Cuando Keiko llegó delante del Black Elk’s Club, Henry de inmediato se sintió mal vestido. Aún llevaba las mismas prendas de antes, con la insignia de «Soy chino» todavía enganchada en la camisa de la escuela. Keiko, en cambio, se había vestido para la ocasión con un vestido rosa brillante y zapatos marrones bien lustrados. El pelo, recogido hacia atrás y sujeto con hebillas y rulos calientes, caía en grandes rizos sobre los hombros. Se abrigaba con un suéter blanco que dijo le había tejido su madre. Llevaba el cuaderno de dibujo bajo el brazo.
Atónito, Henry dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Estás preciosa. —Lo dijo en inglés, y vio como Keiko sonreía. Estaba asombrado de lo diferente que se veía, sólo con un vago parecido a la ridícula niña con delantal en la cocina de la escuela.
—¿Nada de japonés? ¿No toca oai deki te ureshii desu? —se burló Keiko.
—Me has dejado mudo.
Keiko le devolvió la sonrisa.
—¿Entramos?
—No podemos. —Henry sacudió la cabeza y señaló el cartel que decía Prohibida la entrada a menores después de las 18—. Sirven alcohol. Somos demasiado jóvenes. Pero tengo una idea, sígueme. —Henry señaló el callejón que los llevó hasta la puerta trasera. Estaba enmarcada con gruesos ladrillos de cristal, pero la música llegaba a través de la puerta mosquitera, que estaba entreabierta.
—¿Vamos a colarnos? —preguntó Keiko preocupada.
Henry sacudió la cabeza.
—Acabarían por vernos y nos echarían.
—Henry buscó un par de cajones de madera y ambos se sentaron para escuchar la música, sin hacer caso de los fuertes olores a cerveza y moho del callejón. «No puedo creer que esté aquí», pensó Henry. El sol todavía no se había puesto y la música era vigorosa y animada.
Después de los primeros quince minutos de actuación, se abrió la puerta y un negro viejo salió para encender un cigarrillo. Sorprendidos, Henry y Keiko se levantaron dispuestos a correr, convencidos de que les echarían por estar allí.
—¿Qué hacéis rondando por aquí, pretendéis darle un susto de muerte a este viejo? —Se palmeó el pecho por encima del corazón, y se sentó donde Henry había estado sentado. El viejo vestía un pantalón sujeto con tirantes grises, sobre una arrugada camisa de mangas enrolladas; a Henry le pareció que tenía el aspecto de una cama deshecha.
—Lo siento —se disculpó Keiko. Se alisó las arrugas en el vestido—. Sólo estábamos oyendo la música; ya nos íbamos…
—¿Sheldon toca esta noche con el grupo? —interrumpió Henry.
—¿Sheldon qué? Esta noche tenemos a un montón de caras nuevas, hijo.
—Toca el saxo.
El viejo se secó las manos sudorosas en el pantalón y encendió el cigarrillo. Con grandes toses y jadeando, fumaba como si estuviese en una carrera y él fuese parte del pelotón que se esforzaba en recuperar terreno. Henry oyó cómo el hombre intentaba recuperar la respiración entre caladas.
—Está ahí dentro y está haciendo un muy buen trabajo. ¿Eres un admirador de él o algo así?
—Sólo soy un amigo, y quería venir aquí y escuchar a Oscar Holden. Soy un admirador de Oscar.
—Yo también —añadió Keiko, que se dejó llevar por el momento y se acercó a Henry.
El viejo aplastó la colilla con el gastado tacón de su zapato, y luego la arrojó al cubo de basura más cercano.
—¿Sois admiradores de Oscar? —Señaló la insignia de Henry—. ¿Oscar tiene ahora un club de admiradores chinos?
Henry se tapó la insignia con la chaqueta.
—Esto es sólo… Mi padre que…
—No pasa nada, chico. Hay días en los que yo también deseo ser chino —se rió con una rasposa risa de fumador que se convirtió en un ataque de toses, pitidos y escupitajos en el suelo—. Bueno, si vosotros sois amigos de Sheldon el hombre del saxo y admiradores de Oscar el hombre del piano, supongo que a Oscar no le importará tener a un par de chicos de su club de admiradores esta noche en su casa. Claro que no le hablaréis a nadie de esto, ¿no?
