Noticias viejas (1986)

Henry buscó en el polvoriento sótano del Hotel Panamá, sin dejar de toser y estornudar durante tres horas. En ese tiempo había encontrado innumerables álbumes de fotos de bebés y amarillentas fotos en blanco y negro de familias celebrando la Navidad y el Año Nuevo. Cajas y cajas de vajillas y cubiertos, y prendas suficientes para llenar una tienda pequeña. Había artículos de todas clases. Resultaba fácil olvidar que aquellas personas habían apreciado tanto estas cosas como para ocultarlas, con la ilusión de recuperarlas algún día; presuntamente en algún momento después de acabada la guerra.

Pero como sombríos recordatorios estaban sus nombres: Imada, Watanabe, Suguro y Hogi. Casi todas las cajas y baúles tenían etiquetas con los nombres. Otras tenían los nombres pintados directamente en los costados o las tapas de las maletas. Silenciosos testimonios de vidas desplazadas hacía tanto tiempo.

Henry estiró la espalda dolorida y vio una destartalada silla de jardín de aluminio, que imaginó había visto tiempos mejores en barbacoas y meriendas en patios traseros. Crujió al abrirla al unísono con sus rodillas cuando se sentó; tenía el cuerpo cansado de estar agachado junto a las cajas y las maletas.

En un descanso de su labor, cogió un periódico de una pila cercana. Era un viejo ejemplar del Hokubei Hochi-The North American Post, un periódico local que aún se publicaba. Llevaba la fecha de 12 de marzo de 1942.

Henry echó una ojeada a las noticias, impresas en ingles en columnas verticales. Titulares eran sobre el estacionamiento local y la guerra en Europa y el Pacífico. Con la visión forzada para leer la letra pequeña en la penumbra del sótano, Henry se fijó en el editorial de portada. El titular decía: «último número. Lamentamos que éste sea nuestro último número hasta nuevo aviso, pero deseamos manifestar nuestra total lealtad y apoyo a Estados Unidos de América, a sus aliados y a la causa de la libertad…». Era el último número impreso en Nihonmachi antes del internamiento, antes de que se los llevasen a todos, pensó Henry. Había otros artículos, uno sobre oportunidades para la reubicación tierra adentro, en lugares como Montana y Dakota del Norte, y un informe de la policía referente a un hombre que se había hecho pasar por agente federal y que había asaltado a dos mujeres japonesas en su apartamento.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó la señora Pettison, que bajó las escaleras con una linterna en la mano. Henry se sobresaltó, pues se había habituado al silencio y a la soledad del sótano.

Dejó el periódico a un lado y se levantó. Se quitó el polvo de la ropa y a continuación se limpió las manos en las perneras, donde dejó sendas marcas del ancho de la palma de la mano.

—No he encontrado precisamente lo que busco, pero es que hay tanto de todo.

—No se preocupe, por hoy tenemos que cerrar, pero puede venir cuando quiera la semana que viene. Se tiene que asentar el polvo para que podamos limpiar, y mañana aislaremos las paredes. Cuando esté todo hecho, siéntase libre de venir y continuar buscando.

Henry le dio las gracias, desilusionado por no haber encontrado nada que perteneciese a Keiko o a su familia. Sin embargo, no renunciaba a la esperanza. Había pasado por delante del hotel durante años, incluso décadas, sin sospechar en ningún momento que podía quedar dentro algo de valor. Había creído que todo aquello de los años de la guerra había sido reclamado hacía mucho, había aceptado el hecho e intentado seguir adelante. Había intentado vivir su vida. Al mirar las montañas de cajas que aún le quedaban por revisar, sintió la presencia de Keiko. Quedaba algo de ella. Adentro. Se esforzó por oír su voz en la memoria. Perdida entre sus pensamientos. Está allí. Lo sé.

También pensó en Ethel. ¿Qué pensaría ella? ¿Aprobaría que estuviese curioseando aquí abajo, escarbando en el pasado? Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de lo que había sabido desde el principio. Ethel siempre aprobaría cualquier cosa que pudiese hacer feliz a Henry. Incluso ahora. Sobre todo ahora.

—Volveré a esta hora la semana que viene, si le parece bien —dijo Henry.

La señora Pettison asintió y le guió escaleras arriba.

Henry entrecerró los ojos para dejar que sus sentidos se acomodasen a la luz del día y al frío cielo gris de Seattle, que llenaba las ventanas de estilo Tudor del vestíbulo del Hotel Panamá. Todo le pareció —la ciudad, el cielo— más brillante y más vivido que antes. Muy moderno, comparado con la cápsula del tiempo que había en el sótano. Al salir del hotel, Henry miró al oeste donde se ponía el sol, un color siena tostado se extendía por el horizonte. Le recordó que el tiempo era breve, pero que los finales felices aún se podían encontrar al final de los días fríos y deprimentes.