Nihonmachi (1942)

Los sábados eran especiales para Henry. Mientras otros chicos encendían la radio para escuchar Las aventuras de Superman en la NBS, Henry hacía sus tareas escolares todo lo rápido que podía y corría hasta la esquina de Jackson y King. Por supuesto que a él le gustaba el Hombre de Acero; ¿a qué chico de doce años no le gustaba? Pero durante los años de guerra, las aventuras eran, bueno, menos que aventureras. En lugar de destrozar robots de otro planeta, el hijo de Kripton pasaba sus días descubriendo quintacolumnistas y redes de espías japoneses, algo que le interesaba poco a Henry.

Aunque se preguntaba por el propio Superman. El actor que ponía la voz de Superman era un misterio en 1942. Nadie sabía quién era. Nadie. Y los chicos de todas partes estaban obsesionados por descubrir su identidad. Así que mientras Henry corría por la calle, miraba a las personas de modales amables que vestían trajes y llevaban gafas, como Clark Kent, y se preguntaba si podían ser la voz de Superman. Incluso miraba a los hombres chinos y japoneses, porque nunca se sabía.

Se preguntó si Keiko escuchaba a Superman las mañanas de los sábados. Pensó en acercarse hasta el lado Nihonmachi de la ciudad, sólo para curiosear. Quizá se encontrara con ella. ¿Cómo sería de grande?

Entonces oyó a Sheldon tocar su saxo a lo lejos, y siguió la música.

El sábado era el único día de la semana en que podía oír tocar a Sheldon. La mayoría de los días, cuando Henry pasaba después de la escuela, en la funda de Sheldon pocas veces había más de dos o tres dólares en monedas y, para entonces, ya estaba a punto de acabar. Pero los sábados eran diferentes. Con tantos turistas, marineros e incluso un buen número de lugareños que venían y paseaban por Jackson Street, los sábados eran días de paga, como decía Sheldon.

Aquella mañana, cuando llegó Henry, había quizá unas veinte personas que se movían y sonreían mientras su amigo interpretaba una pieza de jazz. Henry se coló hasta delante y se sentó en la acera, para disfrutar del tiempo soleado. Sheldon lo vio y le guiñó un ojo, sin perder ni una nota.

Cuando acabó, los aplausos fueron y vinieron, y la multitud se dispersó, dejando atrás casi tres dólares en monedas. Sheldon colocó un pequeño cartel manuscrito en la funda que decía Siguiente actuación dentro de quince minutos, y recuperó el aliento. Mientras respiraba hondo, su ancho pecho parecía estar poniendo a prueba los límites de su chaleco de satén. Ya le faltaba el primer botón de abajo.

—Mucho público —comentó Henry.

—No está mal, no está nada mal. Pero chico, mira aquello, ahora hay un montón de clubes; hay mucha competencia. —Sheldon apuntó con el saxofón hacia la calle donde hileras de rótulos de neón y carteles marcaban los clubes nocturnos a un lado y otro de Jackson.

Henry había recorrido una vez toda la zona y había contado un total de treinta y cuatro locales: incluidos el Black & Tan, el Rocking Chair, el Ubangi, el Colony Club y el Jungle Temple. Y ésos eran sólo los clubes oficiales, aquéllos con los resplandecientes carteles de neón para que los viese todo el mundo. Había una infinidad más, ocultos en sótanos y salones traseros. Su padre siempre se quejaba del ruido que hacían.

Los sábados por la noche, Henry miraba a través de la ventana, entretenido en contemplar el cambiante paisaje de las personas que pasaban. Durante el día, los rostros asiáticos estaban por todas partes. Pero por la noche, la multitud se multiplicaba, y estaba compuesta en su mayoría por gente blanca con sus mejores ropas, que iban a disfrutar de una noche de jazz y baile. Había sábados en los que Henry oía la música en la distancia, pero a su madre no le gustaba que durmiese con la ventana abierta, temerosa de que muriese de un resfriado o de una neumonía.

—¿Qué tal las pruebas? —preguntó Henry, que sabía que Sheldon buscaba un empleo fijo por la noche.

Sheldon le entregó una tarjeta. Decía Negro Local 493.

—¿Qué es esto?

—¿Te lo puedes creer, yo afiliado al sindicato? Los músicos blancos tienen un sindicato para buscar y conseguir más trabajo, y los negros también han formado el suyo y ahora estamos consiguiendo más actuaciones de las que podemos realizar.

