Henry no tenía claro qué era más frustrante: si las incesantes provocaciones en la cafetería de la escuela, o el incómodo silencio en el pequeño apartamento que compartía con sus padres. Así y todo, cuando llegaba la mañana intentaba sacar el máximo provecho de la barrera lingüística de su casa mientras seguía su rutina habitual.
«Zou san», le saludaban sus padres dándole los buenos días.
Henry sonreía y contestaba con su mejor inglés:
—Voy a abrir un paraguas en mi pantalón.
Su padre asentía con expresión grave como si Henry hubiese citado alguna profunda reflexión de la filosofía occidental. «Perfecto», pensaba Henry, «esto es lo que consigues cuando envías a tu hijo a estudiar con una beca». Con una risa mal contenida, se sentaba a tomar su desayuno, una pequeña pirámide de arroz pegajoso, sazonado con cerdo y setas. Su madre le miraba, al parecer enterada de sus trapisondas, aunque no entendiese las palabras.
Aquella mañana, cuando Henry dio la vuelta a la esquina para ir hacia la escalinata principal de Rainier Elementary, vio que dos rostros conocidos de su clase habían sido designados guardias de la bandera. Era una tarea envidiada por todos los chicos de sexto, e incluso por algunas de las niñas, que, por razones que Henry desconocía, no podían serlo.
Antes de que sonase el primer timbre, los dos chicos recogían la bandera de la estantería triangular en el despacho y luego iban al mástil delante de la escuela. Allí la desplegaban con mucho cuidado para que ninguna parte tocase el suelo, porque una bandera profanada de esa manera era quemada de inmediato. Al menos era lo que decían, aunque Henry, ni ninguno de los otros chicos, tenían noticia de que se hubiese hecho nunca algo así. Pero la amenaza era legendaria. Imaginaba al vicedirector Silverwood, un gigante gruñón, quemando la bandera en el aparcamiento ante las miradas compungidas de los demás profesores, y después darle la factura al torpe chico responsable para que la llevase a casa. Sin duda los padres se sentirían tan avergonzados que se marcharían vivir a los suburbios y se cambiarían el nombre para que nunca nadie pudiese encontrarles.
Por desgracia, Chaz Preston y Denny Brown, que eran los guardias, difícilmente se marcharían en un futuro próximo, sin importar lo que hiciesen. Ambos pertenecían a destacadas familias locales. El padre de Denny era abogado, juez o algo por el estilo, y la familia de Chaz era la propietaria de varios edificios de apartamentos en el centro. No es que Denny fuera amigo de Henry, pero Chaz era la verdadera amenaza. Henry estaba convencido de que Chaz acabaría siendo el cobrador de la familia. Le gustaba amenazar a la gente. Era tan malvado que los otros matones le temían.
—Eh, Tojo, te has olvidado de saludar a la bandera —gritó Chaz.
Henry continuó caminando hacia las escalinatas como si no le hubiese oído. Nunca entendería por qué a su padre le parecía una idea fantástica que viniese a esta escuela. Observó por el rabillo del ojo como Chad anudaba la bandera y después se le acercaba. Apuró el paso para buscar el refugio de la escuela, pero Chaz se lo impidió.
—¿Qué pasa? ¿Es que vosotros los japoneses no saludáis a las banderas norteamericanas?
Henry no sabía qué era peor: que se metiesen con él por ser chino, o que le acusasen de ser japonés. Si bien Tojo, el primer ministro japonés, era conocido con el apodo de «La navaja» debido a su afilada mente legalista, Henry sólo deseaba ser lo bastante listo para quedarse en casa y no ir a la escuela cuando sus compañeros hablaban del Peligro Amarillo. Su maestra, la señora Walker, que rara vez le dirigía la palabra, nunca ponía freno a los comentarios inapropiados y ofensivos. Tampoco le había llamado nunca para que fuese a la pizarra a resolver un problema matemático, convencida de que no entendía el inglés, a pesar de que sus notas cada vez mejores tendrían que haberle dado por lo menos una pista.
—No peleará contigo, es un maldito cobarde. Además, está a punto de sonar el segundo timbre —dijo Denny en tono despectivo y entró en el edificio.
Chaz no se movió.
Henry miró al matón que le cerraba el paso, pero no dijo ni una palabra. Había aprendido a mantener la boca cerrada. La mayoría de sus compañeros no le hacían caso, y aquellos que le acosaban por lo general acababan por aburrirse cuando no respondía. Entonces recordó la insignia que le hacía usar su padre y se la señaló a Chaz.
—«Soy chino» —leyó Chaz en voz alta—. Para mí no significa nada, renacuajo. Tampoco celebras la Navidad, ¿no?
Sonó el segundo timbre.
—Ho, ho, ho —respondió Henry. «Menos mal no iba a abrir la boca», pensó. «Celebramos la Navidad, junto con el Chun jie, el Año Nuevo lunar. Pero no, el día de Pearl Harbor no es una fiesta».
—Suerte tienes de que no pueda llegar tarde porque perdería ser guardián —dijo Chaz, antes de amagar un golpe. Henry no se movió. Después vio al matón entrar en la escuela. Henry soltó la respiración y fue por los pasillos desiertos hasta el aula de la señora Walker, que le reprochó la tardanza y le castigó con salir una hora más tarde. Henry aceptó el castigo sin decir palabra. Sin siquiera una mirada.