Henry miró a Keiko, sin saber muy bien si el viejo bromeaba o no; ella sólo continuaba sonriendo, su ansiosa sonrisa más grande que la suya, y ambos negaron con la cabeza.
—No se lo diremos a nadie —prometió Keiko.
—Bien, necesito que vosotros dos, miembros del club de admiradores, me hagáis un pequeño favor, si queréis entrar esta noche en el club.
Henry se desilusionó un poco mientras miraba al viejo sacar unos trozos de papel del bolsillo de la camisa y darle uno a cada uno. Leyó su nota y la comparó con la de Keiko. Eran casi idénticas. Había unas letras ilegibles y una firma, de un doctor.
—Llevad esto a la farmacia en Weller; decidles que lo carguen en nuestra cuenta, lo traéis, y entráis.
—Creo que no lo entiendo —dijo Henry—, es un medicamento…
—Es una receta de jengibre jamaicano, algo que por aquí es un ingrediente secreto. Es así como funciona este mundo, hijo. Con la guerra, todo está racionado: el azúcar, la gasolina, los neumáticos… la bebida. Además no nos permiten vender bebidas alcohólicas en los clubes de color, así que hacemos lo que ellos hicieron hace unos años durante la prohibición. Lo elaboramos y lo agitamos. —El viejo señaló el rótulo de neón que reproducía una coctelera encima de la puerta—. Por razones médicas, claro. Venga, en marcha.
Henry miró a Keiko, sin saber qué hacer o creer. No parecía un encargo muy complicado. Quizás había ido a la farmacia un centenar de veces a petición de su madre. Además, a Henry le encantaba el jengibre seco. Quizás era algo parecido.
—Volvemos ahora mismo —Keiko tiró a Henry de la americana y lo sacó del callejón para volver a Jackson Street. Weller estaba una calle más allá.
—¿Esto nos convierte en contrabandistas? —preguntó Henry cuando vio las hileras de botellas en el escaparate de la farmacia. Se sentía nervioso y excitado ante la perspectiva. Había escuchado en la radio el episodio del programa This is Your fbi en el que los agentes del gobierno arrestaban a unas bandas de contrabandistas que bajaban desde Canadá. Eras partidario de los buenos, pero al día siguiente, en la calle, cuando jugabas a policías y ladrones, siempre querías ser de los malos.
—No lo creo. Ya no es ilegal; además, sólo estamos haciendo un recado. Como dijo él, se vende, pero no lo pueden comprar en las tiendas para blancos, así que lo fabrican en casa.
Henry renunció a cualquier idea de delito y entró en la Owl Drug Store, que estaba abierta hasta las ocho. «Los contrabandistas no van a las farmacias», se dijo a sí mismo. «No pueden llevarte a la cárcel por ir a comprar un encargo, ¿verdad?». Si el viejo y esquelético farmacéutico pensó que era extraño que dos chicos asiáticos pidieran cada uno una botella grande que era un noventa y cuatro por ciento de alcohol, no dijo ni una palabra. En honor a la verdad, por la manera como miró las recetas y las etiquetas con una enorme lente de aumento, probablemente no veía gran cosa. Pero el empleado, un joven negro, les guiñó un ojo y les dedicó una sonrisa resabiada cuando guardó las botellas en bolsas separadas.
—Está pagado —dijo.
En el camino a la salida, Henry y Keiko ni siquiera se detuvieron a mirar los frascos llenos de golosinas. En cambio se miraron el uno al otro con una fingida despreocupación, y cuando caminaron por la calle con las botellas de licor moviéndose a sus costados cada uno se sintió un poco mayor. Pequeños vencedores en una caza del tesoro para adultos.
—¿Qué hacen con esto, se lo beben? —preguntó Henry mirando su botella.
—Mi papá me dijo que la gente lo utiliza para hacer ginebra en casa.