Henry no acababa de entender del todo qué significaba una tarjeta de afiliación sindical, pero Sheldon parecía entusiasmado, así que comprendió que debía de ser una buena noticia.

—Incluso tengo una substitución esta noche en el Black Elk’s Club. Al parecer al saxofonista lo han metido en la cárcel por algo que hizo, así que llamaron al sindicato y el sindicato me llamó a mí. ¿Te lo puedes creer? Yo, tocando en el Black Elk’s

—¡Con Oscar Holden! —acabó Henry. Nunca le había oído tocar, pero había visto los carteles por toda la ciudad, y Sheldon siempre hablaba de él con un tono reservado normalmente a los héroes y las leyendas.

—Con Oscar Holden —asintió Sheldon, y luego tocó unas cuantas notas alegres en el saxo—. Es sólo por esta noche, pero eh, es un buen bolo, con un gran tío.

—¡Me alegra mucho! —Henry sonrió—. De verdad es una muy buena noticia.

—Hablando de buenas noticias, ¿quién es esa chiquilla con la que te he visto ir caminando a casa, eh? ¿Algo que deba saber?

Henry sintió que el rubor se le subía a las mejillas.

—No es más que una amiga de la escuela.

—Ah. ¿Eso vendría a ser algo así como una novia?

Henry se apresuró a responder a la defensiva.

—No, es una amiga japonesa, mis padres me matarían si se enterasen. —Señaló el distintivo en la camisa, el nuevo que su padre le había obligado a ponerse después de que Chaz le arrancase el otro.

—Soy chino. Soy libanés. Soy pequinés. Soy estupendo. —Sheldon sacudió la cabeza—. Bueno, la próxima vez que veas a tu amiga japonesa, dile oai deki te ureshii desu.

—Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue —repitió Henry.

—Bastante parecido; es un cumplido en japonés, significa «¿Cómo estás hoy, bonita…?».

—No puedo decirle eso —interrumpió Henry.

—Tú hazlo, le gustará. Yo lo uso con todas las chicas geishas que hay por aquí, siempre lo toman de la manera correcta, y además aprecian que se lo digan en su lengua nativa. De esa manera es muy sofisticado. Misterioso.

Henry ensayó la frase en voz alta unas cuantas veces más. Y varias veces más mentalmente. Oai deki te ureshii desu.

—¿Qué tal si vas ahora al Barrio Japonés y lo pruebas? Hoy cierro la parada temprano. Una actuación más y después me reservaré el aliento para la gran noche con Oscar.

Henry deseó poder verle y oírle tocar con el famoso pianista de jazz. Deseó ver cómo era el interior de un auténtico club de jazz. Sheldon le había dicho que en la mayoría de los clubes se bailaba, pero que cuando Oscar interpretaba, el público se sentaba para escucharle. Así era de bueno. A Henry le gustaba imaginarse una sala oscura, todos sentados y vestidos con sus mejores galas, con copas de champán en las manos, escuchando la música que llegaba desde el punto iluminado del escenario, una niebla fresca que se extendía sobre la fría agua negra.

—Sé que lo harás muy bien esta noche —dijo Henry, y se volvió para ir hacia el sur, hacia el Barrio japonés, en lugar de hacia el este, hacia su casa.

Sheldon le dedicó su sonrisa con el diente de la funda de oro.

—Muchas gracias, señor, que tenga un buen día —se despidió para ocuparse de su siguiente actuación.

Henry practicó las palabras japonesas, y las fue diciendo una y otra vez mientras caminaba, hasta que los rostros de las calles pasaron de negro a blanco, a japonés.

El Barrio Japonés era más grande de lo que Henry había imaginado; al menos cuatro veces el tamaño del Barrio Chino, y cuanto más caminaba a través de las concurridas calles, más comprendía que encontrar a Keiko podía ser imposible. Claro que él la había acompañado la mitad del camino desde la escuela, pero eso era justo hasta el principio del barrio. Habían caminado hasta la Hatsunekai Dance School, y luego él había dicho adiós, y la había visto ir en dirección al hotel Fuji. Desde allí había vuelto por Jackson y a continuación por South King en dirección a casa. Caminar por Maynard Avenue era como haber caído en otro mundo. Había bancos, peluqueros, sastres, dentistas y periódicos japoneses. Los resplandecientes carteles de neón continuaban encendidos durante el día, los farolillos de papel colgaban delante de cada edificio de apartamentos, mientras los niños cambiaban cromos de béisbol de sus equipos japoneses favoritos.

