Mejor ellos que nosotros (1942)

Henry entró en el pequeño apartamento que compartía con sus progenitores. Su padre, sentado en la mecedora, leía tranquilamente el Hua Pao, el Seattle Chinese Post. Su madre estaba en la cocina cortando las verduras, o eso parecía por el sonido: un cuchillo que golpeaba rítmicamente la tabla de trinchar.

Le dio a su padre una copia de la proclamación, con la respiración entrecortada. Se frotó el costado que le dolía después de correr diez manzanas. Su padre la miró. Se dio cuenta por la mirada de sus ojos de que esperaba una explicación acerca de por qué su hijo parecía tan alterado. En americano. No, esto no. Ahora no. Sólo háblame, fue lo único que pensó Henry. Dijo eso mismo en chino.

El padre sacudió la cabeza con expresión severa para interrumpir a Henry, que intentaba explicarse.

—¡No! No puedes ignorarme. Ya no —afirmó Henry en inglés antes de pasar de nuevo al chino—. Se los están llevando a todos. A todos los japoneses. ¡El ejército se los está llevando a todos!

Su padre le devolvió la proclamación.

—Mejor ellos que nosotros.

Su madre apareció por la puerta de la cocina hablando en chino y buscando una explicación.

—¿Henry, qué importancia tiene todo esto? Estamos en nuestra propia comunidad. Cuidamos los unos de los otros. Lo sabes tan bien como cualquiera.

Henry no sabía qué decir, o en qué idioma decirlo. Miró a sus padres, y salieron las palabras.

—A mí me importa —dijo en chino. Luego pasó de nuevo al inglés—. Me importa porque ella es japonesa.

Se marchó como una tromba a su dormitorio y cerró de un portazo. Las imágenes de la expresión de absoluto desconcierto en los rostros de sus padres perduraron en su mente alterada.

A través de la puerta, oyó que comenzaban a discutir.

Henry abrió la ventana y salió a la escalera de incendios. Abatido, se apoyó en la barandilla de metal. Oía los sonidos de los camiones del ejército a lo lejos. Al mirar las calles del Barrio Chino al final del callejón, vio que la gente seguía con lo suyo, y a algunos que miraban, conversaban o señalaban en dirección a Nihonmachi, pero en general todo el mundo parecía tranquilo.

Vio un coche cargado con cajas hasta los topes acercarse a la puerta trasera del restaurante Kau Kau. Para su asombro, se apeó una joven pareja japonesa, y el personal del restaurante salió al callejón para llevar las cajas cargadas al interior del restaurante, con lo que Henry sólo podía suponer que eran efectos personales. Los objetos que iban sueltos no dejaban lugar a dudas. Una lámpara de pie. Una alfombra enrollada y sujeta al techo del coche verde. Todo acabó en el interior, salvo por las cuatro maletas que la pareja se echó al hombro lo mejor que pudo. Se repartieron multitud de abrazos entre la pareja japonesa y sus amigos chinos.

La pareja japonesa se marchó. Salieron del callejón y caminaron por la calle, con aspecto de estar siendo arrastrados hacia la estación del ferrocarril. Henry miró una última vez a un lado y a otro del callejón, con el pensamiento puesto en Keiko y su familia. En cómo habían salido del restaurante American Garden para ir a ocuparse de sus propios arreglos.

Henry volvió al dormitorio y se tumbó en la cama en el mismo momento en que entraba su madre. Buscó entre la pila de tebeos, y vio la portada de Marvel Mistery Comics 30, el último número que había comprado. En la portada aparecía Antorcha Humana luchando contra un submarino japonés. «La guerra está en todas partes», pensó Henry y guardó los tebeos debajo de la cama mientras su madre dejaba un plato de galletas de mantequilla con almendras en la mesita de noche.

—¿Necesitas hablar, Henry? Si es así, entonces por favor habla conmigo. —Lo dijo en cantonés, sin enmascarar en los ojos la preocupación que sentía por él.

Henry miró la ventana abierta. Las cortinas de oscurecimiento colgaban tiesas y pesadas; apenas si se movían con la brisa. No conseguía entender la charla de las personas de la calle. Iba y venía como su deseo por comprender lo que estaba pasando a su alrededor.

—¿Por qué él no me habla? —le preguntó Henry a su madre en cantonés, sin desviar la mirada de la ventana.

