Al día siguiente Henry pasó la tarde en el Barrio Chino, en el barbero, la panadería: cualquier excusa era válida para pasar por delante del Hotel Panamá. Espió por las ventanas abiertas sin ver nada más que a los trabajadores y las nubes de polvo por todas partes. Cuando por fin emprendió el camino de regreso a casa, Marty le esperaba en la entrada. Tenía llave, pero por lo visto había decidido quedarse fuera. Tumbado en los escalones de cemento, Marty daba golpecitos con el pie, las manos cruzadas sobre el pecho, con todo el aspecto de estar nervioso e impaciente.
Henry había intuido durante la comida del otro día que algo preocupaba a Marty, pero se había dejado distraer por la idea de encontrar alguna cosa de Keiko, lo que fuese, en el sótano del Hotel Panamá. Ahora estaba aquí. «Ahora ha venido para tenérselas conmigo. Para decirme que me equivoqué a la hora de cuidar a su madre». El último año de Ethel había sido muy duro. Cuando había tenido la suficiente lucidez para conversar con ambos, Marty y él parecían llevarse de maravilla. Pero en cuanto su salud declinó, y apareció la palabra «hospicio», había comenzado el verdadero desacuerdo.
—Papá, no puedes tener a mamá aquí; la casa huele a viejos —había afirmado Marty.
Henry se frotó los ojos, cansado de la discusión.
—Somos viejos.
—¿Algunas vez has estado en el nuevo Peace Hospice? ¡Es como un hotel! ¿No quieres que mamá pasé sus últimos días en un lugar bonito? —Mientras Marty lo decía había mirado al techo, que tenía un color amarillento debido al humo de los miles de cigarrillos que Ethel había fumado a lo largo de los años—, ¡este lugar es una pocilga! No quiero que mi madre esté aquí, cuando podría estar en un lugar con todas las comodidades.
—Éste es su hogar —había respondido Henry al levantarse de su mecedora—. Quiere estar aquí. No quiere morir en un lugar desconocido por muy bonito que sea.
—Tú quieres que esté aquí. ¡No puedes vivir sin ella, sin controlarlo todo! —Marty casi lloraba—. Ellos se encargarán de la medicación, papá, tienen enfermeras…
Henry estaba furioso, pero no había querido empeorar la situación comenzando con otro inútil duelo a gritos, menos con Ethel durmiendo en la habitación de al lado.
El servicio a domicilio de la institución había traído todo lo necesario para hacer más soportables sus últimos meses: una cama de hospital, y morfina, atropina y Ativan para mantenerla relajada y libre de dolor. Llamaban todos los días, y una asistenta social se presentaba cuando era necesario, pero nunca tan a menudo como Henry hubiera deseado.
—Henry… —Ambos se habían quedado de piedra al oír el sonido de la débil voz de Ethel. Ninguno de los dos la había oído hablar por lo menos desde hacía una semana.
Henry fue a su dormitorio. Su dormitorio. Aún lo llamaba así a pesar de que llevaba durmiendo en el sofá de la sala durante los últimos seis meses, si bien de vez en cuando dormía en una butaca junto a la cama de Ethel. Pero sólo en las noches en que ella estaba inquieta o asustada.
—Estoy aquí. Shhhh, shhhh… Estoy aquí… —dijo y se sentó en el borde de la cama, con la débil mano de ella entre las suyas, inclinado sobre su esposa en un intento de mantener su atención.
—Henry…
Miró a Ethel, que miraba con los ojos desorbitados a través de la ventana del dormitorio.
—No pasa nada, aquí estoy. —Mientras lo decía, le; arregló el camisón y le tapó los brazos con la manta.
—Llévame a casa, Henry —suplicó Ethel, y le apretó la mano—. Estoy tan harta de este lugar, llévame a casa…
Henry miró a su hijo, que estaba en el umbral, mudo.
A partir de aquel día, habían dejado de discutir. Pero también habían dejado de hablar.
—Papá, creo que debemos hablar.
La voz de Marty despertó a Henry de su melancólico ensimismamiento. Subió por la escalinata, no del todo, hasta que se detuvo donde podía mirar a su hijo a los ojos.
—¿No sería mejor que entráramos y hablásemos sentados de lo que tienes en mente? —preguntó.
—Prefiero hablar aquí.
Henry advirtió que su hijo le miraba la ropa, cubierta por el polvo de las obras del hotel.