Henry pensó en los marineros que andaban haciendo eses por la calle y montaban peleas a última hora de la noche. La ginebra barata les hacía tambalearse como si sus piernas pertenecieran a algún otro. Piernas de trapo les llamaba la gente. Los marineros y los soldados de la base aérea de Paine no podían entrar en algunos clubes del centro por las peleas que montaban, así que iban a los bares de jazz en South Jackson, o incluso al Barrio Chino en busca de algún bar donde les sirviesen. Le costaba creer que la gente aún bebiera esto. Sin embargo, cuando vio la de personas que había delante del Black Elk’s Club, supo que estaban allí por la misma razón que él. Estaban allí para participar de algo embriagante y casi prohibido; estaban allí por la música. Y esa noche, delante del edificio, donde los que llegaban tarde hacían cola para entrar, a algunos incluso se les rechazaba cuando llegaban a la puerta. Era una enorme multitud para ser un día de semana. Oscar desde luego sabía atraerles.
En el callejón, detrás del club, Henry oyó a los músicos ensayando para la próxima actuación. Creyó oír a Sheldon afinar el saxofón. Un joven con un delantal blanco y pajarita negra les esperaba en el umbral. Abrió la puerta mosquitera y les hizo pasar a toda prisa por una cocina improvisada, donde dejaron las botellas de jengibre jamaicano en una tina con hielo junto a oirás botellas de misteriosas propiedades.
En el salón principal, junto a una vieja pista de baile, su escolta les señaló unas sillas cerca de la puerta de la cocina, donde otro camarero plegaba servilletas en perfectos triángulos blancos.
—Sentaos allí y no os metáis en líos, veré si Oscar está listo.
Henry y Keiko miraron asombrados a través de la oscura sala llena de humo, salpicada de copas altas en manteles color burdeos y joyas que resplandecían sobre los clientes sentados a las pequeñas mesas iluminadas con velas. Las conversaciones se acallaron cuando un viejo fue hasta el bar, donde se sirvió un vaso de agua fría y se secó el sudor de la frente. Era el mismo viejo que había estado en la parte de atrás del club, el mismo que había estado tomando en el callejón. Henry se quedó boquiabierto cuando el viejo fue hacia el escenario, flexionó las muñecas e hizo sonar los nudillos antes de sentarse al piano vertical, delante de una gran orquesta de jazz. Sheldon estaba sentado en un taburete detrás de un atril con el resto de la sección de vientos.
El viejo se quitó los tirantes de los hombros, para darle al torso espacio para moverse, y deslizó los dedos por el teclado mientras el resto de la banda comenzaba a seguir el ritmo. Para Henry, la multitud parecía estar conteniendo la respiración. El viejo al piano habló al tiempo que tocaba la introducción.
—Ésta es para mis dos nuevos amigos; se llama Alley Cat Strut. Es un poco diferente pero creo que les gustará.
Henry había escuchado a Woody Herman y Count Basie una o dos veces en la radio, pero oír a una orquesta de doce músicos en vivo no se parecía a nada que hubiese experimentado antes. La mayor parte de la música que había oído salir de los clubes de un extremo a otro de Jackson era de pequeños grupos con ritmos sencillos y quebrados. Unos pocos tocaban en estilo libre. Esto, en comparación, era como un tren de carga a toda velocidad. El bajo y la batería marcaban la tonada y desaparecían mágicamente para permitir que Oscar llevase la voz cantante con sus solos de piano.
Henry se volvió hacia Keiko, que había abierto su cuaderno de dibujo y hacía todo lo posible para captar la escena.
—Esto es swing —dijo ella—. Es lo que escuchan mis padres. Mamá dice que no tocan de esta manera en los clubes blancos; es demasiado loco para algunas personas.
Cuando Keiko mencionó a sus padres, Henry comenzó a notar la composición del público. Casi todos eran negros, algunos se movían sentados, otros caminaban bailando espontáneamente al ritmo frenético de la banda. Destacadas entre la multitud había varias parejas japonesas que bebían y se empapaban con la música, como flores vueltas hacia el sol. Henry buscó caras chinas. No había ninguna. Keiko señaló una de las pequeñas mesas donde dos parejas japonesas bebían y reían.
—Aquél es el señor Oyama. Fue mi maestro de composición inglesa en la escuela japonesa durante un trimestre. Ella debe de ser su esposa. Creo que los otros dos también son maestros.