—¿Quién no habla? ¿Tu padre?

Después de una larga pausa, Henry miró a su madre y asintió.

—Te habla todos los días. ¿Qué quieres decir con «¿por qué no me habla?»?

—Habla, pero no me escucha.

Henry permaneció sentado mientras ella le palmeaba el brazo, el vientre, a la búsqueda de las palabras que le hicieran comprender a su hijo.

—No sé cómo decírtelo para que tenga sentido. Tú naciste aquí. Eres americano. Allí de donde viene tu padre, no hay nada más que guerra. Guerra con Japón. Ellos invadieron el norte de China, mataron a mucha gente. No a soldados, sino a mujeres y niños, a los viejos y a los enfermos. Tu padre, él creció así. Vio que esto le ocurría a su propia familia. —Sacó un pañuelo tejido de la manga y se secó los ojos, aunque no lloraba. «Quizá ya no podía llorar más», pensó Henry Ahora sólo era un hábito.

—Tu padre era huérfano cuando llegó aquí, pero nunca olvidó quién era, de dónde venía. Nunca olvidó su hogar.

—Éste es ahora su hogar —protestó Henry.

Su madre se levantó para ir a mirar a través de la ventana antes de cerrarla.

—Aquí es donde vive, pero nunca será su hogar. Mira lo que está pasando en el Barrio Japonés. Tu padre tiene miedo de que algún día ocurra aquí también. Es por eso que, por mucho que ame a su China, quiere que éste sea tu hogar. Que te acepten aquí.

—Hay otras familias…

—Lo sé. Hay otras familias. Familias chinas. Familias americanas. Familias que ahora mismo, mientras hablamos, esconden a los japoneses. Guardan sus pertenencias. Es muy peligroso. Tú, yo, todos nosotros, nos arriesgamos a ir a la cárcel si les ayudamos. Sé que tienes una amiga. La que te llama por teléfono. ¿La chica de la escuela Rainier? ¿Es japonesa?

Henry ya no la veía como japonesa.

—Sólo es mi amiga —respondió en inglés. «La echo de menos».

—¿Hah? —exclamó su madre al no entender las palabras.

Henry volvió al cantonés. Pensó en qué decir, en cuánto decir. Miró a su madre a los ojos.

—Es mi mejor amiga.

Su madre miró al techo, exhaló un fuerte suspiro. La clase de suspiro que sueltas cuando acabas de aceptar que ha ocurrido algo malo. Cuando muere un pariente y dices: «Al menos disfrutó de una larga vida». Cuando tu casa se quema hasta los cimientos y piensas: «Al menos estamos sanos y salvos». Fue un suspiro de resignada desilusión. Un premio de consolación, de acabar segundo y no tener nada para demostrarlo. De terminar con las manos vacías, de haber desperdiciado tu tiempo, porque al final, lo que haces, y quién eres, no importa un pimiento. Nada importa.

Durante el resto del fin de semana el padre de Henry no quiso hablar de lo que estaba pasando en el Barrio Japonés. Henry intentó sacar el tema, pero su padre le cortó en seco cada vez que le hablaba en chino. Su madre se había suavizado un poco, aunque sólo fuese para aliviar su desconsuelo. Había discutido con su marido, algo poco frecuente, por Keiko, por la amiga de Henry, pero ahora era el momento de seguir adelante, y ella tampoco veía ningún sentido en la insistencia de Henry. Que le dijesen en cantonés que lo comprendería todo cuando fuese mayor, sólo le enfurecía. Lo único que le quedaba por hacer era protestar en inglés, que era como protestar al vacío.

Henry incluso intentó llamar a Keiko el domingo por la mañana antes de que se despertasen sus padres, sin obtener respuesta. La operadora creía que habían desconectado el teléfono.

Por lo tanto, el lunes por la mañana, en lugar de ir a la escuela, Henry fue a la carrera hacia la Union Station de Seattle, que se había convertido en el punto de concentración de los residentes de Nihonmachi. Mientras corría por South Jackson, vio las columnas de vagones Pullman que se extendían en las vías mucho más allá de la estación. También había autocares de la Greyhound, que crujían y gemían, llenos al máximo de soldados, que parecían fuera de lugar mientras bajaban con los fusiles en banderola.

