DimSum (1986)

Cuando llegó el fin de semana, Henry fue más allá del viejo teatro Nippon-Kan, o lo que quedaba de él. Sus pies pisaban los trozos de vidrios rotos y las bombillas destrozadas. La marquesina multicolor que una vez había alumbrado las calles oscuras estaba ahora salpicada de portalámparas vacíos y conexiones cortadas; el una vez cálido resplandor, un reflejo de las muchas ilusiones que Henry había tenido en su niñez, estaba cubierto por decenios de óxido y abandono. ¿Restauración o demolición? Henry no sabía qué tenía más sentido. El Nippon-Kan había sido abandonado décadas atrás, como el Hotel Panamá. Pero, como el hotel, lo habían comprado en los últimos años y estaba en proceso de remodelación. Según lo último que había oído, lo que una vez había sido el corazón cultural del barrio japonés, muy pronto sería una estación de autobuses.

Durante todos estos años nunca había estado en su interior, y aunque había habido una pequeña fiesta de reapertura, cuarenta años más tarde, no se había visto con ánimos de asistir. Se detuvo para embeberse de lo que veía, observó a los obreros arrojar las viejas butacas, con tapizado lavanda, desde una ventana del segundo piso a un contenedor. Debían de ser de los palcos, se dijo Henry. No quedaba mucho, si bien quizás era la última oportunidad de pasar por la taquilla y ver al viejo teatro kabuki tal como había sido. Resultaba muy tentador. Pero casi se le había hecho tarde para encontrarse con Marty en el restaurante Sea Fortune, y Henry detestaba llegar tarde.

Henry consideraba al viejo restaurante como el mejor del Barrio Chino. De hecho, había venido aquí durante años, desde la infancia, aunque al principio había sido una tienda de pasta japonesa. Desde entonces, había pasado por infinidad de manos de propietarios chinos. Eran dueños inteligentes, lo eran en el sentido de que habían conservado al mismo personal de cocina, con lo cual habían conseguido mantener la consistencia de la comida. Henry consideraba que ésa era la verdadera clave del éxito en la vida: la consistencia.

Marty, en cambio, no sentía el menor interés por las dim sum de aquel lugar. «Demasiado tradicional», había señalado, «demasiado insípido». Prefería los nuevos establecimientos, como la House of Hong o el Top Gun Seafood. Personalmente, Henry no era partidario de estos restaurantes de moda que rompían con la tradición y servían las dim sum a una multitud de yuppies hasta mucho después de medianoche. Tampoco le interesaba la nueva cocina euroasiática; ingredientes como el salmón ahumado o los plátanos no tenían lugar en un menú dim sum, de acuerdo con las papilas gustativas de Henry.

Mientras padre e hijo se sentaban en los agrietados cojines rojo brillante del reservado, Henry destapó la tetera y la olió, como si estuviese catando algún vino añejo. Era viejo, un agua marrón teñida de té casi sin aroma. Apartó la tetera, con la tapa boca arriba, y llamó a la vieja camarera que venía en su dirección empujando un carrito con albondiguillas cocidas al vapor.

Henry miró las albondiguillas de langostino, las tartaletas de huevos y los bollos al vapor, los llamados hum bau, y fue señalando y asintiendo, sin siquiera preguntar qué quería Marty. En cualquier caso, se sabía todos los platos favoritos de su hijo.

—¿Por qué tengo la sensación de que algo nuevo te preocupa? —preguntó Marty.

—¿El té?

—No, eso es sólo porque te crees una especie de sumiller de hojas secas en bolsita. Últimamente te comportas de una manera extraña. ¿Hay algo que debería saber, papá?

Henry desenvolvió los baratos palillos de madera y los frotó para quitar cualquier astilla.

—Mi hijo se licencia, soma coma lode…

Summa cum laude —le corrigió Marty.

—Es lo que he dicho. Mi hijo se licencia con los mayores honores. —Henry se metió en la boca una humeante albondiguilla de langostino, y preguntó mientras masticaba—: ¿Qué puede estar mal?

