Lake View (1986)

Henry pagó la cuenta y vio a su hijo decirle adiós mientras cargaba una enorme bolsa con comida para llevar en el asiento delantero de su Honda Accord plateado. Lo de la comida había sido por insistencia de Henry. Sabía que su hijo no tenía problemas con la comida en el campus de la universidad, pero allí no tenían nada que se pudiera comparar con una docena de hum bau frescos, y, además, los bollos de cerdo al vapor se podían calentar fácilmente en el microondas de la habitación de Marty.

Satisfecho de que su hijo se hubiera marchado sano y salvo, Henry se detuvo en una floristería y luego en la parada de autobús más cercana, donde tomó el 37 hasta el lado más apartado de Capital Hill, desde donde podía llegar a pie al cementerio de Lake View.

Cuando Ethel murió, Henry prometió visitar su tumba una vez por semana. Pero habían pasado seis meses, y sólo había ido hasta allí a verla una vez: el día que hubiese sido el trigésimo octavo aniversario de su boda.

Colocó las azucenas, del tipo que crecían en su propio jardín, sobre la pequeña lápida de granito que era todo lo que recordaba al mundo que Ethel había vivido una vez. Presentó sus respetos, barrió las hojas secas y quitó el musgo de la tumba donde colocó otro pequeño ramo de flores.

Cerró el paraguas, y sin preocuparse de la fina llovizna de Seattle, abrió el billetero y sacó un pequeño sobre blanco. En el anverso llevaba el carácter chino correspondiente a Lee, el apellido de Ethel durante los últimos treinta y siete años. En el interior había habido un caramelo y una moneda de veinticinco centavos. Esos pequeños sobres se habían repartido al salir de la Bonney Watson Funeral Home donde se había celebrado el funeral de Ethel. El caramelo era para que todos se marchasen con un sabor dulce, no amargo. El dinero era para comprar más caramelos en el camino a casa; un símbolo tradicional de la vida duradera y la felicidad permanente.

Henry recordaba haber saboreado la golosina, un caramelo de menta. Pero no sintió el deseo de detenerse en la tienda en el camino de regreso a casa. Marty irónicamente sostuvo que debían honrar la tradición, pero Henry se negó.

—Llévame a casa —fue todo lo que dijo cuando Marty redujo la velocidad al acercarse a la South Gate Grocery.

Henry no podía soportar la idea de gastar aquella moneda. Era todo lo que le quedaba de Ethel. La felicidad permanente tendría que esperar. Se la guardó, teniéndola siempre con él.

Pensó en aquella felicidad cuando buscó el pequeño sobre que llevaba siempre encima y sacó la moneda. No tenía nada de particular, una moneda vulgar que cualquiera gastaría en una llamada de teléfono, o en una taza de mal café. Para Henry era la promesa de algo mejor.

Henry recordaba el día del funeral de Ethel. Había llegado temprano para reunirse con Clarence Ma, el director del funeral asignado a su familia. Un hombre bondadoso de sesenta y tantos años, dado a hablar de sus propios males; era el santo patrón de todo lo funerario cuando se trataba del Barrio Chino. Cada barrio tenía a su propio gestor. Las majestuosas paredes de la casa funeraria estaban cubiertas de sus fotos enmarcadas; unas Naciones Unidas de directores de funerales de las más diversas etnias.

—Henry, ha llegado temprano. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? —había preguntado Clarence, que le miró desde la mesa donde estaba guardando monedas y caramelos en los sobres cuando Henry entró.

—Sólo quería ver las flores —contestó Henry, que fue hacia la capilla donde había un gran retrato de Ethel rodeado por arreglos florales de diversos tamaños.

Clarence se le acercó y apoyó un brazo en su hombro.

—¿Hermoso, verdad?

Henry asintió.

—Nos aseguramos de colocar sus flores junto al retrato; era una mujer preciosa, Henry. Estoy seguro de que está en un lugar más feliz, pero difícilmente otro más hermoso. —Clarence le dio a Henry uno de los pequeños sobres blancos—. Por si lo olvida después del servicio; lléveselo, sólo por si acaso.

Henry palpó la moneda en el interior. Se acercó el sobre a la nariz y olió la menta junto con el fragante perfume de la habitación llena de flores.

—Gracias —fue todo lo que Henry pudo decir.

Ahora, de pie bajo la lluvia en el cementerio de Lake View, Henry se llevó el sobre a la nariz. No olió nada.

—Lamento no haber venido aquí con toda la frecuencia que debía —se disculpó. Sostuvo la moneda en su mano y guardó el sobre en el bolsillo. Oyó el sonido del viento que soplaba entre los árboles, sin esperar nunca de verdad una respuesta, pero siempre abierto a esa posibilidad.

—Hay unas cuantas cosas que necesito hacer. Y, bueno, sólo quería venir aquí y decírtelo primero. Aunque probablemente ya lo sabes todo. —La atención de Henry pasó a la lápida de al lado; era la de sus padres. Luego miró de nuevo donde yacía Ethel—. Siempre me has conocido muy bien.

Se apartó los cabellos grises de las sienes, mojados por la lluvia.

—Ya me voy. Pero me preocupa Marty. Siempre he estado preocupado por él. Supongo que puedo pedirte que mires por él, yo puedo cuidar de mí mismo. Estaré bien.

Henry echó un vistazo a su alrededor para saber si alguien podía estar mirándole mientras mantenía esa extraña conversación en un único sentido. Estaba absolutamente solo, ni siquiera sabía si Ethel le oía. Una cosa era hablar con ella en la casa donde había vivido. Pero aquí, en el frío suelo junto a sus padres, era la confirmación de que se había ido. De todas maneras, Henry necesitaba estar allí para despedirse.

Besó la moneda y la colocó en lo alto de la lápida de Ethel. «Ésta era nuestra promesa de felicidad», pensó Henry «Es todo lo que me queda para dar. Esto es para que puedas ser feliz sin mí». Retrocedió, con las manos a los lados, y se inclinó tres veces en una muestra de respeto.

—Ahora tengo que irme —dijo Henry.

Antes de marcharse, sacó una flor del ramo de Ethel y la colocó en la tumba de su madre. Incluso quitó unas cuantas hojas de la lápida de su padre antes de abrir el paraguas y caminar colina abajo en dirección a Volunteer Park.

Fue por el camino largo, por un serpenteante sendero que llevaba hasta el aparcamiento casi vacío. El cementerio de Lake View era un lugar hermoso, a pesar de las sombrías tumbas que eran como fríos recordatorios de tantas pérdidas y añoranzas. El lugar de reposo definitivo de la hija del Jefe Seattle, y otros notables como Haza Mercer y Henry Yesler, era un paseo por la historia olvidada de Seattle. No muy diferente al Nisei War Memorial Monument de la esquina noreste. Era un monumento más pequeño, más pequeño que las lápidas de los miembros de la familia Nordstrom, dedicado a los veteranos japoneses americanos, gente de aquí que había muerto combatiendo a los alemanes. En estos días todo aquello pasaba desapercibido, excepto para Henry, que se llevó la mano al ala del sombrero cuando pasó junto al lugar a paso lento.