«Se los llevan», pensó Henry, «se los llevan a todos. Aquí hay por lo menos diez mil japoneses. ¿Cómo pueden llevárselos a todos? ¿Adónde los llevarán?». A unas pocas manzanas de la estación, las multitudes llenaban las calles. Era una mezcla de chiquillos llorosos, maletas arrastradas y soldados que revisaban la documentación de los ciudadanos, la mayoría de ellos vestidos con sus mejores galas domingueras, y las dos maletas que se les permitían, llenas a reventar. Cada persona llevaba una tarjeta blanca, de esas que se ponen en los equipajes, colgada de un botón de los abrigos.

La Proclamación Pública i disponía que todos los ciudadanos japoneses, nacidos en el extranjero, e incluso los norteamericanos de segunda generación como Keiko, se presentasen en la estación a las nueve de la mañana. Se marcharían en oleadas; por barrios, hasta llevárselos a todos. Henry no tenía idea de dónde irían. A los japoneses de la isla Bainbridge los habían enviado a Manzinar, un lugar en California, cerca de la frontera con Nevada. Pero era imposible que pudiesen encargarse de la multitud reunida en la estación.

En su búsqueda de Keiko, Henry intentó no hacer caso de la muchedumbre de airados rostros blancos que se apiñaban detrás de las barreras, profiriendo insultos a las familias que pasaban. También estaba abarrotada toda la extensión del puente que llevaba a la terminal de los transbordadores, sin que nadie se moviese, todos acodados en las barandillas, para mirar abajo, a la zona militar acordonada. Daba la impresión de que había ojos por todas partes. Hombres y mujeres, sentados en los alféizares de las ventanas de los edificios de oficinas, silbaban a los evacuados.

Henry no había hablado con Keiko desde la salida del restaurante. La había llamado de nuevo desde un teléfono público pero sonó y sonó hasta que intervino la operadora para preguntar si había algún problema. Colgó. Si quería encontrarles, éste era el lugar. ¿Pero y si ya se habían marchado? Tenía que encontrarla. Detestaba pensar en volver a la escuela sin ella y se sorprendió al descubrir cuánto la echaba de menos.

Había unos cuantos chinos aquí y allá, la mayoría trabajadores ferroviarios. Nadie conocido. Los distinguió en la multitud por las insignias que llevaban, idénticas a la suya. En cuanto llegaron los soldados y la policía militar, el pequeño taller que las fabricaba acabó con las existencias. «Es como el oro», pensó Henry, con una mano en el distintivo. «Pequeño y precioso». Encaramado en un buzón rojo, blanco y azul, observó desesperado la multitud que desfilaba a paso lento hacia la estación. Henry se fijó en otro gran camión militar que se abría paso sin piedad entre las familias, pero en lugar de descargar a más soldados, la caja cubierta con una lona transportaba a japoneses ancianos. Algunos, por la forma en que caminaban, parecían casi paralíticos. Los soldados les ayudaban a bajar, les sentaban en sillas de ruedas con los cabellos desordenados. Les seguía un médico japonés. Henry comprendió lo que había ocurrido. Habían vaciado el hospital. Los enfermos y los impedidos no se salvaban de la evacuación. Muchos parecían desorientados. Era obvio que no sabían qué les estaba pasando, o por qué.

Henry vio a un hombre blanco de la mano de una mujer japonesa. No pudo menos que preguntarse qué pasaba con aquellas familias en las que un caucásico se había casado con una japonesa. Claro que los matrimonios mixtos eran ilegales. Quizá después de todo se salvarían de las penurias del internamiento. Pensó lo contrario en cuanto vio la maleta en la mano de la mujer y el coche de bebé.

Siempre atento al paso de los evacuados, oyó sonar la sirena de las nueve en Boeing Field, a kilómetros de la estación, ¿cuánto llevaba buscando entre la multitud? ¿Cuarenta minutos? Henry comprendió que se le acababa el tiempo, y comenzó a pensar en lo peor. «¡Keiko!», gritó desde lo alto del buzón. Notó las miradas de la gente que pasaba. «Deben de creer que estoy loco. Quizá lo estoy. Puede que sea bueno estar loco». «¡Keiko! ¡Keiko Okabe!». Gritó hasta que un soldado le miró como si estuviese perturbando el tranquilo ensueño de la mañana. Entonces vio algo. Una visión conocida.