Henry miró a las parejas japonesas y pensó en sus propios padres. Su madre, ocupada con las tareas de la casa, o con los servicios comunitarios en la Bing Kung Benevolent Association, donde cambiaba sus cupones de gasolina por cupones de comida: cupones rojos para la carne, la manteca y el aceite, y azules para las judías, el arroz y los productos envasados. Su padre, con el oído atento a la radio, oyendo las últimas noticias de la guerra en Francia. La guerra en el Pacífico. La guerra en China. Ocupado todo el día en recaudar fondos para el apoyo al Kuomintang: el ejército nacionalista que luchaba contra los japoneses en las provincias norteñas de la China continental. Estaba incluso dispuesto a hacer la guerra aquí, y se había ofrecido voluntario como guardián de la manzana, en la zona del Barrio Chino. Era uno de los pocos civiles que disponía de una máscara antigás como una medida precautoria contra la inminente invasión japonesa.
La guerra les afectaba a todos. Incluso aquí, en el Black Elk’s Club, estaban echadas las cortinas de oscurecimiento, lo que hacía que Henry se sintiese en un lugar secreto. Como en un lugar oculto a los problemas del mundo. Quizás era por eso que todos venían aquí. Para escapar, para huir con un Martini hecho con jengibre jamaicano, con la interpretación de Oscar Holden de I flot it Bad, and that ain’t Good.
Henry podría haberse quedado toda la noche. Keiko probablemente también. Pero cuando espió por detrás de la pesada cortina, el sol se estaba poniendo sobre Puget Sound y las montañas Olympic en la distancia. Miró a través de la ventana mientras adolescentes, mayores que Keiko y él, corrían por la acera gritando: «¡Apagad las luces! ¡Apagad las luces!».
En el interior, Oscar hizo otro descanso.
—Ya es casi de noche, es hora de irnos.
Keiko miró a Henry como si la hubiese despertado de un sueño maravilloso.
Levantaron las manos para llamar la atención de Sheldon, que finalmente les vio y respondió a los saludos: parecía muy feliz y sorprendido de verlos. Se reunió con ellos en la puerta de la cocina.
—¡Henry! Y ella es… —Sheldon miró a Henry con los ojos muy abiertos. Henry vio la expresión: parecía más impresionado que sorprendido.
—Ella es Keiko. Mi amiga de la escuela. También tiene una beca.
Keiko estrechó la mano de Sheldon.
—Es un placer conocerlo. Fue idea de Henry, estábamos en el callejón y entonces…
—Y entonces Oscar os puso a trabajar, fue eso lo que pasó ¿no? Él es así, siempre preocupado por su club, cuidando de su banda. ¿Qué os pareció?
—El mejor. Tendría que grabar un disco —dijo Keiko.
—Epa, tenemos que caminar antes de correr; hay cuentas que pagar. Bueno, estamos a punto de comenzar la sección de las ocho, así que será mejor que vosotros dos os vayáis. Ya es casi de noche y no sé usted señorita, pero sé que Henry no puede estar afuera tan tarde. Este chiquitín no tiene un hermano, así que soy su hermano mayor, tengo que cuidar de él. De hecho nos parecemos, ¿verdad? —Sheldon puso su rostro junto al de Henry—, la única razón de que lleve esa insignia es para que no nos confundan.
Keiko sonrió y se echó a reír; tocó la mejilla de Sheldon con la palma de su mano, sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de Henry.
—¿Durante cuánto tiempo tocarás aquí? —preguntó Henry.
—Todo el fin de semana, y luego Oscar dijo que hablaremos.
—Acaba con ellos —dijo Henry mientras él y Keiko pasaban por la puerta batiente de la cocina.
Sheldon sonrió y levantó el saxofón.
—Gracias, señor, que tenga un buen día.
Henry y Keiko cruzaron la cocina, entre un gran bloque de carnicero sobre ruedas y estanterías de platos, vasos y bandejas. Algunos del personal de cocina les miraron extrañados mientras los dos sonreían a su paso, camino de la puerta trasera que daba al callejón.
La velada había sido increíble. Henry deseó poder contárselo a sus padres. Quizá lo hiciera, en el desayuno, en inglés.
