Henry y Marty se apoyaron en el capó del Honda de su hijo en el aparcamiento de la tienda de comestible Uwajimaya. Samantha había entrado para comprar unas cuantas cosas. Había insistido en preparar la cena para todos, una cena china. Henry no conseguía entender por qué, o qué intentaba demostrar, y con toda sinceridad, tampoco le importaba. Podía haber preparado huevos rancheros o coq au vin y a él le hubiese parecido bien. Había estado tan ansioso por lo que podía encontrar en el sótano del Hotel Panamá que se había saltado la comida. Ahora se acercaba la hora de la cena y además de sentirse excitado, emocionalmente exhausto, estaba famélico.
—Lamento que hayas encontrado tu Santo Grial y estuviese estropeado de esa manera —Marty hacía lo imposible por consolar a su padre, que en realidad estaba la mar de contento, aunque Marty no lo viese de ese modo.
—Lo encontré. Es lo único que importa. Qué más da el estado.
—Sí, pero no podrás escucharlo —le interrumpió Marty—. Además en ese estado el valor de coleccionista es nulo.
Henry lo pensó por un momento y echó una ojeada a su reloj mientras esperaban que volviese Samantha.
—El valor sólo lo determina el mercado, y el mercado nunca podrá determinarlo, porque nunca lo vendería, aunque estuviese en perfecto estado. Es algo que he querido encontrar desde hace años. Décadas. Ahora lo tengo. Prefiero haberlo encontrado roto a perderlo para siempre.
Marty le sonrió.
—Un poco como aquello de «mejor haber amado y perdido a no haber amado…
—… nunca» —acabó Henry por él—. Algo así. No tan cursi como lo pones, pero va por ahí.
Marty y él habían continuado buscando entre los demás baúles y cajas cercanas al lugar donde habían encontrado los cuadernos de dibujo y el disco viejo, pero ninguno tenía una identificación clara. Henry encontró unas cuantas etiquetas sueltas, entre ellas una que ponía Okabe, pero estaba caída sobre una pila de revistas. Un ratón o una rata se había comido el cordel de las etiquetas hacia mucho. La mayoría de las cosas que había en las cajas eran artículos de pintura. Lo más probable es que fuesen de Keiko, o de su madre. Cuando tuviese tiempo, pensaba regresar de nuevo a ver qué más podía encontrar. Pero por ahora, habían encontrado precisamente lo que más deseaba.
—¿Vas a explicarnos qué significa la caja que está en el asiento trasero? —preguntó Marty. Señaló el pequeño cajón de madera con los cuadernos de dibujo en el asiento del Honda Accord.
La señora Pettison había dejado que Henry se llevase los cuadernos y los dibujos de Keiko temporalmente, después de que él le hubiese mostrado los dibujos con su nombre. La propietaria sólo, le había pedido que los trajese luego, para catalogarlos con el resto de las pertenencias, y permitir que un historiador los fotografiase. El vinilo de Oscar Holden también había acabado en la caja, un tanto oculto, pero el viejo disco de 78 estaba roto y no tenía ningún valor, ¿no? En cualquier caso, Henry se sentía culpable, pese a que Marty le había convencido de que a veces valía la pena saltarse las normas.
Henry se apoyó en el capó, se aseguró de que no se hundiría, y se puso cómodo.
—Los cuadernos pertenecían a una persona muy amiga, cuando yo era un adolescente durante los años de la guerra.
—Un amigo japonés, ¿no? —preguntó Marty, aunque más que una pregunta era una afirmación.
Henry asintió con las cejas enarcadas. Advirtió la expresión cómplice en el rostro de su hijo. En los ojos de Marty había una insinuación de tristeza y pesar. Henry no tenía claro el por qué.
—Yay Yay tuvo que cabrearse como una mona cuando se enteró —dijo Marty.
Henry siempre se sorprendía al ver cómo su hijo vivía con los pies bien plantados en dos mundos. Uno, el chino tradicional; el otro, el norteamericano contemporáneo. Incluso moderno. Encargado de la página web de la facultad de Físico-Química de la universidad de Seattle, y al mismo tiempo llamando a su abuelo por el título honorífico tradicional: Yay Yay (y Yin Yin a su abuela). Claro que también su abuela, en las cartas que le enviaba a Marty a la universidad, siempre las dirigía a Mister Martin Lee, las formalidades parecían funcionar en los dos sentidos.
—Tu abuelo estaba muy ocupado en aquellos tiempos. Libraba una guerra en dos frentes, en América y en China. —«Pero sí, tú ni siquiera sabes la mitad de la historia».