«¡Sí, allí está!». El sombrero Cary Grant del señor Okabe se veía elegante incluso mientras cruzaba la calle con sus únicas pertenencias. Henry reconoció la dignidad del porte, pero su encantador comportamiento había sido reemplazado por una mirada distante. Caminaba a paso lento, cogido de la mano de su esposa. Ella a su vez sujetaba la de Keiko. El hermano pequeño caminaba delante, entretenido en jugar con un avión de madera, haciendo girar la hélice, sin darse cuenta de que hoy no era un día como los demás.

Henry agitó los brazos y gritó. No sirvió de nada, no se dieron cuenta. Puede que tampoco se hubiesen dado cuenta de si llovía o de si ardían los edificios a su alrededor. Como la mayoría de las familias japonesas que iban hacia la estación de ferrocarril, lo hacían con la cabeza gacha, la mirada al frente, o se ocupaban de no perder de vista a los suyos.

Sin embargo, una persona sí se lijó en Henry.

Era Chaz. Pese a la distancia que les separaba, identificó su rubicundo rostro granujiento. Estaba detrás de la barrera riéndose, y saludó a Henry con una gran sonrisa antes de volver a gritarles a los niños y a las madres llorosas que pasaban.

Henry reparó en el distintivo que llevaba Chaz y saltó del buzón para abrirse paso entre la multitud, con la mirada puesta en la cabeza rapada de Chaz. Guiado por el sonido de su risa socarrona, «Me matará», pensó Henry «Es más grande y rápido. Pero ya no me importa». A Henry la furia le salía por los poros.

Chaz le miró con una expresión de burla cuando Henry pasó por debajo de la barrera y se plantó ante él.

—Sabía que te encontraría aquí, Henry. ¿Qué tal está tu papaíto?

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Henry.

—Disfruto del espectáculo como todos los demás. Se me ocurrió dar un paseo hasta aquí y ver quién no se marcha. Pero al parecer se largan todos. Adiós, adiós. Creo que estaré muy ocupado cuidando de sus cosas mientras no están —Chaz adelantó el labio inferior para simular un puchero.

Henry había oído que los saqueos habían comenzado en algunos barrios la noche pasada. Las familias aún no habían salido, cuando los saqueadores ya habían entrado en sus casas para llevarse las lámparas, los muebles, cualquier cosa que no estuviese asegurada con clavos. Y si lo estaba, habían llevado martillos de carpintero para resolver el inconveniente.

—Desde que el ejército cerró Niponlandia, no queda mucho que ver. Así que decidí venir y decir Sayonara. Encontrarte aquí es un regalo añadido —cogió el cuello de Henry mientras lo decía.

Henry forcejeó contra la mano que le sujetaba. Chaz era treinta centímetros más alto, le dominaba con la estatura. Buscó entre la multitud algún rostro amigo pero nadie se fijaba en ellos. A nadie le importaba. «¿Quién soy yo en todo esto? ¿Qué importo?». Entonces su mirada se detuvo en el distintivo en la camisa de Chaz. El que le había robado. Un trofeo para su orgullo, enganchado en la prenda como una medalla al mérito de la crueldad. Más oro.

Henry apretó los puños con tanta fuerza que las uñas cortaron pequeñas medias lunas en la suave carne de las palmas. Movió el brazo y golpeó a Chaz todo lo fuerte que pudo. Sintió el impacto a lo largo del brazo hasta el codo. Apuntaba a la nariz, pero en cambio le dio en el pómulo. Antes de que Henry pudiese descargar otro puñetazo, el suelo golpeó contra su espalda. Su cabeza chocó contra el cemento y lo único que vio fueron los gordos puños que le pegaban.

Mientras se defendía hasta donde podía, levantó los brazos para sujetar a Chaz y sintió un dolor agudo en la mano. A pesar de los golpes en el costado de la cabeza, el pinchazo en la mano era el único dolor que sentía. El único dolor que importaba.

En el momento en que Henry rodaba sobre sí mismo para alejarse de los golpes y se cubría, Chaz pareció elevarse en el aire. La multitud se había apartado. A nadie parecía importarle que un chico blanco le estuviese dando una paliza a un mocoso chino. A nadie salvo Sheldon, que le había visto y se acercó para quitarle a Chaz de encima.

