Una semana después de la llegada de Keiko, Henry se acomodó a una nueva rutina. Comían juntos, luego se encontraban frente al armario del conserje una vez acabadas las clases, para continuar con la segunda parte de su trabajo. Hombro con hombro limpiaban las pizarras, vaciaban las papeleras y golpeaban los borradores detrás de la escuela en un viejo tocón. No estaba mal. Tener a Keiko reducía a la mitad el trabajo que había estado haciendo antes y disfrutaba de su compañía, aunque ella fuese japonesa. Además, todo el trabajo después de la escuela daba a los otros chicos tiempo de sobra para montar en sus bicis o autocares y marcharse, mucho antes de que él saliese al patio.
Así era como debía ser.
Pero cuando sostuvo la puerta abierta para que Keiko saliera del edificio, vio que Chaz estaba al pie de las escaleras. Quizá había perdido el autobús, pensó Henry. O a lo mejor había intuido un murmullo de felicidad desde que Keiko había llegado. Sólo una mirada, o una sonrisa entre ellos. Aunque esté aquí para provocarme, pensó Henry, está bien, siempre que no le haga daño a ella. Él y Keiko bajaron las escaleras y pasaron junto a Chaz, Henry por el lado de adentro, colocándose entre ella y el matón. Mientras pasaban, Henry se dio cuenta de que su Némesis era treinta centímetros más alto que cualquiera de los dos.
—¿Adónde creéis que vais?
Chaz tenía que haber estado en octavo, pero había repetido dos cursos. Henry sospechaba desde hacía tiempo que no aprobaba con toda intención, para poder continuar dominando la clase de sexto. ¿Por qué renunciar a ello y convertirse en un don nadie en el bachillerato?
—Dije que adonde creéis que vais, amante de los japoneses.
Keiko iba a hablar cuando Henry le dirigió una mirada, la rodeó con el brazo y la obligó a caminar. Chaz se colocó delante de ellos.
—Sé que entiendes cada una de las palabras que digo. Os he visto a los dos hablando después de clase.
—¿Y? —preguntó Henry.
—Y… —Chaz lo cogió por el cuello y lo sacudió para levantarlo hasta su pecho, tan cerca que Henry olió la comida en el aliento: cebollas y leche en polvo—. ¿Qué tal si hago que no puedas hablar nunca más? ¿Eso te gustaría?
—¡Basta! —gritó Keiko—. ¡Suéltale!
—Deja al chico en paz, Charlie —interrumpió la señora Beatty, que bajó las escaleras encendiendo un cigarrillo. A juzgar por su indiferencia, Henry dedujo que estaba habituada a la mala conducta de Chaz.
—Mi nombre es Chaz.
—Bien, Chaz, cariño, si le haces daño a ese chico, tendrás que tomar su lugar en la cocina, ¿lo entiendes? —Lo dijo de una manera que casi sonó como si le importase. Casi. La dura expresión de su rostro bastó para sembrar la duda en la mente de Chaz. Soltó a Henry y lo empujó al suelo, pero no sin antes arrancarle el distintivo que decía Soy chino de la camisa, dejando un pequeño siete. Chaz se lo abrochó en su propio cuello y le dirigió una sonrisa dentuda antes de marcharse, seguramente para buscar a otros chicos a quienes molestar.
Keiko ayudó a Henry a levantarse, y le alcanzó los libros. Cuando se volvió para darle las gracias a la señora Beatty ella ya estaba lejos. Ni siquiera un adiós. «Gracias de todas maneras». ¿Le importaba el acoso escolar, o sólo protegía a sus ayudantes de cocina? Henry no tenía forma de saberlo. Se quitó el polvo de los fondillos de los pantalones y borró el pensamiento de su mente.
Después de pasar una semana juntos en la cocina, no había pensado que pudiese sentir más frustración o vergüenza. Qué sorpresa. Pero si ella le valoraba menos después de su encuentro con Chaz, desde luego no lo demostró. Incluso le tocó la mano, y le ofreció la suya mientras caminaban, pero él no le hizo caso. En realidad no era tímido con las chicas. Pero las chicas japonesas eran como una bandera roja. O una bandera blanca con un gran sol rojo en el medio. A su padre le daría un ataque. Y alguien les podía ver.
—¿Siempre has ido a Rainier? —preguntó Keiko.
Él advirtió lo tranquila que sonaba su voz. Clara y simple. Su inglés era mucho mejor que el de la mayoría de las niñas chinas que conocía.
Sacudió la cabeza.
—Sólo desde septiembre. Mis padres quieren que tenga una educación occidental, universitaria, en lugar de volver a Canton para completar mi formación china, como todos los otros chicos de mi barrio.
—¿Por qué?
Henry no sabía cómo decirlo.
—Por las personas como tú. —Cuando salieron las palabras, se sintió mal por desfogar las frustraciones del día. Pero era parte de la verdad, ¿no? Por el rabillo del ojo la observó quitarse el moño del pelo. Los largos mechones cayeron alrededor de su rostro, y casi le taparon los ojos castaños.
—Lo siento —añadió—. No es culpa tuya. Es porque el ejército japonés ha invadido las provincias nororientales. Los combates están muy lejos de Canton, pero así y todo no me dejan ir. La mayoría de los chicos de mi lado de la ciudad van a la escuela china y después acaban los estudios en la China Continental. Eso era lo que mi padre tenía planeado para mí. Hasta el otoño pasado. —Henry no supo qué más decir.
—¿Así que no naciste en China?
Henry sacudió de nuevo la cabeza, señaló hacia Beacon Hill, donde se alzaba el hospital Columbus, un poco más allá del Barrio Chino.
—Nací allí mismo.
Ella sonrió.
—Allí nací yo también. Soy japonesa. Pero primero americana.
—¿Tus padres te enseñaron a decir eso? —Se quiso tragar las palabras cuando salieron, temeroso de herir de nuevo sus sentimientos. Después de todo, sus padres le habían dicho que dijese lo mismo.
—Sí. Lo hicieron. Mi abuelo vino aquí después del gran incendio de 1889. Soy de segunda generación.
—¿Es por eso que te enviaron a Rainier?
Habían caminado hasta Nihonmachi, más allá de los arcos de hierro negro del Barrio Chino. Henry vivía a siete calles, y sólo había estado aquí una vez cuando su padre había quedado con alguien para comer en el hotel Northern Pacific, a un lado del mercado japonés. Incluso entonces, su padre había insistido en que se marchasen en cuanto se enteró de que el lugar había sido construido por Niroku «Frank» Shitamae, un empresario japonés local. Se habían marchado antes de que les sirviesen la comida.
—No. —Ella se detuvo y miró el entorno—. Es por esto que me enviaron.
Allí donde miró, Henry vio banderas americanas; en cada escaparate y colgadas en cada puerta. Sin embargo, eran muchas más las tiendas con los cristales rotos y algunas estaban tapiadas. Delante de ellos un camión de obras públicas naranja ocupaba tres plazas de aparcamiento. Un hombre barbudo que estaba en la barquilla de la escalera mecánica quitó el cartel de Mikado Street y lo cambió por otro que decía Pearborn Avenue.
Henry recordó la insignia que su padre le había dado y tocó el roto encima de su corazón donde había estado. Miró a Keiko y por primera vez en todo el día, en toda la semana, ella parecía asustada.