Cuesta abajo (1942)

Henry sabía el lugar exacto donde ocultaría los álbumes de fotos cuando llegase a su apartamento en Canton Alley; en aquel hueco poco profundo que había entre el último cajón de la cómoda y el suelo. El espacio suficiente para guardar todas las preciosas fotos de familia de Keiko, si las colocaba de la manera correcta.

Subiría por las escaleras de incendio y volvería a bajar con una funda de almohada. Lo más probable es que tuviese que hacer dos viajes para subirlo todo, pero no tendría por qué ser un problema. «Mi padre ronca», pensó Henry, «y mi madre lo compensa con un sueño muy profundo. Si no monto un escándalo, todo tendría que ir como la seda». Henry continuó su marcha hacia el Barrio Chino al amparo de las sombras hasta donde le era posible, y zigzagueando por los callejones oscuros. Un chico que anduviese solo de noche quizá no llamara mucho la atención, pero con la disposición de apagones y el toque de queda impuesto a los japoneses, bien podría ser detenido por cualquier agente de policía que estuviese haciendo la ronda.

Henry arrastró el carrito rojo con su carga por Maynard Avenue, por el mismo camino por donde había venido. Las calles del Barrio Japonés se veían desiertas, y, de todas maneras, la policía no solía pasar por aquí, a menos que la hubiesen llamado. Pese a la soledad del entorno se sentía seguro. Las ruedas traseras del carrito chirriaban de vez en cuando y el sonido discordante rompía el plácido silencio de la noche. Sólo unas locas calles más y entonces podría ir hacia el norte y hacia la colina para llegar al corazón del Barrio Chino y a su casa.

Con el pensamiento puesto en Keiko, Henry pasó por delante del local de Rodo-Sha y el Yada Ladies Taylor, con sus maniquís de tamaño occidental y aspecto norteamericano en el escaparate. Luego dejó atrás Eureka Dentistry, con el enorme diente colgado en la fachada que se veía pálido, casi transparente, a la luz de la luna. Si de alguna manera hubiese podido quitar todas las banderas norteamericanas y los eslóganes que habían colgados en cada una de las ventanas, o pegados en las tablas que tapaban los escaparates de los locales, casi hubiese podido confundir esta parte de la ciudad con el Barrio Chino, sólo que más grande. Más próspero.

Justo cuando salía del tranquilo santuario del Barrio Japonés, y encaraba con prevención el camino hacia el norte por South King en dirección a su casa, vio a alguien: un chico. Apenas si alcanzaba a ver su sombra a la luz de la luna, alumbrado por detrás por las farolas que zumbaban, rodeadas por las polillas que golpeaban contra los cristales. A medida que se acercaba, vio que el chico arrancaba el cartel de la bandera americana pegado en el escaparate de la Janagi Grocery. La puerta tenía un trozo de contrachapado que cubría el cristal junto al pomo, pero las ventanas grandes estaban intactas. Lo más probable era que las acabasen de instalar, pensó Henry. Tapadas con banderas que servían de barreras protectoras.

A Henry le pareció que el chico estaba pintando, que movía un pincel sobre la superficie de un papel. «Ha salido en mitad de la noche», se dijo Henry, «dispuesto a hacer lo posible por reafirmar su ciudadanía. Intenta proteger la propiedad de su familia». Se relajó por un momento, consolado al saber que otros chicos de su edad estaban en la calle.

El chico oyó el traqueteo del cochecito y se quedó inmóvil. Se apartó de su trabajo y salió de la sombra adonde Henry podía verle, y él, a su vez, ver a Henry.

Era Denny Brown.

Sujetaba un pincel que goteaba pintura roja por toda la acera, manchas con forma de lágrimas que seguían sus pasos.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó a Henry.

Henry advirtió una chispa de miedo en los ojos de Denny. Tenía miedo, le habían pillado. Después vio que la sorpresa y el susto daban paso a la furia, y Denny entornó los párpados cómo si se preparase para lo que seguiría. Henry estaba solo; no había nadie más. Denny parecía saberlo, porque se acercaba mientras Henry le miraba atónito con la mano prieta en el mango del carrito rojo de Keiko.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Henry a su vez. Sabía la respuesta, pero necesitaba oírla del propio Denny. Era un vano intento por comprender. Entendía el qué, quién y dónde. Sin embargo, aunque le fuese su joven vida en ello, no conseguía entender el porqué. ¿Era miedo? ¿Odio? O acaso era sólo el aburrimiento juvenil lo que traía a Denny aquí, al Barrio Japonés. Mientras las familias se escondían, cerraban las puertas, ocultaban sus preciadas posesiones, temerosas de los arrestos, Denny estaba en una esquina, entretenido en pintar Go Home Japs sobre las banderas americanas desplegadas en los escaparates.

