Henry entró como una tromba por la puerta principal, quince minutos más tarde de la hora a la que llegaba normalmente de la escuela. No le importaba, y tampoco parecía importarles a sus padres. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba decirles a sus padres lo que estaba ocurriendo. Ellos sabrían qué hacer, ¿no? Debían saberlo, ¿no? Henry necesitaba hacer algo. ¿Pero qué? Sólo tenía doce años.
—¡Mamá, tengo que decirte una cosa! —gritó, con el aliento entrecortado.
—¡Henry, esperábamos que no tardases tanto! Tenemos invitados a tomar el té. —Oyó decir a su madre en cantones desde la cocina.
Su madre salió y le habló en su pésimo inglés para hacerle callar y meterle prisa para que fuese a la modesta sala de estar.
—Ven, tú venir.
Henry se vio sumergido en una terrible fantasía. Keiko había escapado; estaba aquí, sana y salva. Quizá toda su familia había huido, momentos antes de que el FBI echase su puerta abajo y se encontrase con una casa vacía, las ventanas abiertas, las cortinas agitadas por el viento. Nunca les había conocido, pero se los podía imaginar con toda claridad corriendo por el callejón y dejando a los agentes del FBI desprevenidos y confusos.
Entró en la sala y sintió que se le caía el estómago, como si golpease el suelo para después rodar debajo del sofá y perderse en alguna parte.
—Tú debes de ser Henry. Te estábamos esperando. —Un hombre blanco y mayor, que vestía un elegante traje marrón, estaba sentado delante del padre de Henry. A su lado se encontraba Chaz.
—Sienta. Sienta —dijo el padre de Henry en chinglish.
—Henry, soy Charles Prestan. Soy promotor inmobiliario. Creo que conoces a mi hijo; nosotros le llamamos Chaz, al menos en casa. Tú puedes llamarle como quieras. —Henry tenía unos cuantos nombres escogidos. En los dos idiomas. Le hizo un gesto a Chaz, que le sonrió con tanta dulzura que Henry vio los hoyuelos por primera vez.
Sin embargo, seguía sin entender a qué venía todo esto; nada menos que en su propia casa. «¿Qué…?». «¿Qué haces tú aquí?». Lo pensó, pero las palabras se le quedaron atascadas en algún lugar de la garganta, mientras comprendía por qué su padre se había vestido de traje el otro día; el que siempre vestía en las reuniones importantes.
—Tu padre y yo intentamos hablar de un asunto de negocios, y él me dijo que tú serías el intérprete perfecto. Dice que aprendes inglés en Rainier Elementary.
—Hola, Henry. —Chaz le hizo un guiño, y luego se volvió hacia su padre— Henry es uno de los chicos más inteligentes de la clase. Puede traducirlo todo. Estoy seguro de que también el japonés. —Estas últimas palabras salieron como cubitos de hielo mientras Chaz le sonreía de nuevo a Henry, muy ufano. Henry tenía claro que a Chaz no le gustaba en absoluto estar aquí, pero se complacía jugando al gato y al ratón con Henry, sentado con toda inocencia junto al señor Preston.
—Henry, el señor Preston es el propietario de varios edificios de apartamentos de esta zona. Está interesado en unas propiedades en Maynard Avenue, en el barrio japonés —le explicó su padre en cantonés—. Como soy miembro de la junta de Chong Wa, necesita mi apoyo, y el apoyo de la comunidad china en el Distrito Internacional. Necesita nuestro apoyo para conseguir la aprobación del ayuntamiento. —Lo dijo de una manera que le hizo entender a Henry que era una operación muy importante: el tono, los ojos, las maneras. Muy serio, pero también muy entusiasta. Su padre no se entusiasmaba a la ligera. Las victorias en China sobre el ejército invasor japonés, que eran escasas, y la beca en Rainier, eran las únicas cosas de las que hablaba con un entusiasmo fervoroso. En cualquier caso, hasta ahora.
Henry se sentó en un taburete entre ellos. Se sentía pequeño e insignificante. Pillado entre una roca y otra roca, ambas imponentes moles de granito en forma de adultos.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Henry en inglés, y luego en cantonés.
—Sólo traducir lo mejor que puedas lo que dice cada uno de nosotros —respondió el señor Preston. El padre de Henry asintió. Intentaba seguir las palabras inglesas que el padre de Chaz decía pausadamente.
Henry se quitó el polvo y el hollín de la comisura de los ojos, su mente pensaba en Keiko y su familia. Pensó en aquellas tres parejas japonesas tumbadas boca abajo en el suelo sucio del Black Elk’s Club, vestidas con sus mejores galas. Sacadas a rastras y llevadas a la cárcel. Miró al señor Preston, un hombre que intentaba aprovechar la ocasión de comprarles sus casas a unas familias que ahora mismo estaban quemando sus más preciadas posesiones para impedir que los llamasen traidores o espías.
Por primera vez Henry se dio cuenta de dónde estaba, a un lado de una línea invisible entre él y su padre y todo lo demás que había conocido. No conseguía recordar cuándo la había cruzado ni tampoco veía una manera fácil de volver atrás.
