero de pronto se sintió agradecido de que le hubiesen enviado a aquel colegio. Agradecido por tener que pagar su beca trabajando en la cocina todos estos meses. De no haber tenido que trabajar en la cocina, nunca hubiese llegado hasta aquí, tan cerca de Keiko.
El soldado y la señora Beatty discutieron durante un momento, pero el hombre más fuerte, o en este caso, la mujer, acabó por ganar, porque el soldado le indicó con un gesto que pasase al otro lado de la barrera, donde había otros vehículos descargando.
La señora Beatty aparcó en la zona de carga y descarga y puso el freno de mano. Henry se apeó de la camioneta y se hundió en el barro hasta los tobillos. El barro hizo un sonido parecido a descorchar una botella cada vez que movió un pie, hasta que llegó a las tablas que formaban una improvisada pasarela. Se quitó el barro lo mejor que pudo y restregó las suelas en las tablas mientras caminaba detrás de la señora Beatty hasta el edificio más cercano. Oía el chapoteo de los zapatos y los calcetines empapados. En el camino, Henry olió que cocinaban algo. No algo necesariamente agradable, pero algo.
—Espera aquí —le dijo la señora Beatty, y entró en la cocina. Reapareció un par de minutos más tarde acompañada por un recluta con ropa de fajina y desató la lona para dejar a la vista las cajas de shoyu, vinagre de arroz y otros productos de cocina japonesa.
Entre los dos descargaron las provisiones, con la ayuda de Henry y otros cuantos jóvenes con delantales y gorros blancos; soldados que trabajaban en la cocina. Se instalaron en un comedor de unos catorce metros de largo, con varias filas de mesas y viejas sillas plegables marrones. Las tablas del suelo eran un tapizado de manchas de grasa salpicadas con las huellas de las botas enfangadas. Henry se sorprendió ante lo cómodo que se sentía. El campo le asustaba, pero la cocina… la cocina era como su casa. Sabía cómo moverse.
Espió debajo de las tapas de las filas de bandejas humeantes, más del doble de las que había en la escuela. Ya habían preparado la comida. Henry miró los montones, algunos marrones, otros grises: salchichas de bote, patatas hervidas y pan seco mohoso; sólo el olor a grasa bastó para que añorase la comida de Rainier Elementary. Al menos los ingredientes que había traído la señora Beatty ayudarían a mejorarla un poco.
Henry observó cómo ella y otro joven soldado se ocupaban de repasar listas y formularios. Le habían destinado a servir, junto con un recluta con delantal que miró a Henry y dio un salto. ¿Era la edad de Henry o su raza lo que inquietó al joven de uniforme? No tenía importancia. El soldado se encogió de hombros y comenzó a servir. Henry se dijo que debía de estar acostumbrado a cumplir las órdenes.
Los primeros prisioneros japoneses que entraron tenían el pelo y las ropas mojadas por la lluvia. Unos pocos conversaban animadamente entre ellos, aunque algunos mostraban una expresión agria o fruncían el entrecejo cuando veían lo que Henry les servía en el plato. Sintió el deseo de disculparse. A medida que avanzaba la cola, Henry vio a los chiquillos en el exterior que jugaban en el barro mientras sus padres esperaban su turno.
—Konichi-wa… —le dijo un joven a Henry cuando deslizó la bandeja por el mostrador de acero para ponerla delante de las fuentes con la comida.
Henry se limitó a señalar el distintivo. Una y otra vez. En cada ocasión, la persona que saludaba parecía muy contenta, después desilusionada, y por último confusa. «Quizá sea lo mejor. Quizás hablen de mí. Y quizá Keiko se entere de dónde encontrarme». Tenía el convencimiento de que vería a Keiko en la cola. Cada vez que entraba una chica, sus esperanzas aumentaban y se esfumaban, su corazón se hinchaba y se desinflaba como un globo, pero ella no apareció.
«¿Conoce a los Okabe? ¿Keiko Okabe?», preguntaba Henry de vez en cuando. La mayoría de las veces le miraban con desconcierto, o desconfianza: después de todo, los chinos eran aliados, luchaban contra Japón. Ya desesperaba cuando un viejo asintió con una sonrisa y comenzó a hablar muy entusiasta de algo. Qué era ese algo, Henry no podía saberlo porque el anciano sólo hablaba japonés. Quizá sabía el lugar exacto donde estaba Keiko, pero no podía explicarse de una manera que ayudase a resolver la situación.
Por lo tanto, Henry continuó sirviendo, durante dos horas, desde las once y media a la una y media. Casi al final de su turno comenzó a inquietarse, movía el cuerpo atrás y adelante en el cajón de manzanas al que estaba subido para llegar a las fuentes. En todo ese tiempo no vio ningún rastro de los Okabe. Ni el más mínimo indicio.
Observó la entrada de la muchedumbre, algunos con aspecto ilusionado, pero la comida acababa con el optimismo a medida que tomaban conciencia de la realidad del entorno. Incluso así, nadie se quejó de la comida, al menos a él, ni tampoco al joven que servía a su lado. Henry se preguntó cómo se debía sentir el soldado blanco, ahora que él era la minoría en el comedor; claro que él podía marcharse cuando acabase el turno. Y tenía un fusil con una larga bayoneta en el cañón.
—Venga, vamos, tenemos que organizar la cena en la siguiente sección. —La señora Beatty apareció cuando él estaba retirando la última fuente y recogía las bandejas sueltas.
Henry estaba habituado a obedecer las órdenes en la cocina. Fueron en la camioneta hasta otro sector de Camp Harmony, donde había menos edificios y más árboles y áreas con mesas y parrillas, que se veían desiertas. El mapa de la señora Beatty ofrecía una vista general del campo, que había sido dividido en cuartos, cada uno con su comedor. Aún le quedaba una probabilidad de encontrar a Keiko, o, mejor dicho, tres.
En el otro comedor ya habían acabado la comida. La señora Beatty le puso a lavar y a secar las bandejas, mientras ella coordinaba con el encargado de la cocina la lista de provisiones y los menús.
—Quédate por aquí si acabas antes —le advirtió la señora Beatty—. No se te ocurra salir a rondar por ahí a menos que quieras pasar aquí el resto de la guerra. —Henry sospechó que no bromeaba. Asintió cortésmente y continuó con su trabajo.
Era obvio que el comedor era una zona prohibida para los japoneses cuando no era la hora de comer. La mayoría no se apartaba de los gallineros, si bien de vez en cuando veía a alguien chapoteando en el barro, que iba o venía de las letrinas.
Acabó el trabajo y fue a sentarse en el escalón de atrás. Contempló las columnas de humo que salían de las chimeneas que atravesaban los techos de los hogares improvisados: la niebla creada por la suma de las humaredas cubría de gris el cielo sobre el campo. El olor de la leña quemada flotaba en el aire.
Ella estaba aquí. En alguna parte. ¿Entre cuántas personas? ¿Mil? ¿Cinco mil? Henry no lo sabía. Quería gritar su nombre, o ir a llamar de puerta en puerta, pero los guardias de las torres no parecían tomarse su trabajo a la ligera. Montaban guardia para proteger a los internados. Eso le habían dicho. Si era así, ¿por qué las ametralladoras apuntaban al interior del campo?
No tenía importancia. Henry se sentía mejor sabiendo que había conseguido llegar hasta aquí. Aún quedaba una probabilidad de encontrarla. Quizás, entre los rostros tristes y desconcertados, volvería a encontrar su sonrisa. Pero comenzaba a oscurecer. Quizá fuese demasiado tarde.