En su carrera hacia el humo, Henry evitó del todo el Barrio Chino. No porque tuviese miedo de ser visto por sus padres durante las horas de clase, aunque sí en parte, sino por los agentes atentos a la presencia de alumnos que hacían novillos. Era casi del todo imposible hacer novillos donde vivía Henry. Los agentes recorrían las calles y los parques, incluso se presentaban en las pequeñas fábricas de fideos y envasadoras en busca de chicos extranjeros cuyos padres a menudo les enviaban a trabajar jornadas completas en lugar de enviarlos a la escuela. Lo más probable era que las familias necesitasen ese aporte económico, pero los oriundos como el padre de Henry creían que los niños educados representaban una disminución en la delincuencia. Quizá tenían razón. El Distrito Internacional era bastante tranquilo, aparte de algún episodio de violencia entre los tongs rivales, o cuando aparecían los alistados, que deambulaban por allí y luego terminaban tambaleándose, borrachos y con ganas de pelea. Además, cualquier agente que veía a un niño asiático en la calle durante el horario escolar, por lo general lo detenía y le llevaban a su casa, donde el castigo del pobre chico a manos de sus padres probablemente le hacía lamentar que no le llevaran a la cárcel.
Por lo tanto, Henry trazó su camino con mucha cautela por Yester Avenue, por el lado de Nihonmachi, todo el trayecto hasta el Kobe Park, que ahora estaba desierto. Mientras caminaba por las calles del Barrio Japonés, vio muy poca gente. Como en una mañana de domingo en el centro de Seattle, todas las tiendas y empresas estaban cerradas, y en aquellas que estaban abiertas solo había un puñado de clientes.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se pregunto. Al apartar la mirada de las calles desiertas al frío cielo vio las columnas de humo negro que se elevaban serpenteantes desde lugares invisibles. «Nunca la encontraré». Sin embargo, continuó yendo de edificio en edificio. Atento a no mirar las expresiones extrañas en los rostros de los pocos hombres y mujeres que pasaban a mi lado.
En el corazón del Barrio Japonés, Henry encontró de nuevo el Ochi Photography Studio. Henry no pudo dejar de ver al joven propietario, subido a un cajón de leche y mirando por el objetivo de una gran cámara montada en un trípode de madera. Tomaba fotos en un callejón que seguía la misma dirección de Maynard Avenue, donde Henry vio la fuente de los incendios. No se trataba de hogares o negocios japoneses, como había temido. Eran grandes barriles incendiados y cubos de basura a los que habían pegado fuego en el callejón. Las llamas y el humo se levantaban por encima de los edificios de apartamentos.
—¿Por qué saca fotos de la quema de basuras? —preguntó Henry, sin tener muy claro si el fotógrafo sería capaz de reconocerle.
El joven miró a Henry. Luego sus ojos parpadearon, y pareció recordarlo. Tenía que ser por su distintivo. El fotógrafo volvió a ocuparse de la cámara con manos temblorosas.
—No queman basura.
Henry permaneció en la «T» donde el callejón se encontraba con la calle, junto al fotógrafo encima de su cajón de leche, con su cámara y las bombillas de flash. Al mirar a lo largo del callejón vio a las personas que entraban y salían de los edificios y arrojaban cosas al interior de los barriles incendiados. Una mujer desde la ventana de un tercer piso le gritó algo a un hombre en la acera y arrojó un kimono color ciruela que flotó y giró para acabar posándose como la nieve en el sucio pavimento del callejón. El hombre lo recogió, lo contempló por un momento, titubeó, y acabó por lanzarlo al fuego. La seda se quemó y los trozos ardientes flotaron impulsados por el calor como mariposas con las alas incendiadas, agitadas en la corriente, hasta acabar consumidos y caer convertidos en cenizas negras.
Una anciana pasó junto a Henry con una brazada de papeles y los arrojó al fuego, donde hicieron un ruido como el de una brusca aspiración. Henry sintió el roce del calor en las mejillas y dio un paso atrás. Incluso en la distancia Henry vio que eran pergaminos: obras de arte, escritas y dibujadas a mano. Grandes caracteres japoneses que desaparecían en el corazón del fuego.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Henry, sin comprender del todo lo que veía con sus propios ojos.
—Anoche detuvieron a más personas. Japoneses, por toda la ciudad. Por todo Puget Sound. Quizá por todo el estado. La gente se libra de cualquier cosa que les vincule a la guerra con Japón. Cartas de Japón. Ropa. Todo debe desaparecer. Son demasiado peligrosas. Incluso las viejas fotos. Queman las fotos de sus padres, de sus familias.
Henry vio a un anciano colocar cansinamente una bandera japonesa plegada con esmero en el bidón más cercano, y después saludar mientras ardía.
El fotógrafo pulsó el obturador de la cámara para captar la escena.
—Yo quemé anoche todas mis viejas fotos. —Se volvió hacia Henry, y el trípode tembló mientras lo sujetaba. Con la otra mano se limpió los labios con un pañuelo—. Quemé incluso las fotos de mi boda.
A Henry le escocieron los ojos por culpa del humo y el hollín. Oyó a una mujer gritar algo en japonés, en algún lugar distante. Le sonó más a un llanto.
—Celebramos una boda tradicional aquí mismo en Nihonmachi. Después nos hicimos las fotos en el jardín botánico de Seattle delante de las magnolias y los crisantemos. Vestíamos kimonos, las prendas shinto que habían pertenecido a mi familia durante tres generaciones. —El fotógrafo parecía atormentado por la escena que tenía delante. Acosado por la destrucción de los recuerdos tangibles, palpables, de la vida.
—Lo quemé todo.
Henry había visto todo lo que podía soportar. Dio media vuelta y corrió de regreso a su casa, con el regusto del humo todavía en la boca.