Diecinueve

Y, ya metido en faena, la emprendió a puntapiés con el móvil hasta dejarlo prácticamente inservible.

Terminó el trabajo echando mano del martillo que guardaba en la caja de herramientas. Después, se acercó al coronel, que permanecía en el suelo emitiendo leves gemidos. En cuanto se vio delante al comisario, Lohengrin Pera se cubrió el rostro con los antebrazos, tal como hacen los niños.

—Basta, por Dios —imploró.

Pero ¿qué clase de hombre era aquél? ¿Un tortazo de nada y un poquito de sangre que le salía del labio partido lo habían dejado reducido a semejante estado? Lo agarró por el cuello de la chaqueta, lo levantó del suelo y lo sentó en una silla. Con trémula mano, Lohengrin Pera utilizó el sello bordado para secarse la sangre del labio, pero, en cuanto vio la mancha roja en el tejido, cerró con fuerza los ojos y pareció desmayarse.

—Es que… la sangre… me horroriza —farfulló.

—¿La tuya o la de los demás? —preguntó Montalbano. Fue a la cocina, cogió una botella de whisky medio vacía y un vaso y colocó ambas cosas delante del coronel.

—Soy abstemio.

Ahora que ya se había desahogado, Montalbano se sentía más tranquilo.

Si el coronel, pensó, había intentado llamar por teléfono para pedir ayuda, las personas que se la hubieran tenido que prestar forzosamente se encontraban muy cerca de allí, a pocos minutos de su casa. Éste era el verdadero peligro. Oyó el timbre de la puerta.

¿Dottore? Soy Fazio.

Entreabrió la puerta.

—Mira, Fazio, tengo que terminar de hablar con la persona que te he dicho. Quédate en el coche, cuando te necesite, te llamaré. Pero ten cuidado: es posible que haya gente con malas intenciones por los alrededores. Detén a cualquiera que veas acercarse a la casa.

Cerró la puerta y volvió a sentarse delante de Lohengrin Pera, aparentemente hundido en su abatimiento.

—Trata de comprenderme porque, dentro de poco, ya no conseguirás comprender nada.

—¿Qué me quiere hacer? —preguntó el coronel, palideciendo.

—Nada de sangre, quédate tranquilo. Tengo la sartén por el mango, supongo que eso ya lo has comprendido. Has sido tan capullo que lo has soltado todo delante de una cámara. Si mando salir en antena la cinta, se arma un follón internacional de no te menees, y tú ya puedes ir preparándote para vender panecillos en una esquina. En cambio, si te encargas de que se descubra el cadáver de Karima e impides mi ascenso (pero ten en cuenta que ambas cosas van juntas), yo te doy mi palabra de honor de que destruyo la cinta. No tienes más remedio que fiarte de mí. ¿He hablado claro?

Lohengrin Pera asintió con la cabecita y, en aquel momento, el comisario se dio cuenta de que el cuchillo había desaparecido de la mesa. El coronel lo habría cogido mientras él hablaba con Fazio.

—Tengo una curiosidad —dijo Montalbano—. ¿Sabes si existen gusanos venenosos?

Pera lo miró con expresión inquisitiva.

—En tu propio interés, suelta el cuchillo que ocultas bajo la chaqueta.

El coronel obedeció en silencio y depositó el cuchillo en la mesa. Montalbano destapó la botella de whisky, llenó el vaso hasta el borde y se lo ofreció a Lohengrin Pera, que se echó hacia atrás haciendo una mueca de asco.

—Ya le he dicho que soy abstemio.

—Bebe.

—No puedo, se lo aseguro.

Apretándole los carrillos con dos dedos de la mano izquierda, Montalbano lo obligó a abrir la boquita.

Fazio oyó que lo llamaba el comisario cuando ya llevaba tres cuartos de hora esperando en el coche y estaba tan muerto de sueño como si se hubiera drogado. Entró en la casa e inmediatamente vio a un enano borracho que hasta se había vomitado encima. Como no conseguía permanecer de pie, el enano estaba intentando cantar Celeste Aida apoyándose alternativamente en las sillas y en la pared. Fazio vio en el suelo unas gafas y un teléfono móvil destrozados; en la mesa había una botella de whisky vacía, un vaso también vacío, tres o cuatro hojas de papel y unos documentos de identidad.

—Escúchame bien, Fazio —dijo el comisario—. Ahora te voy a contar exactamente lo que ha ocurrido, por si te hicieran preguntas. Anoche cuando regresé a casa sobre las doce vi, al principio del sendero que conduce hasta aquí, el coche de este señor, un BMW, cerrándome el paso. Estaba completamente bebido. Lo llevé a casa porque no estaba en condiciones de conducir. En el bolsillo no llevaba documentación ni nada. Tras varios fallidos intentos de hacerle pasar la mona, te llamé para que me echaras una mano.

