Cuando aquel mediodía Henry entró en la cocina de la escuela había un rostro nuevo, aunque estaba vuelto hacia una pila de bandejas con manchas de remolacha, por lo que no pudo ver gran cosa. Era obvio que se trataba de una chica, probablemente de su curso, más o menos de su estatura, estaba oculta detrás de los largos mechones de pelo negro que enmarcaban su rostro. Rociaba las bandejas con agua hirviendo y las colocaba en el escurridor, una a una. Cuando se volvió poco a poco hacia Henry, él vio las mejillas delgadas, la piel perfecta, suave y carente de las pecas que salpicaban los rostros de las otras chicas de la escuela. Pero por encima de todo, se fijó en los ojos castaños. Por un momento Henry juró que había olido algo, como jazmín, dulce y misterioso, perdido entre los grasientos olores de la cocina.
—Henry, ella es Keiko, la acaban de trasladar a Rainier, pero es de tu parte de la ciudad. —La señora Beatty, la cocinera, que parecía considerar a esta nueva chica como otro aparato de cocina, le arrojó un delantal y la empujó junto a Henry detrás del mostrador—. Vaya, diría que ustedes dos son parientes, ¿no?
—¿Cuántas veces había oído lo mismo?
La señora Beatty no perdió el tiempo y sacó un mechero Zipo, encendió un cigarrillo con una sola mano y se marchó con su comida.
—Avisadme cuando hayáis acabado.
Como la mayoría de los chicos de su edad, a Henry le gustaban las chicas más de lo que estaba dispuesto a admitir, o en realidad más de lo que se atrevía a decírselo a nadie; en especial cuando estaba con los otros chicos, que intentaban mostrarse indiferentes, como si las chicas fuesen alguna nueva especie extraña. Así que, si bien hacía todo con naturalidad, y procuraba al máximo mostrarse indiferente, se sentía entusiasmado en secreto al tener un rostro amigo en la cocina.
—Soy Henry Lee. De South King Street.
—Soy Keiko —susurró la niña.
Henry se preguntó por qué no la había visto antes en el barrio; quizá su familia acababa de llegar.
—¿Qué clase de nombre es Kay-Ko?
Hubo una pausa. Entonces sonó la campana de la comida. Los portazos resonaron en el pasillo.
Ella se cogió el largo pelo negro en dos puñados iguales y los ató con una cinta.
—Keiko Okabe —dijo. Se ató el delantal y esperó una reacción.
Henry estaba atónito. Era japonesa. Con el pelo recogido ahora lo veía con claridad. Parecía avergonzada. ¿Qué estaba haciendo aquí?
La suma total de los amigos japoneses de Henry era equivalente a cero. Su padre no se lo hubiese permitido. Era un nacionalista chino y había sido bastante activista en sus tiempos, según la madre de Henry. Cuando aún no había cumplido los veinte años, su padre fue anfitrión del famoso revolucionario Sun Yat Sen durante su visita a Seattle, lugar al que acudió para reunir el dinero necesario para ayudar al débil ejército del Kuomintang contra los manchús. Primero lo había hecho a través de los bonos de guerra, luego les ayudó a abrir una oficina. Imagínense, una oficina del ejército chino, en su misma calle. Era allí donde el padre de Henry estaba ocupado recaudando miles de dólares para luchar contra los japoneses en la patria. Su patria, no la mía, pensó Henry. El ataque a Pearl Harbor había sido terrible e inesperado, desde luego, pero no era nada cuando se lo comparaba con los bombardeos de Shangai o el saqueo de Nanking, al menos según su padre. Henry, por su parte, ni siquiera era capaz de encontrar Nanking en el mapa.
Pero así y todo, no tenía ni un solo amigo japonés, a pesar de que había el doble de chicos japoneses de su edad que chinos, y que sólo estaban separados por unas calles. Henry se sorprendió mirando a Keiko, cuyos ojos inquietos parecían haber descubierto su reacción.
—Soy americana —afirmó ella en su defensa.
Él no sabía qué decir, así que se concentró en las hordas de chicos hambrientos que entraban.
—Será mejor que nos pongamos a trabajar.
Quitaron las tapas de las bandejas humeantes y se echaron atrás ante el olor. Se miraron el uno al otro con asco. Dentro había una masa marrón que semejaban espaguetis. Keiko parecía estar a punto de vomitar. Henry, que estaba acostumbrado al pútrido hedor, ni siquiera parpadeó. Se limitó a enseñarle cómo servir con una vieja cuchara de helado mientras los chicos pecosos con el pelo al rape, incluso los más pequeños, decían: «Mirad, el chino se ha traído a la novia» y «¡Por favor, más chop-suey!».
Como mucho se mofaban, como mínimo les miraban con suspicacia y muecas burlonas. Henry guardaba silencio, furioso y avergonzado como siempre, pero fingiendo que no entendía. Una mentira que deseaba creer aunque sólo fuese en defensa propia. Keiko lo imitó. Durante media hora estuvieron uno al lado del otro, mirándose de vez en cuando, burlándose mientras servían raciones más grandes del engrudo de mierda de rata de la señora Beatty a los chicos que más se burlaban de ellos, o a la chica pelirroja que se tiraba de las comisuras de los ojos y mostraba un rostro siniestro.
—¡Mirad, ni siquiera hablan inglés! —chilló.
Keiko y él se sonrieron el uno al otro hasta que sirvieron al último de los chicos y todas las bandejas y sartenes estuvieron lavados y guardados. Luego comieron, juntos, compartiendo un bote de peras en la despensa.
Henry se dijo que aquel día las peras sabían mucho mejor.