Chaz se soltó.

—¡Aparta de mí tus sucias manos! —Se sacudió el polvo de la camisa, con una expresión de vergüenza y humillación; un gallito sumergido en un cubo de agua helada. Miró a la multitud en busca de apoyo, pero los pocos espectadores que se habían fijado pusieron los ojos en blanco ante el ruidoso gamberro en que se había convertido—. Olvidé que eres amigo de ese negrata —añadió, casi lloriqueando. Se alejó con una última amenaza—: Nos veremos mañana, Henry. La próxima vez recibirás mucho más.

—¿Estás bien, chico? —preguntó Sheldon.

Henry se puso de lado y se sentó. Con la manga se limpió la gota de sangre que escapaba de su nariz. Notaba los ojos hinchados y sin duda mañana los tendría morados. Se pasó la lengua por los dientes para hacer inventario. No había nada roto. No faltaba nada.

Abrió la mano y miró el distintivo, con la punta de la aguja asomando por un extremo. Henry sonrió y respondió en su mejor inglés:

—Nunca me sentí mejor.

Henry corrió entre la muchedumbre, desapercibido en el caos de la mañana; buscaba a la familia de Keiko, preocupado porque la pelea con Chaz pudiese haber estropeado su única oportunidad de verla. Sabía la dirección que seguían, pero una vez dentro de la estación, habría muchísimos trenes a los que podían subir. Pensó en las personas del restaurante Kau Kau. Las que cuidaban las posesiones de aquella pareja japonesa. Había oído a su madre mencionar otras. Familias chinas que alojaban a japoneses, les ocultaban; tenía que haber una posibilidad.

Pensaba a cada paso cómo podría convencer a sus padres. ¿Aceptarían a Keiko? Su primer pensamiento era protegerse a ellos mismos, después a los otros de su propia comunidad. De alguna manera debía conseguir que lo entendiesen. ¿Cómo no iban a entenderlo? Su padre era de mente cerrada, pero saber que los soldados se estaban llevando a miles de personas a un lugar desconocido, a un destino desconocido, tendría que bastar para cambiarlo todo, ¿cómo podían quedarse sentados y no hacer nada cuando se estaban llevando a tantas personas? ¿Cuándo ellos podían ser los siguientes?

Henry pasó junto a una montaña de equipajes. Había baúles, bolsos y maletas casi hasta la altura de los techos de los autocares plateados que pasaban. Las familias discutían cuánto se les permitía llevar. El exceso encontraba su camino en lo alto de la pila que crecía por momentos. Junto a la montaña había una carretada de radios confiscadas. Philco gigantes y pequeñas portátiles Zenith con las antenas en espiral se amontonaban en el fondo como zapatos descartados. Al otro lado de la calle estaba la Union Station de Seattle. Una majestuosa construcción de ladrillos, con la gran marquesina de hierro colado sostenida por gruesas cadenas negras ancladas en el edificio. Encima la gigantesca esfera del reloj. Las nueve y cuarto. Se agotaba el tiempo.

Desde las empinadas escalinatas de mármol de la Union Station, Henry miró por encima del ondulante mar de personas, grupos de familias y seres queridos que intentaban con desesperación permanecer juntos. Un niño perdido que lloraba solo, mientras los soldados pasaban a su lado. El resto permanecía reunido como un rebaño, mientras eran enviados un grupo tras otro a los cuatro trenes de pasajeros que ¿adónde irían? ¿Cristal City, Tejas? ¿Winnemucca, Nevada? Se oían tantos rumores. El último decía que los enviaban a una vieja reserva india.

Divisó el sombrero. Uno de tantos, desde luego, pero por la manera de caminar, el porte, se parecía al padre de Keiko. Bajó las escaleras de dos en dos hasta la planta baja, temeroso de que algún soldado le diese el alto, aunque pasaban demasiadas cosas a su alrededor. Subirles a bordo. Hacer que se marchasen. Ahora. Eso era lo único que importaba a la tropa.

Henry se mezcló entre los adultos, algunos de pie, otros sentados en sus equipajes con caras de desconcierto y miedo. Un sacerdote rezaba el rosario con una joven japonesa. Otras parejas se hacían fotos las unas a las otras, sonreían lo mejor que podían, antes de intercambiar abrazos y amables apretones de manos.