Henry encontró un asiento en un banco y leyó un ejemplar del día anterior del Japanese Daily News, cuya mayor parte, para su sorpresa, estaba en inglés. Había una venta por cierre de la Taishodo Book Store y un nuevo propietario se había hecho cargo de la joyería Nakamura. Mientras Henry miraba a un lado y a otro, le pareció que había muchos negocios en venta, y que otros estaban cerrados en pleno día. Todo esto tenía sentido porque muchas de las noticias tenían que ver con los momentos difíciles que vivía Nihonmachi. Al parecer los negocios habían ido a la baja, incluso desde antes de Pearl Harbor; desde que los japoneses invadieron Manchuria en 1931. Henry recordaba el año porque su padre mencionaba con harta frecuencia la guerra de China. Según una noticia, la Chong Wa Benevolent Association había pedido el boicot a toda la comunidad japonesa. Henry no sabía qué era exactamente la Chong Wa, algo así como un comité del Barrio Chino similar a la Bing Kung Association a la que pertenecía su familia, pero más grande y más política, que abarcaba no sólo su barrio, sino que representaba a toda la región y a todos los tongs, redes sociales que algunas veces parecían bandas. Su padre era miembro.

Mientras Henry miraba a las multitudes que caminaban por las calles, comprando y jugando, su número desmentía los momentos difíciles, los boicots, los locales tapiados, las tiendas cubiertas de banderas. En su deambular por las calles, casi nadie le hacía el menor caso, salvo algunos niños japoneses que le señalaban y comentaban a su paso, aunque eran silenciados por sus padres. Al mirar vio que aquí y allá había bastantes caras negras salpicadas entre la multitud, pero no se veía ningún rostro blanco.

Entonces Henry se detuvo cuando por fin vio la cara de Keiko. O al menos una foto; en el escaparate del Ochi Photography Studio. Allí estaba ella, era una foto sepia de una niña vestida de domingo, sentada en una gran silla de cuero, con un paraguas japonés, un parasol de bambú decorado con un koi.

Konichi-wa —le saludó desde la puerta un japonés, bastante joven por su aspecto—. ¿Konichi-wa Ototo-san?

Confundido por el saludo japonés, Henry se abrió la americana y señaló la insignia que decía Soy chino.

El joven fotógrafo sonrió.

—Bueno, no hablo chino, pero ¿Cómo estás? ¿Quieres hacerte una foto? ¿Un retrato? ¿O sólo buscas a alguien?

Ahora le llegó el turno a Henry de mostrarse sorprendido. El inglés del joven fotógrafo era casi perfecto comparado con el dominio de la lengua que tenía Henry.

—Esta chica, voy a la escuela con ella.

—¿Los Okabe? ¿Envían a su hija a la escuela china?

Henry sacudió la cabeza y movió la mano.

—Keiko Okabe, sí, los dos vamos a Rainier Elementary, la escuela blanca al otro lado de Yesler Way.

El momento de silencio se desvaneció con el ruido de los motores de los coches que pasaban. Henry miró mientras el fotógrafo observaba la foto de Keiko.

—Entonces ambos debéis ser estudiantes muy especiales.

¿Desde cuándo ser especial se había convertido en semejante carga? Incluso en una maldición. No había nada especial en ir a Rainier. Nada en absoluto. Claro que estaba aquí buscando a alguien. Quizás ella era especial.

—¿Sabes dónde vive?

—No, lo siento. Pero les he visto mucho cerca del Nippon-Kan Hall. Allí hay un parque, quizá puedas ir a buscarla allí.

Domo —dijo Henry. Era la única palabra japonesa que sabía, aparte de la frase que Sheldon le había enseñado antes.

—De nada. Vuelve, y te haré una foto —le gritó el fotógrafo.

Henry ya se alejaba.

Henry y Keiko cruzaban el Kobe Park camino a casa desde la escuela cada día y él reconocía el parque de la ladera por los numerosos árboles de cerezos que adornaban las calles. Al otro lado del parque estaba el Nippon-Kan Hall, que en realidad era más un teatro kabuki, lleno de carteles de obras que nunca había visto u oído mencionar, como O Some Hisamatsu y Yuko No Ichiya, escritos en inglés y kanji. Como en el Barrio Chino, toda la zona alrededor del parque al parecer se despertaba los sábados. Henry siguió a las multitudes, luego a la música. Delante del Nippon-Kan había unos intérpretes callejeros, vestidos con trajes tradicionales, luchando con brillantes espadas que se doblaban y flexionaban cuando cortaban el aire. Detrás de ellos, los músicos tocaban lo que parecían extrañas guitarras de tres cuerdas. Nada comparable al zhonghu o el gaohu, los violines de dos cuerdas que él había oído cuando la ópera de Pekín interpretaba una escena de lucha.

