En la penumbra del sótano del Hotel Panamá, Samantha respiró hondo y sopló el polvo de la tapa de un cuaderno pequeño.
—¡Mirad esto! —llamó.
Marty y ella no habían sido de tanta ayuda como había esperado Henry. Se dejaban atrapar por los detalles de cada objeto que encontraban, a la búsqueda de algún significado, intentando darle un valor histórico, o al menos descubrir por qué habían decidido guardar un objeto en particular, ya fuesen unos documentos a primera vista importantes o un simple ramo de flores secas.
Henry les había explicado que muchas de las cosas atesoradas por las familias se vendían por unos centavos en los apresurados días anteriores a que el ejército se presentase para llevárselos a todos. Resultaba difícil encontrar espacio de almacenamiento y nadie confiaba del todo en la seguridad de lo que dejaban atrás. Al fin y al cabo, nadie sabía cuándo regresarían. En cualquier caso, mucho de lo que encontraban tenía un gran valor personal: álbumes de fotos, partidas de nacimiento, libros de familia, copias de los documentos de inmigración y nacionalización. Hasta diplomas de la Universidad de Washington enmarcados, y un puñado de doctorados.
En la búsqueda del primer día, Henry había hecho algunas pausas para echar un vistazo a algunos de los álbumes de fotos, pero el volumen de las pertenencias le había obligado a centrarse en lo que buscaba de verdad. Si no dejaba de lado todo lo demás, estaría aquí durante varias semanas.
—¡Esto es increíble! Mira estos libros —exclamó Marty desde el otro lado del sótano polvoriento—. Papá, ven a verlo.
Henry y sus improvisados ayudantes llevaban dos horas buscando entre las pilas de discos viejos. En ese tiempo le habían llamado con grandes exclamaciones para que viese los montones de joyas de fantasía, una espada japonesa que se había salvado milagrosamente de ser confiscada, y una caja de viejos instrumentos de cirugía. Comenzaba a cansarse de la novedad de cada momento.
—¿Es un disco? —preguntó.
—No, es un cuaderno de dibujos. Aquí hay un cajón lleno. Ven a verlos.
Henry dejó caer el colador de bambú que había sacado de un viejo baúl y se acercó entre cajas y maletas lo más rápido que pudo.
—Déjame ver, déjame ver…
—Tranquilo, hay para todos —dijo Marty.
Henry sostuvo el pequeño cuaderno de dibujo. La tapa negra cubierta de polvo era vieja y quebradiza. En el interior había bocetos del Barrio Chino y del Japonés. Los muelles que entraban en Elliot Bay, los trabajadores en las plantas envasadoras, los transbordadores y las flores del mercado.
Los bocetos eran burdos e imperfectos, de vez en cuando salpicados con anotaciones de la hora o el lugar. No había ningún nombre escrito en ellos; ninguno que él pudiese encontrar.
Marty y Samantha se sentaron en las maletas debajo de la bombilla y fueron pasando las páginas de los cuadernos. Henry no se podía sentar. Tampoco podía estar de pie.
—¿Dónde los has encontrado? ¿En qué pila?
Marty señaló y Henry comenzó a rebuscar en un cajón de mapas antiguos, telas a medio pintar y cajas de pinturas y pinceles.
—¿Papá?
Al volverse vio la expresión de asombro en los ojos de su hijo. Miraba la página que tenía delante y después a su padre. Samantha sólo parecía desconcertada.
—¿Papá? —Marty miraba a su padre con los ojos muy abiertos en la penumbra—. ¿Este eres tú?
Marty le mostró la página con los bordes doblados. Era un dibujo a lápiz de un chico sentado en las escalinatas de un edificio. Parecía un tanto triste y solitario.
Henry tuvo la sensación de estar viendo un fantasma. Miró la imagen sin decir palabra.
Marty pasó la página. Había otros dos dibujos, menos detallados, pero a todas luces del mismo chico. El último era un primer plano de un rostro joven y apuesto. Debajo estaba escrito el nombre: «Henry».
—¿Eres tú, verdad? Te reconocí por tus fotos de la época en que dejaste de ser un niño.
Henry tragó saliva y recuperó la respiración. Ya no notaba el polvo que le cosquilleaba en la nariz y le hacía escocer los ojos. Ya no sentía la sequedad. Tocó los trazos en la página, sintió las marcas del lápiz, la textura del grafito difuminado para definir las sombras y las luces. Cogió el pequeño cuaderno de las manos de su hijo y pasó la página. Allí había flores de cerezo, viejas y secas, marrones y quebradizas. Trozos de algo que una vez había sido muy vivo.
Los años habían sido despiadados.
Henry cerró el cuaderno y miró a su hijo. Asintió.
—¡He encontrado algo! —avisó Samantha, que había vuelto a la tarea de buscar en las cajas donde habían encontrado el cuaderno—. ¡Es un disco! —Sacó una funda blanca; su tamaño era curioso para las medidas actuales. Se trataba de un viejo disco de 78. Samantha se lo dio. Pesaba el doble de los discos de ahora. Así y todo, notó que cedía. Ni siquiera necesitó sacarlo para saber que estaba partido, Henry abrió la funda y vio doblarse las dos mitades sujetas por la etiqueta en el centro. Unos pocos trozos se amontonaban en el fondo. Lo sacó con mucho cuidado. Se veía brillante y nuevo. Ni una sola marca en la superficie, y los hondos surcos estaban libres de polvo. Con el reflejo de la luz vio las huellas digitales en los bordes del vinilo. Unas huellas pequeñas. Henry apoyó los dedos sobre ellas, para medirlas, y a continuación su mano se deslizó a través de la etiqueta, que decía Oscar Holden & The Midnight Blue, The Alley Cat Strut.
Exhaló un suave suspiro de alivio y se sentó en un viejo cajón de leche. Como tantas otras cosas que Henry había querido en la vida, había llegado un tanto estropeado, imperfecto. Como su padre. Su matrimonio. Su vida. Pero no le importaba, esto era todo lo que había querido. Algo que había buscado con ansiedad, y lo había encontrado. No importaba en qué condición estaba.