—¡Te dije que por dentro era japonés!

Henry conocía la voz. Al volverse vio a Chaz. Con una palanqueta en una mano y un cartel de la bandera americana hecho una bola en la otra. «Otra forma de ser guardián de la bandera», pensó Henry. La puerta de madera detrás de Chaz mostraba las profundas huellas donde había hundido el filo de la herramienta para quitar el cartel. A un paso de Chaz estaba Cari Parks, otro de los matones de la escuela. Los tres convergieron hacia Henry.

Henry miró a un lado y otro sin ver a nadie más. Ni un alma. Ni siquiera se veía luz en los apartamentos cercanos.

—¿Sacas a dar un paseo a tu carrito, Henry? —preguntó Chaz con una sonrisa—. ¿Qué llevas ahí? ¿Repartes periódicos japoneses? ¿No serán cosas que debería llevar un espía japonés?

Henry miró las cosas de Keiko. Los álbumes de fotos. El álbum de la boda. Cosas que había prometido proteger. Si a duras penas podía hacerle frente a uno, ¿cómo enfrentarse a tres? Sin pensarlo, Henry echó el mango del Radio Flyer en la caja, y echó a correr empujando el carrito por atrás. Inclinó el cuerpo sobre la caja mientras corría, las piernas llevaban el carrito hasta lo alto de la colina, y luego abajo por la fuerte pendiente hacia South King.

—¡Pilladle! ¡No dejéis que se escape ese amante de los japoneses! —gritó Chad.

—¡Vamos a por ti, Henry! —oyó que gritaba Denny, que le perseguía. Henry no miró atrás.

A medida que el carrito aumentaba la velocidad en la empinada ladera, Henry pensó que acabaría cayendo de bruces en la acera. Así que saltó, como si estuviese jugando a la pídola en un patio en movimiento. Separó mucho los pies y giró las rodillas hacia afuera, de modo que al saltar su trasero aterrizó sobre la caja, encima de los álbumes de fotos de Keiko, con las piernas abiertas, una a cada lado, y las suelas de goma de los zapatos casi rozando el suelo mientras continuaba la desesperada huida.

Henry sujetó la vara para guiar al Radio Flyer lo mejor que podía. El carrito con su carga llegó como una tromba a South King, las ruedas traqueteaban en el pavimento agrietado. Henry oía los gritos de los chicos que le perseguían cada vez más cerca. Por un instante notó una mano que intentaba sujetarle por el cuello de la camisa. Se inclinó hacia adelante sobre el mango para cambiar el peso. Al mirar atrás por un momento, los vio retrasarse mientras él continuaba bajando por la ladera más rápido que un trineo en pleno invierno. Las chirriantes ruedas, convertidas en discos refulgentes a medida que aumentaba la velocidad, producían un zumbido que recordaba el de una peonza.

—¡Dejen paso! ¡Cuidado! —gritó Henry mientras las personas que iban a los bares se apartaban de su camino. A punto estuvo de arrollar a un hombre vestido con un mono, pero el estrépito era tal, y la escena que tenía delante era tan desquiciada, que la mayoría se apartó del camino con tiempo más que sobrado. Una mujer se zambulló a través de la ventanilla abierta de un coche, y Henry se echó hacia atrás para pasar justo por debajo de las piernas que pataleaban.

Oyó un estrépito y un grito y al mirar atrás vio a Chaz y Cari que se detenían y a Denny que se daba de morros contra la acera. Estaban demasiado lejos y habían renunciado a la persecución.

Henry miró de nuevo adelante cuando ya estaba a punto de estrellarse contra un parquímetro. Al tirar del mango hacia atrás, perdió el poco control que tenía y fue a dar contra la rueda trasera de un coche que cruzaba a paso de tortuga la esquina de South King y la Séptima Avenida. Un coche de la policía. Chocó contra la rueda y el parachoques trasero, una ladera de metal negro contra la carrocería blanca.

Sus zapatos dejaron huellas negras en la acera cuando clavó los tacones en un intento por frenar, con las piernas botando y torciéndose como dos muelles rotos. Salió despedido por encima del mango y acabó estrellándose de costado y rebotando contra la banda blanca del neumático. El carrito se tumbó y la carga se desparramó a lo largo y por debajo del vehículo como un abanico de fotos sueltas y páginas rotas.