—¿Cómo era él? Tu amigo, ¿cómo os conocisteis?
—Ella.
—¿Quién?
—Ella, mi amiga. Se llamaba Keiko. Nos conocimos cuando éramos los dos únicos chicos asiáticos en una escuela exclusivamente para blancos. Fue durante los años más duros de la guerra. Nuestros padres querían que creciéramos como americanos y lo más aprisa posible.
Henry sonrió, al menos para sí mismo, cuando su hijo se apartó del capó, se volvió, intentó hablar, y se volvió de nuevo.
—A ver si lo he entendido bien. ¿Tu mejor amiga era una chica japonesa, mientras tú vivías en plena Revolución Cultural que libraba Yay Yay en su casa? Me refiero a… —Henry observó cómo su hijo buscaba las palabras. Atónito, boquiabierto ante la revelación de su padre—, ¿era algo así como… una novia? No creo que ésta sea la conversación más apropiada que puedes tener con tu propio padre, pero necesito saberlo. ¿Acaso el tuyo no fue un matrimonio casi concertado? Era lo que parecía cada vez que mencionabas cómo tú y mamá os habíais conocido.
Henry miró a un lado y otro de South King. Había todo tipo de personas paseando por el bulevar, de todas las razas. Chinos y japoneses, pero también vietnamitas, laosianos, coreanos, y, por supuesto, muchos caucásicos. Además de una mezcla de hapa, como decían en las islas del Pacifico cuando se referían a los mestizos. Personas que eran un poco de todo.
—Éramos muy jóvenes —señaló Henry—. Salir con una chica no era como ahora.
—Así que era alguien… especial.
Henry no respondió. Había pasado demasiado tiempo, y no sabía cómo explicárselo a su hijo de una manera comprensible. Sobre todo ahora que había conocido a Samantha. En su juventud, era habitual conocer a los padres de la chica antes de salir con ella, y no al revés. El salir era más un cortejo, y el cortejo conducía a…
—¿Mamá estaba enterada de todo esto?
Henry sintió que el agujero en forma de Ethel que tenía en su corazón se vaciaba un poco, se enfriaba. La echaba de menos muchísimo.
—Un poco. Pero cuando me casé con tu madre, nunca miré atrás.
—Papá, últimamente te has convertido en una caja de sorpresas. Me refiero a sorpresas importantes, que te cambian las percepciones. Me dejas de piedra. Hablo de todo este tiempo, estar buscando el disco. ¿Era de verdad por el disco, o buscabas algún recuerdo de Keiko, de tu amiga perdida hace tanto?
Henry se sintió algo incómodo cuando su hijo pronunció la palabra «amiga» de una manera que insinuaba algo más. Sin embargo, ella era algo más que una amiga, ¿no?
—Comenzó con el disco, el que siempre quise volver a encontrar —contestó Henry, sin saber muy bien si era del todo cierto—. Lo quería para alguien. Algo así como un último deseo para un hermano perdido hace mucho. Recordaba vagamente que habían guardado sus cosas allí, pero siempre supuse que las habían reclamado hace décadas. Nunca se me ocurrió que seguirían ahí, delante mismo de mis narices. He pasado años y años por delante del hotel, sin saberlo. Entonces comenzaron a sacar todo aquello, la sombrilla de bambú. Todas aquellas cosas dejadas atrás. No tenía idea de lo que encontraría. Pero estoy muy agradecido por haber hallado los cuadernos de dibujo. Los recuerdos.
—Espera un momento —le interrumpió Marty—, primero, eras hijo único, y, segundo, acabas de decir que nunca venderás el disco, no importa el estado.
—No dije que no lo regalaría, en particular, a un viejo amigo…
—Ya estoy aquí —anunció Samantha cargada con pesadas bolsas de la compra en cada brazo. Henry cogió algunas y Marty las demás—. Esta noche disfrutaréis de un banquete. Voy a preparar mi plato especial: cangrejo con judías negras. —Metió la mano en una de las bolsas y sacó un paquete que por el tamaño debía ser un centollo—. También os haré choy-sum con salsa de ostras picante.
Dos de los platos preferidos de Henry. Antes había estado famélico; ahora estaba famélico e impresionado.
—Incluso he comprado de postre helado de té verde.
El rostro de Marty se congeló en una mueca amable. Henry sonrió, agradecido por el interés y la buena voluntad de su futura nuera, pese a no saber que el helado era japonés. No tenía importancia. Lo había aprendido hacía mucho: la perfección no lo es todo en la familia.