Henry se puso delante del espejo para ver sus prendas de colegio. Le había pedido a su madre que las planchase, pero aún así parecían arrugadas. Se probó una vieja gorra de béisbol de los Seattle Indians, luego se lo pensó mejor, y se peinó una vez más. La ansiedad de los lunes por la mañana no era nueva. De hecho comenzaba las tardes de domingo. Pese a que estaba acostumbrado a su rutina en Rainier Elementary, su estómago se le hacía un nudo a medida que pasaban las horas. Cada minuto le llevaba más cerca de su regreso a la escuela en la que todos eran blancos, a los matones y las provocaciones, a su trabajo a la hora de la comida en la cafetería con la señora Beatty. Esta mañana de lunes, en cambio, el trabajo de servir a los chicos le pareció excitante. Aquellos cuarenta preciosos minutos en la cocina se habían convertido en un tiempo bien gastado, desde que veía a Keiko. ¿Una recompensa? Desde luego.
—Hoy se te ve muy sonriente, Henry —comentó su padre en chino, mientras comía su jook: una espesa sopa de arroz, mezclada con dados de col en vinagre. No era uno de los platos favoritos de Henry pero se la comió cortésmente.
Henry sacó las rodajas de huevo de pato de su bol y las colocó en el de su madre antes de que ella volviese de la cocina. A él le gustaban las rodajas saladas, pero sabía que eran las preferidas de su madre, y que nunca se servía muchas para ella. En la vieja mesa de cerezo había una bandeja giratoria que utilizaban para servir, y Henry la devolvió a la posición original en el momento en que su madre regresaba, de modo que su bol quedó de nuevo delante de ella.
Los ojos de su padre miraron por encima del periódico, el titular de la primera plana anunciaba: los británicos kinden singapur.
—¿Ahora te gusta la escuela? ¿Hah? —su padre habló mientras pasaba la página.
Henry, que sabía que no debía hablar cantonés en casa, le respondió con un gesto.
—¿Han reparado las escaleras, hah? ¿Aquéllas por donde te caíste? —De nuevo, Henry asintió, aceptando el cantonés de su padre mientras seguía comiendo la espesa sopa del desayuno. Oía a su padre durante estas conversaciones, pero él nunca respondía. De hecho, Henry casi nunca hablaba, excepto en inglés, para confirmar sus progresos. Pero como su padre sólo hablaba el cantonés y un poco de mandarín, las conversaciones venían por oleadas, adelante y atrás, mareas que llegaban a las costas de océanos separados.
La verdad era que Henry había recibido una paliza de Chaz Preston aquel primer día de escuela. Pero sus padres querían tanto que fuese allí, que no mostrarse agradecido hubiese sido un terrible insulto. Así que Henry se había inventado una excusa, hablando su americano. Por supuesto sus padres no habían entendido nada y le habían implorado que tuviese mayor cuidado la próxima vez. Henry hacía lo posible para respetar y honrar a sus padres. Iba caminado a la escuela cada día, a contracorriente de la marea de chicos chinos que le llamaban diablo blanco. Trabajaba en la cocina de la escuela donde los diablos blancos le llamaban amarillo. «Pero no pasa nada. Haré lo que debo hacer», pensó Henry. «Aunque creo que estoy cansado de tener cuidado». Henry acabó el desayuno, le dio las gracias a su madre y recogió los libros de la escuela. Cada uno tenía un forro nuevo, hecho con los volantes de publicidad de un club de jazz.
Aquel miércoles después de clase, Henry y Keiko hicieron sus trabajos de limpieza. Vaciaron las papeleras de las aulas. Limpiaron los borradores. Luego esperaron a que desapareciese el peligro. Chaz y Denny Brown eran los responsables de retirar la bandera cada día, y eso los hacía estar por allí un poco más de lo habitual. Pero habían pasado treinta minutos desde que sonó la última campana, y no se les veía por ninguna parte. Henry le hizo a Keiko una señal para indicarle que todo estaba despejado. Ella se había ocultado en el lavabo de las chicas mientras Henry exploraba el aparcamiento.