—Bueno, para empezar, mamá falleció. Y ahora estás retirado. De tu trabajo. De cuidar de ella. Sólo me preocupo por ti. ¿En qué te ocupas para pasar el tiempo?

Henry le ofreció a su hijo un bau, un bollo relleno con lomo de cerdo. Marty lo cogió con los palillos y le quitó el molde de papel de hornear de la parte inferior antes de darle un buen mordisco.

—Acabo de ir a Bud’s. Compré un disco. Salgo —respondió Henry. Para recalcar la respuesta levantó la bolsa de la tienda de discos. «Lo ves. Una prueba concluyente de que estoy bien». Henry observó a su hijo desenvolver una hoja de loto y comerse el arroz glutinoso. Se dio cuenta, por la preocupación en su voz, de que Marty no había quedado muy convencido.

—Voy a ir al Hotel Panamá. Preguntaré si me dejan echar una ojeada. Han encontrado un montón de cosas viejas en el sótano. Cosas de los años de la guerra.

Marty acabó de masticar.

—¿Buscas quizás algún disco de jazz perdido hace mucho?

Henry eludió la pregunta, poco dispuesto a mentirle a su hijo, que sabía de su interés por los viejos discos de jazz desde muy temprana edad. ¿Pero qué era lo que su hijo sabía de la infancia de su padre, más allá de que lo había pasado bastante mal? ¿Por qué? Nunca había preguntado, era algo aparentemente sagrado, algo que Henry casi nunca compartía. En consecuencia, su hijo le veía como una persona bastante aburrida. Un hombre que se preocupaba por cada detalle de los últimos años de su esposa, pero que no guardaba ninguna sorpresa en su interior. El señor Seguro. Aburrido. Sin un ápice de rebelión o de espontaneidad.

—Estoy buscando algo —dijo Henry Marty dejó los palillos a un costado del plato y miró a su padre.

—¿Algo que debería saber? ¿Quién sabe, papá, quizá te pueda ayudar?

Henry dio un mordisco a la tartaleta de huevo, la dejó y apartó el plato.

—Si encuentro algo que vale la pena compartir, te lo haré saber.

—«Quién sabe, quizás incluso te sorprendas. Espera y verás. Espera y verás». Marty pareció poco convencido.

—¿Algo te preocupa a ti? Tú eres quien parece tener algo en la mente, aparte de estudiar y las notas. —A Henry le pareció que su hijo iba a decir algo, pero Marty se calló. El momento oportuno siempre lo era todo en la familia de Henry. Siempre había parecido que había un momento adecuado y otro erróneo para las conversaciones entre Henry y su propio padre. Quizá su hijo se sentía de la misma manera.

«Él ya lo hará a su modo y en su momento», había dicho Ethel, poco después de saber que tenía cáncer. «Es tu hijo, pero no es un producto de tu infancia, no tiene por qué ser igual». Ethel se había llevado a Henry a Green Lake, a pasear en una barca en una despejada tarde de agosto, para comunicarle la mala noticia. «Oh, no me voy a morir ahora mismo», le había dicho. «Pero cuando me marche, mi esperanza es que mi desaparición os una a los dos». Ella nunca había dejado de hacer de madre para su hijo, y también para Henry. Hasta que comenzaron los tratamientos, entonces todo cambió.

Ahora padre e hijo esperaban en silencio, sin prestar atención a los carros de dim sum que pasaban. El momento incómodo se rompió por el estrépito de los platos en algún lugar de la cocina, salpicado con los insultos que unos hombres se dirigían los unos a los otros en chino e inglés. Había tanto qué decir y preguntar, pero ni Henry ni Marty se acercaban al tema. Simplemente esperaban a la camarera, que no tardaría en traerles más té y gajos de naranjas.

Henry tarareó la tonada de una vieja canción; ya no sabía la letra, pero nunca había olvidado la melodía. Y cuanto más tarareaba más se sentía con deseos de sonreír de nuevo.

Marty, por otro lado, sólo suspiraba y no dejaba de buscar a la camarera.