Bud’s Jazz Records (1986)

Henry cerró el anuario escolar en su regazo y lo dejó en la mesa de centro de madera de cerezo tallada, junto a la fotografía enmarcada de Ethel y él en su trigésimo aniversario de bodas. Para Henry, el rostro sonriente de Ethel parecía delgado, escondiendo con gracia una cierta tristeza.

La foto había sido tomada al comienzo de la enfermedad, pero entonces ya le faltaba la mayor parte del pelo debido a los tratamientos de radiación. No se caía todo de una vez como se veía en las películas. Caía en mechones irregulares, en algunos lugares abundantes, en otros muy poco. Le había pedido a Henry que utilizase unas tijeras para cortárselo todo, cosa que él hizo, a regañadientes. Fue el primero de una larga lista de momentos personales que compartirían juntos. Un largo periodo sabático para su cuidado diario, parte de la mecánica de morir. Él había hecho todo lo posible. Pero escoger cuidarla amorosamente era como guiar con toda calma un avión contra una montaña. El choque es inminente; lo que cuenta es cómo pasa el tiempo en la caída.

Pensó que era hora de seguir adelante, pero ni siquiera sabía por dónde comenzar. Así que fue donde siempre había ido para estimular sus sentidos, incluso cuando era un niño; un lugar donde siempre encontraba un poco de consuelo. Cogió el sombrero y la chaqueta y se encontró caminando por los polvorientos pasillos de Bud’s Jazz Records.

Bud’s, cerca de la vieja Pioneer Square, era un clásico en South Jackson desde que Henry podía recordarlo. Por supuesto el primer Bud Long ya no era el propietario. Pero el nuevo dueño, un tipo barbudo con las mejillas flácidas como un Dizzy Gillespie un tanto desinflado, cumplía el papel a la perfección. Ocupaba el mostrador donde respondía muy dispuesto al nombre de Bud.

—Hace tiempo que no te veía, Henry.

—He estado por ahí —contestó Henry, mientras buscaba en una pila de viejos discos de 78, con la ilusión de encontrar alguno de Oscar Holden; el Santo Grial de los discos de jazz de Seattle. La historia apócrifa era que Oscar había grabado un master de 78 en los años 30, en vinilo, no en cera. Pero de los supuestos trescientos discos impresos, ninguno había sobrevivido. Ninguno del que nadie tuviese alguna noticia. Pero claro, casi nadie sabía quién era Oscar Holden. Los grandes de Seattle como Ray Charles y Quincy Jones habían pasado a la fama y fortuna de Célebrelandia. Así y todo, Henry soñaba despierto que podría encontrar algún día una copia de vinilo. Y ahora que los CD comenzaban a venderse más que los discos, los cajones de discos viejos de Bud se llenaban cada día con nuevos discos usados.

Si existía uno, alguien acabaría por tirarlo, o venderlo, sin saber lo que aquel polvoriento disco podía significar para ávidos coleccionistas como Henry. Después de todo, ¿quién era Oscar?

Bud bajó un poco la música.

—No has estado por aquí, porque si hubieses estado por aquí, te habría visto. —Sonaba algo moderno. Overton Berry, se dijo Henry, debido a la profunda melancolía del piano.

Henry pensó en su ausencia. Había sido un cliente habitual durante la mayor parte de su vida adulta, y parte de su juventud.

—Mi tocadiscos se rompió. —Y se había roto, así que no era una mentira. Además, cómo decirle que mi esposa ha muerto hace seis meses. No tenía ningún sentido convertir a Bud’s Jazz Records en un lugar de duelo.

—¿Te has enterado de lo del Hotel Panamá? —preguntó el viejo vendedor.

Henry asintió, aún buscando en la caja, con la nariz irritada por el polvo que siempre se posaba en el sótano de la tienda.

—Estaba allí cuando comenzaron a sacar todas aquellas cosas.

—¿No me digas? —Bud se frotó la calva negra—. Sé qué es lo que siempre vienes a buscar aquí. Yo ya he dejado de buscar a Oscar. Pero desde luego hace que te lo preguntes. Me refiero a que tapiaron todo el edificio, ¿cuándo?, ¿alrededor de 1950? Y luego aquella nueva propietaria lo compra, lo inspecciona y encuentra todas aquellas cosas guardadas durante tantos años. Los periódicos dicen que no hay nada de mucho valor. Ni lingotes de oro ni nada. Pero así y todo te preguntas…

Henry se lo había preguntado sin cesar desde que les había visto sacar aquel primer baúl. Desde que la propietaria había girado aquella sombrilla japonesa.

Henry sacó un LP de Webb Coleman, el baterista de Seattle, y lo dejó en el mostrador.

—Creo que éste me valdrá.

Bud metió el viejo disco en una bolsa de plástico de la tienda Uwajimaya usada y se lo dio.

—Éste te lo regalo, Henry; lamento lo de tu esposa. —Los ojos de Bud parecían haber visto mucho sufrimiento en sus tiempos—, Ethel era una gran mujer. Sé lo que hiciste por ella.

Henry consiguió esbozar una sonrisa y le dio las gracias. Algunas personas leían las necrológicas todos los días, incluso en un lugar tan grande como Emerald City; pero el Distrito Internacional era un pueblo pequeño. La gente lo sabía todo de todos. Y como en cualquier otro pueblo, cuando alguien se marcha, nunca vuelve.