Excepto por los encargados de la conserjería, Keiko y él siempre eran los últimos en marcharse. Y hoy no era diferente. Caminaron juntos, bajaron las escaleras y pasaron junto al mástil vacío, con las carteras balanceándose a su lado.
Henry vio que el cuaderno de dibujo de Keiko estaba en su cartera, el mismo que tenía en el parque.
—¿Quién te enseñó a dibujar? —«A dibujar tan bien», pensó Henry, con algo de celos, porque admiraba en secreto su talento.
Keiko se encogió de hombros.
—Supongo que la mayor parte lo aprendí de mi madre. Era una artista cuando tenía mi edad. Soñaba con ir a Nueva York y trabajar en una galería. Pero ahora le duelen las manos y ya no dibuja ni pinta tanto como antes, así que me dio todos sus artículos de dibujo a mí. Quiere que vaya a estudiar en el Cornish Institute en Capital Hill; es una escuela de arte.
Henry había oído hablar de Cornish, una academia para artistas de bellas artes, músicos y bailarines, donde cursaban cuatro años de estudios. Era un lugar de lujo. Un lugar prestigioso. Henry estaba impresionado. Nunca había conocido a un artista de verdad, excepto quizá Sheldon, así y todo…
—No te aceptarán.
Keiko se detuvo y miró a Henry.
—¿Por qué no? ¿Porque soy una niña?
Algunas veces Henry era un bocazas, no sabía encontrar una manera delicada de evitar el tema, así que dijo sin más lo que pensaba.
—No te aceptarán porque eres japonesa.
—Es por eso que mi madre quiere que vaya allí. Para ser la primera. —Keiko continuó caminando y Henry se quedó unos pasos atrás—. Ya que hablamos de mi madre, le pregunté qué significaba Oai deki te ureshii desu.
Henry caminaba un paso atrás, siempre mirando nervioso a un lado y otro. Henry se fijó en el vestido estampado de Keiko. Para ser alguien con un aspecto tan dulce, desde luego sabía cómo pincharle.
—Fue una estúpida idea de Sheldon —dijo Henry.
—Fue algo muy bonito. —Keiko hizo una pausa, como si mirase a una bandada de gaviotas que volaban por encima de su cabeza, y luego miró a Henry, que vio un destello de picardía en sus ojos—. Gracias a ti y a Sheldon —dijo sonriendo y continuó caminando.
Cuando se acercaron a la esquina habitual de Sheldon, no había música, ni gente, ni ninguna señal del saxofonista por ninguna parte. Por lo general, tocaba al otro lado del Rainier Heat & Power Building; su entrada todavía estaba protegida por sacos de arena, tras la alarma por los bombardeos de principios de año. Los turistas pasaban como si él nunca hubiese existido. Henry y Keiko se miraron el uno al otro, extrañados.
—Estaba aquí esta mañana —dijo Henry—, mencionó que su prueba en el Black Elk’s Club había ido bien. ¿Quizá lo llamaron?
Quizá había conseguido un trabajo fijo con Oscar Holden, que según Sheldon ofrecía una sesión de práctica el miércoles por la noche. Era gratis, así que iba mucha gente a tocar o sólo a disfrutar con la música.
Henry se detuvo en la esquina y miró los rótulos de neón de los clubes de jazz a ambos lados de Jackson Street.
—¿Hasta qué hora te dejan tus padres jugar en la calle? —preguntó Henry con la mirada puesta en el horizonte, en un intento por ver al sol oculto en algún lugar detrás de la densa bruma del frente marítimo de Seattle.
—No lo sé, por lo general me voy con mi cuaderno de dibujo. Supongo que hasta que oscurece.
Henry miró el Black Elk’s Club y se preguntó a qué hora tocaría Sheldon.
—Los míos también. Mi madre lava los platos y después descansa, y mi padre se acomoda con el periódico y escucha las noticias en la radio.
