En el patio trasero, Henry se puso los guantes de jardinería y podó las ramas secas de un viejo ciruelo cuyos pequeños frutos verdes se empleaban para hacer vino chino.
El árbol tenía la edad de su hijo.
Marty y su prometida estaban sentados en los escalones de la galería y miraban mientras bebían té verde frío con jengibre. Henry había intentado hacer té frío con Darjeeling o Pekoe, pero siempre tenían un sabor demasiado amargo por mucho azúcar o miel que se añadiese.
—Marty me dijo que esto era algo así como una sorpresa. Espero no haberla estropeado. Pero es que me ha hablado tanto de usted, que me moría de ganas de conocerle.
—En realidad, no hay mucho que contar —manifestó Henry cortésmente.
—Bueno, para empezar, me dijo que ése es su árbol preferido —añadió Samantha, con su mejor empeño por llenar el incómodo silencio entre padre e hijo—, y que lo plantó el día que nació Marty.
Henry continuó con la poda. Cortó una rama con unos delicados pimpollos blancos.
—Es un árbol ume —explicó. Lo pronunció de una forma pausada y sonó ooh-may—, Florece incluso durante el tiempo más inclemente, en el más crudo invierno.
—Allá vamos… —le susurró Marty a Samantha, lo bastante fuerte como para que su padre le oyese— Viva la revolución… añadió en un tono jocoso.
—¿Eh, qué se supone que significa eso? —preguntó Henry, que interrumpió su labor.
—No es ninguna ofensa, papá, sólo que…
—Marty me dijo que el árbol tiene un significado especial para usted —le interrumpió Samantha—, que es algo así como un símbolo.
—Lo es —admitió Henry, que tocó un pequeño pimpollo de cinco pétalos—. Las flores ume se usan como decoración durante el Año Nuevo chino. También es un símbolo de la antigua ciudad de Nanjing y ahora es la flor nacional de toda China.
Marty se levantó a medias e hizo un saludo burlón.
—¿A qué viene eso? —preguntó Samantha.
—Díselo, papá.
Henry continuó podando en un intento por no hacer caso de la broma de su hijo.
—La flor también era la preferida de mi padre. —Henry forcejeó con las tijeras de podar, antes de conseguir cortar una gruesa rama seca—. Es un símbolo de la perseverancia ante la adversidad; un símbolo revolucionario.
—¿Su padre era un revolucionario? —preguntó Samantha.
—¡Ja! —Henry contuvo la risa ante la ocurrencia—. No, no, era un nacionalista. Siempre temeroso del comunismo. Pero sí creía en una única China. El árbol ume era especial para él en ese sentido, ¿lo comprende?
Samantha asintió con una sonrisa y bebió un sorbo de té.
—Marty dijo que el árbol proviene de una rama del árbol de su padre.
Henry miró a su hijo, luego sacudió la cabeza y cortó otra rama.
—Se lo dijo su madre.
Henry se sintió mal por mencionar a Ethel. Por traer tanta tristeza a lo que por lo demás era un día feliz.
—Lo siento mucho —manifestó Samantha—, me hubiese gustado conocerla.
Henry se limitó a sonreír con expresión solemne y asintió, al tiempo que Marty rodeaba a su prometida con un brazo y la besaba en la sien.
Samantha cambió de tema.
—Marty dice que fue un gran ingeniero, que incluso le permitieron el retiro anticipado.
Henry veía a Samantha por el rabillo del ojo mientras podaba el árbol; era como si la joven estuviese verificando una lista imaginaria.
—Que es un gran cocinero, que le gusta la jardinería, y que es el mejor pescador que haya conocido. Me habló de todas las veces que lo llevó a Lake Washington a pescar salmón rojo.
—Vaya… —dijo Henry, que miró a su hijo y se preguntó por qué nunca le había dicho estas cosas a él. Entonces pensó en las brechas de la comunicación, en realidad abismos, entre él y su propio padre y supo la respuesta.
Samantha removió los cubitos en el vaso con el dedo y bebió un sorbo.
—Dice que le encanta el jazz.
Henry la miró, intrigado. «Ahora sí que estamos hablando».
—No cualquier jazz. Las raíces del jazz y el swing de la Costa Oeste, como Floyd Standifer y Buddy Catlett, y que es un gran admirador de Dave Holden, y todavía más de su padre, Oscar Holden.
Henry cortó una ramita y la arrojó en un cubo blanco.
—Me gusta —le dijo a Marty, lo bastante fuerte como para que ella le oyese—. Has hecho bien.
—Me alegra que lo apruebes, papá. Sabes, me sorprendes.
Henry hizo lo posible para comunicarse sin palabras. Darle a su hijo aquella sonrisa, aquella cómplice mirada de aprobación. Estaba seguro de que Marty captaba cada frase de su comunicación sin palabras. Después de toda una vida de asentimientos, expresiones ceñudas y sonrisas estoicas, ambos eran expertos en la taquigrafía emocional. Sonrieron a la ve/, mientras Samantha hacía gala de sus impresionantes conocimientos de la rica historia musical de Seattle en la preguerra. Cuanto más escuchaba Henry, más pensaba en volver al Hotel Panamá a la semana siguiente a buscar en el sótano. En todos aquellos cajones. En todos aquellos baúles, cajas y maletas. En lo mucho más fácil que sería su tarea si contaba con ayuda.
Pero por encima de todo, Henry detestaba ser comparado con su propio padre. A los ojos de Marty, la ciruela no había caído lejos del árbol; es más, se aferraba con firmeza a las ramas. Es lo que le he enseñado con mi ejemplo, pensó Henry, al comprender que contar con la ayuda de Marty en el sótano podría aliviar algo más que la carga física.
Henry se quitó los guantes, y los dejó en la galería.
—El árbol ume era el favorito de mi padre, pero el esqueje que planté no era del suyo. Era de un árbol en Kobe Park…
—¿Pero el parque no estaba en el viejo Barrio Japonés? —preguntó Marty.
Henry asintió.
La noche que nació Marty, Henry hizo una incisión en una rama pequeña de un ciruelo, uno de los muchos que crecían en el parque, colocó un palillo de dientes en el corte, y lo envolvió con una tira de tela. Regresó al cabo de varias semanas, y se llevó el resto de la rama donde ya habían nacido las nuevas raíces. La plantó en el patio trasero, y la cuidó. Siempre.
Henry había pensado en llevarse un cerezo. Pero las flores eran demasiado hermosas, los recuerdos demasiado dolorosos. Pero ahora, Ethel se había ido. El padre de Henry había muerto hacía mucho. Incluso había desaparecido el Barrio Japonés. Lo único que quedaba eran días de largas horas interminables, y el ciruelo que cuidaba en el patio trasero. Robado la noche que había nacido su hijo, de un árbol chino en un jardín japonés, todos aquellos años atrás.
El árbol había crecido silvestre durante los años en que Ethel había estado enferma. Henry había tenido menos tiempo para ocuparse de las grandes ramas que habían crecido hasta ocupar los pequeños confines del patio trasero. Tras la muerte de Ethel había comenzado de nuevo a cuidar del árbol, y éste había comenzado a dar frutos.
—¿Qué hacéis los dos el próximo jueves? —preguntó Henry.
Vio cómo se miraban el uno al otro y se encogían de hombros. En el rostro de su hijo aún quedaba un rasgo de desconcierto.
—No tenemos ningún plan —respondió Samantha.
—Pues entonces nos encontraremos en el salón de té del Hotel Panamá.