Allí está.

—¡Señor Okabe! —Golpeado y sin aliento, a Henry le había comenzado a doler un lado de la cabeza.

El viejo caballero vencido que se volvió tenía un abundante bigote. La desilusión de Henry se vio atravesada por el estridente sonido de la campanilla de un mozo de cuerda. Por primera vez en toda la mañana, Henry desistió de buscar entre la multitud y cayó de rodillas, con la mirada puesta en los mosaicos sucios. «Se ha ido, ¿verdad?».

—¿Henry?

Se volvió y allí estaban. Keiko y su familia. El hermano pequeño entretenido en imitar los sonidos de un avión. Sonrieron. Cada uno llevaba una etiqueta idéntica que ponía: Familia 10281. Parecían encantados de ver un rostro que no iba al lugar desconocido que les habían asignado.

Henry se levantó de un salto.

—Creía que te habías ido. —Miró a Keiko, a su familia, con el deseo de que no se marchasen.

—Te traigo esto. Póntelo y te dejarán salir de aquí. —Le puso en la mano el distintivo que había recuperado de Chaz, y le suplicó al señor Okabe—: Puede quedarse con nosotros, o con mi tía. Encontraré un lugar donde pueda alojarse. Buscaré más. Iré a buscar más para todos ustedes. Puede quedarse con el mío. Cójalo y yo iré a buscar más.

Henry tenía el corazón en la garganta mientras renegaba para desprenderse el distintivo.

El señor Okabe miró a su esposa, después tocó el hombro de Henry. Vio la chispa de la oportunidad en sus ojos. Sólo una oportunidad. También vio cómo se apagaba. Se marcharían. Como el resto. Se irían.

—Me acabas de dar esperanzas, Henry. —El señor Okabe estrechó la mano pequeña de Henry y le miró a los ojos—. Algunas veces la esperanza basta para superarlo todo.

Henry exhaló un fuerte suspiro y agachó los hombros cuando renunció a quitarse el distintivo.

—¿Tu mejilla…? —preguntó la madre de Keiko.

—No es nada —respondió Henry al recordar los rasguños y los morados de la pelea.

El señor Okabe tocó la etiqueta colgada en un botón del abrigo.

—No importa lo que nos ocurra a nosotros, Henry. Seguimos siendo norteamericanos. Necesitamos estar juntos, allí donde sea que nos lleven. Estoy orgulloso de ti, y sé que tus padres también lo están.

Henry se atragantó de sólo pensarlo y miró a Keiko, que había deslizado su mano en la suya. La notó más suave y cálida de lo que podía imaginar. Tocó la camisa de Henry, donde estaba el distintivo, el espacio encima de su corazón. Sonrió con el brillo en los ojos.

—Gracias. ¿Puedo quedarme con éste? —Sostuvo en alto el distintivo que Henry le había dado.

Henry asintió.

—¿Adónde os llevan?

El padre de Keiko miró el tren, que estaba casi lleno.

—Sólo sabemos que nos llevan a un centro de reubicación temporal. Se llama Camp Harmony. Está en Puyallup Fairgrounds, a unas dos horas al sur. A partir de allí… no lo sabemos, no nos lo han dicho. Pero la guerra no puede durar siempre.

Henry no lo tenía tan claro. Era lo que había aprendido mientras crecía.

Keiko le abrazó y le susurró al oído:

—No te olvidaré. —Abrochó el distintivo que decía Soy chino en la parte de atrás de la tapa de su diario, y lo apretó contra ella.

—Estaré aquí.

Henry les vio subir al tren, arreados con docenas de otras familias. Los soldados, con guantes blancos y porras en las manos, tocaron los silbatos e hicieron señas mientras se cerraban las puertas. Se demoró en el borde del andén y agitó una mano en señal de despedida cuando el tren salió de la estación y desapareció de la vista. Se enjugó las lágrimas ardientes que le, corrían por las mejillas, una tristeza diluida entre el mar de familias que esperaban el próximo tren. Centenares de familias. Miles.

Evitó el contacto visual con los soldados mientras se alejaba, pensando en lo que les diría a sus padres, y en qué idioma lo diría. Quizá si «hablaba su americano», no tendría que decir nada en absoluto.