Tumbado y dolorido, Henry oyó el chirrido de los frenos del coche y el ralentí del motor. El pavimento estaba helado. Le dolía todo el cuerpo magullado. Notaba un fuerte latido en las piernas y los pies ardientes e hinchados.

Las personas de la calle salieron de su asombro, algunas gritaban, otras aplaudían en lo que Henry supuso que era una celebración de borrachos. Los matones de la escuela habían desaparecido. Henry se incorporó y a gatas comenzó a recoger brazadas de fotos para echarlas de nuevo en la caja del carrito.

Alzó la cabeza y vio la estrella en la puerta que se abría. Se apeó un agente.

—¡Dios bendito! Podrías haberte matado haciendo esa locura, y nada menos que por la noche. Si hubieses tenido un poco más de potencia en esa caja quizá te hubiese atropellado. —A Henry le pareció que estaba más preocupado que furioso por el proyectil que acababa de torpedear su coche.

«Pero si me quedaba atrás estaba muerto», pensó Henry, mientras que con la mayor discreción cargaba las últimas fotos y los álbumes en la caja. Miró el coche. Hasta donde podía apreciar en la penumbra, no había ningún daño visible. Había amortiguado la mayor parte del impacto con su propio cuerpo cuando había volado por encima del Radio Flyer. Tenía una segunda piel de morados y un chichón en la cabeza, pero nada grave.

—Lo siento, sólo intentaba volver a casa…

El agente recogió una foto que se había deslizado debajo de su coche. La miró a la luz de la linterna y después se la enseñó a Henry: una foto con desgastada de un oficial japonés debajo de una bandera blanca con un sol rojo, y una espada en el cinto.

—¿Se puede saber dónde está tu casa? ¿Sabes que podría arrestarte por estar en la calle después del toque de queda?

Henry se palmeó la camisa, encontró la insignia, y se la mostró al policía.

Soy chino, un compañero de la escuela me pidió… —No se le ocurrió qué más podía decir, tendría que bastar la verdad—. Un compañero me pidió que se las guardase. Una familia japonesa-americana.

«Hay espías y traidores de todas las formas y tamaños», rezó Henry, «pero no chicos de sexto grado que salen de noche con una carretada de fotos». El agente rebuscó entre el montón de fotos y pasó las páginas de los álbumes. No había ninguna foto de hangares. Ninguna toma en primera plano de los astilleros. Sólo fotos de boda. Fotos de vacaciones, aunque muchas de las personas retratadas vestían las prendas tradicionales japonesas.

Henry entrecerró los ojos, cegado por la luz que el policía dirigió a la insignia y después a su rostro. Él no podía verle, sólo era una silueta negra con una estrella de plata.

—¿Dónde vives?

Henry señaló en dirección al Barrio Chino.

—En South King. —Le preocupaba más la reacción de su padre si le veía llegar acompañado por un agente y un cargamento de fotos japonesas que ir a la cárcel. Estar entre rejas sería, en comparación, toda una fiesta.

El agente parecía más enfadado que ofendido. Era una noche de mucho trabajo, y sin duda tenía cosas mejores que hacer que llevarse detenido a un chino de doce años por conducción temeraria de un Radio Flyer.

—Chico, vete a casa, y llévate todo esto. ¡Que no te vuelva a pillar por aquí de noche! ¿Me oyes?

Henry asintió vigorosamente y se alejó con el carrito a la rastra. Sólo estaba a una calle de su casa. Se marchó con el corazón en la boca, sin mirar atrás.

Al cabo de quince minutos, Henry se encontraba en su habitación, ocupado en colocar en su lugar el cajón inferior de la cómoda. Los álbumes de fotos de los Okabe estaban bien guardados. Había colocado las fotos en las páginas lo mejor que había podido. Ya se ocuparía de hacerlo bien más tarde. El carrito de Keiko encontró un refugio debajo de las escaleras cubiertas detrás del edificio de apartamentos de Henry.

Se acostó en la cama y apartó las mantas. Se palpó el gran chichón que tenía en la cabeza. Agitado y todavía sudoroso por la carrera y el ascenso por las escaleras de incendio, dejó la ventana abierta para que entrase el viento fresco que soplaba del mar. No tardaría en llegar el olor de la lluvia, y oyó a lo lejos las sirenas y las campanas de los transbordadores en el puerto que avisaban del último viaje de la noche. En la distancia oyó la música de jazz que tocaban en alguna parte, quizás incluso en el Black Elk’s Club.