Eso le dejaba a Henry mucho tiempo libre. Así y todo, el anochecer era un momento peligroso para estar en la calle. Dado que tantos conductores habían pintado los faros de azul o los habían tapado con celofán para cumplir con las reglas de oscurecimiento, el número de accidentes iba al alza: choques frontales, o personas que eran arrolladas sin más al cruzar la calle de noche. La espesa niebla de Seattle, que demoraba el tráfico en las calles y causaba problemas a los barcos que entraban y salían de Elliot Bay, se había convertido en una manta protectora; ocultaba las casas y los edificios de los invisibles bombarderos de los japoneses o de la artillería de sus supuestos submarinos. Parecía haber peligro en todas partes, desde los marineros borrachos al volante, saboteadores japoneses y, lo peor de todo, sus propios padres, en caso de que lo pillaran.
—Quiero ir —insistió Keiko. Miró a Henry, y luego hacia la calle donde estaban los clubes. Se apartó el pelo de los ojos, con una expresión como si ya hubiese tomado una decisión respecto a una pregunta que Henry ni siquiera había hecho.
—Ni siquiera sabes qué estoy pensando.
—Si vas a oírle tocar, voy contigo.
Henry se lo pensó. Ya se había saltado las reglas al pasar horas en Nihonmachi, así que ¿por qué no ir a Jackson y echar un vistazo?, quizás incluso oír las canciones. No pasaría nada, siempre y cuando no les viesen, siempre y cuando volviesen a casa antes de que fuese de noche.
—No vamos a ir a ninguna parte juntos. Mi padre me mataría. Pero, si quieres encontrarte conmigo delante del Black Elk’s Club a las seis de la tarde, después de cenar, estaré allí.
—No llegues tarde —dijo Keiko.
Caminó con ella a través de Nihonmachi, la ruta normal que siempre tomaban. Henry no tenía idea de cómo conseguirían entrar en el Black Elk’s Club. En primer lugar, no eran negros. Incluso si cambiaba la insignia que llevaba por otra que dijese «Soy negro», no iba a colar. Y segundo, probablemente no tenían la edad necesaria, aunque creía haber visto entrar a familias enteras, con niños pequeños. Pero era sólo en determinadas noches. Como la noche del bingo en la Bing Kung Benevolent Association. Lo único que sabía era que de una manera u otra lo conseguirían. Escucharían desde la calle si era necesario. Estaba sólo a unas cuantas calles, un poco más para Keiko, pero no demasiado. Cerca de casa, pero a un mundo de distancia; al menos del mundo de sus padres.
—¿Por qué te gusta tanto el jazz? —preguntó Keiko.
—No lo sé. —Y de verdad que no lo sabía—. Quizá porque es tan diferente, y sin embargo aun así también le gusta a personas de todas partes, simplemente aceptan a los músicos, no importa del color que sean. Además mi padre lo detesta.
—¿Por qué lo detesta?
—Creo que es porque es demasiado diferente.
Cuando llegaron al edificio de apartamentos de Keiko, Henry se despidió y emprendió el regreso a casa. Al alejarse, miró el reflejo de Keiko en el retrovisor lateral de un coche aparcado. Ella miró por encima del hombro y sonrió. Pillado in fraganti, volvió la cabeza y tomó el atajo a través del solar vacío detrás del Nichibei Publisher y dejó atrás el Naruto-Yu, un sentó japonés: una casa de baños. Henry no podía imaginarse bañándose con sus padres como hacían algunas familias japonesas. No podía imaginarse haciendo muchas cosas con sus padres. Se preguntó por la familia de Keiko; y por lo que podían pensar de su escapada a un club de jazz, por no mencionar el encuentro con él. Sintió un leve malestar en el estómago. Su corazón se aceleró al pensar en Keiko, pero de todas maneras se le retorcieron las tripas.
A lo lejos, oyó el débil sonido de los músicos de jazz que ensayaban.