Miró al señor Preston y a Chaz, después a su padre, y asintió. «Adelante, traduciré. Lo haré lo mejor posible».
—Henry, dile a tu padre que intento comprar el solar vacío detrás de la Nichibei Publishing Company. Si podemos conseguir que cierre el periódico japonés, ¿aprobará que también compremos su edificio?
Henry escuchó con atención. Después se dirigió a su padre en cantonés.
—Quiere comprar el solar detrás del periódico japonés y también el edificio.
Su padre evidentemente conocía muy bien el lugar porque respondió:
—La propiedad pertenece a la familia Shitame, pero el cabeza de familia fue arrestado hace unas semanas. Haga una oferta al banco, y ellos se la venderán sin consultarles. —Las palabras las dijo poco a poco, sin duda para que Henry no se perdiese ni una en la traducción.
Henry se quedó atónito ante lo que oía. Miró alrededor en busca de su madre. No se la veía por ninguna parte; lo más probable era que estuviese abajo ocupada con la colada, o preparando el té para los invitados. Titubeó por un instante, y a continuación miró al señor Preston y con una expresión grave dijo:
—Mi padre no aprueba la compra. Una vez fue un cementerio japonés y es de muy mal agüero construir allí. Es por eso que el solar está vacío. —Henry se imaginó a un bombardero en picado lanzándose sobre el objetivo con su carga de bombas.
El señor Preston se echó a reír.
—¿Es una broma, no? Pregúntale si es una broma.
Henry apenas podía creer que por primera vez en meses hablara con su padre y le dijera mentiras. «Pero necesarias», pensó Henry. Miró a Chaz, que se limitaba a mirar al techo, al parecer aburrido al máximo.
El padre de Henry estaba pendiente de cada una de las palabras cantonesas que pronunciaba su hijo.
—El señor Preston dice que quiere convertir el edificio en un club de jazz. Es una música muy popular, y se puede ganar mucho dinero. —Henry se imaginó al piloto soltando su carga, las bombas que caían… fiiiiiiiiiiiii…
Su padre parecía más ofendido que confuso. Diana. Las bombas estallaron. El Distrito Internacional necesitaba muchas cosas, afirmó su padre, pero más clubes nocturnos y más marineros borrachos no ocupaban un lugar destacado en la agenda de su padre como beneficiosos para el progreso y el desarrollo de la comunidad, incluso si así se conseguía expulsar a algunos japoneses de Nihonmachi.
A partir de ese momento la conversación fue cuesta abajo.
El señor Preston se enfureció. Acusó al padre de Henry de tolerar las supersticiones japonesas. Por su parte, el padre de Henry acusó al señor Preston de abusar de las bebidas que pretendía vender en su club de jazz.
Después de un cruce de traducciones por parte de Henry, acabaron la discusión bilingüe, aceptando disentir. Cada uno mirando al otro con desconfianza.
Pero continuaron discutiendo, esta vez prescindiendo de Henry, sin siquiera entender ni una palabra de lo que decía el otro. Chaz miró a Henry, sin pestañear. Se abrió la americana y le mostró a Henry la insignia que le había robado hacía unas semanas. Ninguno de los padres se dio cuenta, pero Henry sí. Chaz le dedicó una sonrisa dentuda, se cerró la americana y sonrió angelicalmente mientras su padre afirmaba:
—Se acabó tanto hablar. Veo que venir aquí ha sido un error. De todas maneras, son ustedes unas personas incapaces de hacer negocios de verdad.
La madre de Henry entró con otra tetera de su mejor té de crisantemo, justo a tiempo para ver cómo Chaz y el señor Preston se ponían de pie y se marchaban furiosos como jugadores que acaban de perder su último dinero jugando a las chapas.
Henry cogió una taza de té y le dio las gracias a su madre con mucha amabilidad, en inglés. Ella, por supuesto, no entendió las palabras, pero al parecer agradeció el tono.
En cuanto se acabó el té, Henry se excusó y se fue a su habitación. Era temprano, pero se sentía agotado. Se acostó, cerró los ojos y pensó en el señor Preston, la versión adulta de Chaz, descuartizando con codicia el Barrio Japonés, y en su propio padre, tan dispuesto a ayudar en estos importantes asuntos de negocios. Henry casi había esperado sentirse feliz por haber desbaratado sus planes, pero sólo sentía agotamiento y culpa. Nunca había desobedecido a su padre de una manera tan descarada. Pero había tenido que hacerlo. Había visto los fuegos en Nihonmachi y a la gente quemar sus más queridas posesiones; cenizas que recordaban quiénes habían sido, quienes eran. Los escaparates tapiados con tablas y las banderas norteamericanas en las ventanas. No sabía gran cosa de negocios, pero sabía que eran tiempos difíciles y que irían a peor. Necesitaba encontrar a Keiko, necesitaba verla. A medida que caía la noche, se la imaginó en alguna foto de familia, un retrato en el fuego, que se enrollaba, ardía, y se convertía en cenizas.