La puerta trasera que daba al callejón estaba cerrada con llave. Era casi la hora en que cortaban la luz. Cuando Henry abrió la pesada puerta de madera y vio salió al callejón vio dos rostros blancos con trajes negros que tapaban la poca luz que quedaba de la tarde. Henry dejó de respirar, inmóvil, al oír por primera vez el ruido metálico de cuando se amartilla un revólver. Cada hombre empuñaba uno. Los cañones cortos apuntaron a su pequeño cuerpo de doce años cuando superó la parálisis para ponerse delante de Keiko, protegiéndola lo mejor que pudo. Vio las insignias en las americanas. Eran agentes federales. La música en el interior del Black Elk’s Club se detuvo. Los únicos sonidos que Henry oía eran los de su propio corazón y las voces de los hombres que gritaban por todas partes ¡FBI!
* * *
Henry lo comprendió. Les acababan de detener por contrabando de bebidas. Les ficharían por llevar botellas de jengibre jamaicano al tugurio donde hacían ginebra en una tina. Pero por muy sorprendido que estuviese, mejor dicho atónito, Keiko parecía aterrorizada.
Henry sintió las pesadas manos de los dos hombres del FBI que los escoltaron de nuevo a través de la cocina, sin hacer caso de los trabajadores de la despensa que Henry vio muy ocupados en vaciar las botellas de whisky y ginebra en los lavabos. Los agentes no les hicieron caso. «No tiene sentido», pensó Henry.
En la sala de baile les ordenaron que se sentasen en las mismas sillas que habían ocupado antes. Desde allí Henry contó al menos una media docena de agentes, algunos con escopetas, que apuntaban a la multitud y les gritaban a unos y a otros que se apartaran.
Henry y Keiko buscaron a Sheldon, que se había perdido entre el tumulto de agentes y los miembros de la orquesta, que guardaban en silencio y con mucho cuidado sus instrumentos, protegiendo los bienes con los que se ganaban la vida. Los clientes negros cogieron los abrigos y sombreros si los tenían cerca; otros los dejaron atrás y todos se dirigieron hacia la salida.
Henry y Keiko miraron a Oscar Holden, que estaba en el borde del escenario, con un micrófono en la mano, pidiéndoles a todos que mantuviesen la calma. Él la perdió cuando un agente del FBI intentó hacerle callar a punta de pistola. Oscar continuó gritando:
—Sólo están escuchando música. ¿Por qué os los lleváis?
El viejo de la camisa blanca manchada de sudor se acomodó los tirantes, y como tenía los focos detrás, una larga sombra se proyectó sobre la pista de baile, como Dios gritando desde la montaña. En su sombra estaban los clientes japoneses, hombres y mujeres tumbados boca abajo en el suelo, con las armas que apuntaban a sus cabezas.
Henry miró a Keiko, que estaba inmóvil mirando a uno de los japoneses que yacían en el suelo.
—¿El señor Toyama? —susurró Henry.
Keiko asintió, despacio.
Oscar continuó gritando hasta que Sheldon se separó de la multitud y le apartó del agente del FBI que estaba justo abajo. Con el saxofón todavía en la mano, hizo todo lo posible por calmar al líder de la banda y al agente, que acababa de poner un cartucho en la recámara de la escopeta.
El club parecía vacío sin la música, reemplazada por las órdenes de los agentes federales y el ruido de las esposas. Las luces de la pista de baile continuaban encendidas y en las mesas desiertas las luces de las velas se reflejaban en las copas de Martini a medio consumir.
Los seis clientes japoneses fueron esposados y llevados a la puerta, las mujeres sollozaban. Los hombres preguntaban en inglés «¿Por qué?». Henry oyó gritar «Soy americano», cuando se llevaron al último detenido.
—¿Qué demonios se supone que debemos hacer con estos dos? —le gritó el agente que estaba junto a ellos a un hombre robusto con traje marrón. Parecía más viejo que el resto.
—¿Qué tenemos aquí? —El hombre de traje marrón guardó la pistola y se quitó el sombrero, tras lo cual se rascó la calva sobre la frente—. Yo diría que son un poco jóvenes para ser espías.
Henry se abrió la americana para mostrar el distintivo. Soy chino.
—Jesús, Ray, has pillado a un par de chinos por error. Lo más probable es que trabajen en la cocina. Te has lucido. Es una suerte que no les hayas maltratado, podrías haberte metido en un lío.