Con la música y el baile, Henry se olvidó del todo de buscar a Keiko, aunque de vez en cuando murmuraba las palabras que Sheldon le había enseñado: Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue, más que nada por un hábito nervioso.

—¡Henry!

Aún a través de la música supo que la voz era la de ella. Miró entre la muchedumbre, perdido por un momento antes de verla sentada en la ladera, en el punto más alto del Kobe Park, saludándolo por encima de los intérpretes callejeros. Henry subió la colina, con las palmas sudadas. Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue. Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue.

Ella dejó una pequeña libreta y le miró sonriente.

—¿Henry? ¿Qué estás haciendo aquí?

Oh i dequi tai… —Las palabras salieron de su lengua como un camión Mack. Notó las gotas de sudor en su frente. ¿Las palabras? ¿Cuál era el resto?— ooh ri shi dai sue.

El rostro de Keiko se congeló en una sonrisa de sorpresa, sólo interrumpida por el ocasional parpadeo de sus grandes ojos.

—¿Qué has dicho?

«Respira Henry. Respira hondo. Una vez más».

Oai deki te ureshii desu. —Las palabras salieron perfectas. «¡Lo conseguí!».

Silencio.

—Henry, yo no hablo japonés.

—¿Qué…?

—Yo no hablo japonés. —Keiko se echó a reír—. Ya ni siquiera lo enseñan en la escuela japonesa. Dejaron de hacerlo el pasado otoño. Mi madre y mi padre lo hablan, pero quieren que yo sólo aprenda inglés. La única palabra japonesa que sé es wakarimasen.

Henry se sentó a su lado y miró hacia donde estaban los artistas callejeros.

—¿Qué significa?

Keiko le palmeó en el brazo.

—Significa «no entiendo», ¿lo entiendes?

Él se tumbó en la ladera, sintió el frescor de la hierba. Olía las diminutas rosas japonesas, que salpicaban la colina con parches de estrellas amarillas.

—Sea lo que sea, Henry, lo has dicho muy bien. ¿Qué significa?

—Nada. Significa «¿qué hora es?».

Henry miró a Keiko de reojo y vio la mirada de sospecha en sus ojos.

—¿Has venido hasta aquí sólo para preguntarme qué hora es?

Henry se encogió de hombros.

—Un amigo me lo acaba de enseñar. Creí que te mostrarías impresionada. Me equivoqué. ¿Qué clase de libreta es ésa?

—Es un cuaderno de dibujo. Y estoy impresionada, por el solo hecho de que hayas venido hasta aquí. Tu padre se pondría furioso si lo supiese. ¿O lo sabe?

Henry sacudió la cabeza. Éste era el último lugar en que su padre esperaría encontrarle. Henry por lo general iba al muelle los sábados, con los otros chicos de la escuela china, para visitar lugares como la Ye Olde Curiosity Shop en Coleman Dock; para mirar las momias de verdad y las cabezas reducidas auténticas, para retarse los unos a los otros a tocarlas. Pero desde que había comenzado a ir a Rainier, todos le trataban de otra forma. Él no había cambiado pero, de alguna manera, a sus ojos, él era diferente. Ya no era uno de ellos. Como Keiko, era especial.

—Tampoco es para tanto. Es que andaba por el barrio.

—¿De verdad? ¿Y qué vecino te enseñó a hablar japonés?

—Sheldon, el que toca el saxo en South King. —Henry se fijó en el cuaderno—. ¿Puedo ver tus dibujos?

Ella le entregó el pequeño cuaderno negro. En el interior había dibujos a lápiz de flores y plantas, y algún dibujo de un bailarín.

El último era un boceto de la multitud, los bailarines, y un perfil de Henry entre la gente.

—¡Soy yo! ¿Desde cuándo sabías que estaba allá abajo? Me has estado mirando todo el tiempo, ¿por qué no dijiste nada?

Keiko fingió que no entendía.

Wakarimasen. Lo siento mucho. No hablo inglés. —Con un gesto burlón recuperó el cuaderno—. Te veo el lunes, Henry.