—¿Estás bien? Tienes aspecto de haberte arrojado al suelo para parar un penalti.
—Tú tienes tu historia, yo tengo la mía. —Henry se sentó junto a su hijo con la mirada puesta en la larga sombra oscura de Beacon Hill detrás de los árboles, que se extendía a todo lo ancho de la avenida. Las farolas parpadearon por encima de ellos y se encendieron.
—Papá, no hablamos mucho de casi nada desde que murió mamá.
Henry asintió estoicamente, y se preparó para el aluvión de críticas.
—Me he pelado el culo para sacar las mejores notas, he intentado ser el hijo que querías que fuese.
Henry escuchó con un profundo remordimiento. «Quizá pasé demasiado tiempo cuidando de Ethel, quizá le excluí. Si lo hice, no fue con intención».
—No tienes que disculparte de nada. Estoy tremendamente orgulloso de ti.
—Sé que lo estás, papá. Lo sé, sé que lo estás. Es la razón por la que he estado evitando hablar de esto contigo. Primero, porque tenías que ocuparte mucho de mamá, y segundo, bueno, porque no sabía cuál sería tu reacción.
Henry frunció el entrecejo, ahora sí que estaba preocupado. Su mente repasó todas las cosas que su hijo podría decirle en las presentes circunstancias. «Toma drogas. Le han expulsado de la universidad. Ha estrellado el coche, ha entrado en una secta, ha cometido un crimen, irá a la cárcel, es gay…».
—Papá, estoy prometido.
—¿Con una chica?
Henry formuló la pregunta con absoluta seriedad. Marty se echó a reír.
—Por supuesto que con una chica.
—¿Tenías miedo de decirme esto? —Henry buscó algún significado en el rostro, en los ojos, en el lenguaje corporal de su hijo—. Está embarazada —dijo más como una afirmación que como una pregunta. De la manera que se dice «Nos rendimos», o «perdimos en la prórroga».
—¡Papá! No, nada de eso.
—¿Entonces por qué estamos hablando aquí…?
—Porque está adentro, papá. Quiero que la conozcas.
Henry se animó. Claro que disimulando una punzada de dolor porque esa muchacha misteriosa hubiese sido mantenida en secreto, pero su hijo estaba muy ocupado, estaba seguro de que Marty tenía un motivo.
—Verás, sólo es que sé lo patriotas que eran tus padres. Me refiero a que no eran sólo chinos, eran superchinos, si entiendes lo que quiero decir. Eran como cubitos de hielo en el crisol de América, tenían una única manera de ver las cosas. —Marty se esforzó en buscar las palabras correctas. Tú te casaste con mamá y lo hicisteis a la manera tradicional. Me enviaste a una escuela china, como hizo tu viejo contigo, y siempre hablas de que busque una bonita chica china como mamá para formar un hogar.
Hubo una pausa, un momento de silencio. Henry observó a su hijo, a la espera de que continuase. Nada se movió salvo las sombras proyectadas sobre los escalones, mientras los abetos se movían con la suave brisa.
—No soy como Yay Yay, no soy como tu abuelo —Henry comprendió dónde iba a parar esto, asombrado por verse incluido en la misma categoría de su padre. Muy en el fondo amaba a su padre, ¿qué hijo no lo hacía? Sólo había querido lo mejor para él. ¿Pero, después de todo lo que Henry había pasado, después de todo lo que había visto y hecho, había cambiado tan poco? ¿Tanto se parecía a su padre? Henry oyó un chasquido cuando la puerta se abrió detrás de ellos. Una joven asomó la cabeza, luego salió con una gran sonrisa. Tenía una larga melena rubia, y los ojos azules; de aquellos que Henry llamaba ojos irlandeses.
—¡Usted tiene que ser el padre de Marty! No puedo creer que hayan estado aquí afuera todo el tiempo. ¿Marty, por qué no has dicho nada? —Henry sonrió, y la vio mirar sorprendida a su hijo, que parecía nervioso, como si le hubiesen pillado haciendo algo malo.
Henry le tendió la mano a su futura nuera.
Ella brillaba como la luz.
—Soy Samantha. Me moría de ganas de conocerle.
No hizo caso de la mano y se adelantó para abrazarlo. Henry le dio unas palmaditas e intentó respirar, pero después se rindió y le devolvió el abrazo. Miró a Marty por encima del hombro de la muchacha con una sonrisa y levantó el pulgar.