—¡Dejen a los chicos en paz, trabajan para mí! —Oscar esquivó a Sheldon y avanzó entre lo que quedaba de la multitud para acercarse a los agentes que había junto a Henry—. ¡No he dejado el sur para venir hasta aquí y ver a la gente tratada de esta manera!
Todos se apartaron de su camino. Todos menos dos agentes jóvenes, que guardaron las armas para tener las manos libres y detener al hombre mayor; un tercero se acercó con unas esposas. Oscar soltó los brazos y golpeó con el hombro a uno de los agentes, tumbándole casi sobre una de las mesas, las copas cayeron al suelo donde se rompieron con un suave golpe, llenando el suelo de trozos de cristal que crujía bajo sus pies.
Sheldon hizo lo posible por evitar que las cosas se desmadraran todavía más. Consiguió meterse entre los agentes y Oscar, y Henry no tuvo claro si fue para salvar al pianista de los agentes o a los agentes de la furia del viejo. Sheldon empujó hacia atrás al líder de la banda, mientras dos agentes gritaban advertencias, pero les dejaban ir. Ya habían pillado a los japoneses que buscaban. Parecían tener muy poco interés en acabar con un local donde servían alcohol de matute, o arrestar a su propietario.
—¿Por qué se llevan a estas personas? —oyó Henry que preguntaba Keiko en medio del alboroto. Se cerró la puerta por la que habían sacado al señor Toyama, y desapareció el resto de luz del mundo exterior.
El hombre de traje marrón se puso el sombrero, como si su trabajo hubiese terminado y fuera hora de marcharse.
—Son colaboradores, chica. El secretario de Marina dice que hay espías japoneses trabajando en Hawai, todos ellos son locales. Eso no pasará aquí. Hay demasiados barcos en Bremerton, y fondeados justo ahí afuera —señaló hacia Puget Sound.
Henry miró a Keiko, y deseó que le leyese el pensamiento, que pudiese leer en sus ojos: Por favor, no se lo digas. No le digas que el señor Toyama era tu maestro.
—¿Qué les va a pasar? —preguntó Keiko, con la preocupación reflejada en su voz.
—Pueden condenarlos a muerte si les encuentran culpables de traición, pero lo más probable es que sólo pasen unos pocos años en una cómoda celda.
—Pero si no es un espía, él era…
—Ya es casi de noche, tenemos que irnos —interrumpió Henry, al tiempo que tiraba del codo de Keiko. No podemos llegar tarde, recuérdalo.
El rostro de Keiko era la viva imagen del desconcierto, y estaba rojo de furia.
—Pero…
—Tenemos que irnos. Ahora. —Henry la empujó hacia la salida más cercana—. Por favor…
Un fornido agente se hizo a un lado para dejarlos salir por la puerta principal. Henry miró atrás y vio a Sheldon que vigilaba a Oscar cerca del escenario, para mantenerlo callado. Sheldon les miró y les hizo un gesto para que se fueran y volviesen cuanto antes a casa.
Afuera, más allá de las hileras de coches negros de la policía, Henry y Keiko se detuvieron en la escalinata de un edificio de apartamentos al otro lado de la calle. Desde allí vieron a los agentes dispersar a la multitud. Un periodista blanco tomaba notas y hacía fotos. Las lámparas de magnesio de la cámara iluminaban de vez en cuando la fachada del Black Elk’s Club. Sacó un pañuelo para cambiar la bombilla caliente, dejó caer la usada en el suelo, y la aplastó de un pisotón destrozándola en el pavimento. El reportero le gritaba preguntas al policía más cercano, cuya respuesta era siempre la misma: «Sin comentarios».
—No puedo seguir mirando —dijo Keiko, y se alejó.
—Lamento haberte traído aquí —se disculpó Henry, mientras caminaban hacia el final de South Main, donde se separarían para ir cada uno a su casa—. Lamento que nuestra gran noche se haya estropeado.
Keiko se detuvo y miró a Henry. Miró la insignia, aquella que su padre le obligaba a llevar.
—Tú eres chino, ¿no es así, Henry?
Él asintió, sin saber qué responder.
—Eso está bien. Ser quien eres —dijo ella mientras se volvía, con una mirada de desilusión en los ojos—. Pero yo soy americana.