—Está todo clarísimo —dijo Fazio.

—Hagamos una cosa. Tú lo agarras, verás que no pesa casi nada, lo metes en el BMW, te sientas al volante y lo llevas a nuestro calabozo. Yo te sigo con nuestro vehículo.

—Y usted después, ¿cómo vuelve a casa?

—Me tendrás que acompañar tú, qué le vamos a hacer. Mañana por la mañana, cuando veas que razona con normalidad, lo sueltas.

* * *

Una vez en casa, sacó la pistola del cajón donde siempre la guardaba, y se la introdujo en el cinturón. Después, recogió con la escoba los restos del móvil y de las gafas y los envolvió en un papel de periódico. Cogió la pala que Mimì le había regalado a François y cavó dos profundos hoyos casi bajo la galería. En uno de ellos introdujo el paquete y lo cubrió; en el otro, los papeles y los documentos rotos a trocitos. Los roció con gasolina y les prendió fuego. Cuando quedaron reducidos a ceniza, cubrió también el hoyo. Ya empezaba a clarear. Se dirigió a la cocina, se preparó un café cargado y se lo bebió. Después se afeitó y se duchó. Quería disfrutar de la grabación completamente relajado. Introdujo la casete más pequeña en la más grande, tal como le había enseñado a hacer Nicolò, y encendió el televisor y el vídeo. Al ver que transcurrían varios segundos sin que apareciera nada, se levantó del sillón y examinó los aparatos, completamente convencido de que se habría equivocado al hacer alguna conexión. Para aquellas cosas era totalmente negado, y no digamos para los ordenadores, que lo aterrorizaban. Esta vez tampoco logró nada. Sacó la casete de mayor tamaño, la abrió y la examinó. Le pareció que la casete más pequeña estaba mal colocada en su interior y la empujó hasta el fondo. Lo volvió a colocar todo en el vídeo. En la pantalla no apareció una mierda. Pero, maldita sea, ¿qué era lo que no funcionaba? Mientras se lo preguntaba, se quedó helado y le entró una duda. Corrió al teléfono.

—¿Diga? —preguntó una voz desde el otro extremo de la línea, pronunciando cada una de las letras con gran esfuerzo.

—¿Nicolò? Soy Montalbano.

—¿Y quién iba a ser si no, mierda puta?

—Te tengo que preguntar una cosa.

—¿Pero tú sabes qué hora es?

—Te pido perdón. ¿Recuerdas la cámara que me has prestado?

—Sí, ¿y qué?

—Para grabar, ¿qué botón tenía que apretar? ¿El de arriba o el de abajo?

—El de arriba, cabrón.

Se había equivocado de botón.

Se volvió a desnudar, se puso los calzones de baño, se zambulló valerosamente en el agua helada y empezó a nadar. Cuando, tras haberse cansado, estaba haciendo el muerto, pensó que, en el fondo, no era tan grave no haber grabado nada: lo importante era que el coronel se lo hubiera creído y lo siguiera creyendo. Regresó a la orilla, entró en la casa, se tumbó en la cama mojado tal como estaba, y se quedó dormido.

Se despertó pasadas las nueve y tuvo la clara sensación de que no podría regresar al despacho para reanudar su trabajo de todos los días. Decidió avisar a Mimì.

—¡Diga, diga! ¿Quién habla?

—Catarè, soy Montalbano.

—¿Es usted de verdad?

—Soy yo de verdad. Pásame al dottor Augello.

—Hola, Salvo. ¿Dónde estás?

—En casa. Oye, Mimì, no me siento con ánimos para ir al despacho.

—¿Te encuentras mal?

—No. Sólo que no me siento con ánimos ni hoy ni mañana. Necesito cuatro o cinco días de descanso. ¿Podrás sustituirme?

—Claro.

—Gracias.

—Espera, no cuelgues.

—¿Qué ocurre?

—Estoy preocupado, Salvo. Desde hace un par de días te veo muy raro. ¿Qué te pasa? No me tengas en ascuas.

—Mimì, sólo necesito un poco de descanso. Eso es todo.

—¿Adónde irás?

—De momento, no lo sé. Después te llamo.

Pero sabía muy bien adónde iría. En Marinella preparó la maleta en cinco minutos, pero dedicó más tiempo a elegir los libros que se quería llevar. Le dejó una nota a la asistenta Adelina, diciéndole que regresaría aquella misma semana.

En la trattoria de Mazàra lo recibieron como al hijo pródigo.

—El otro día me pareció comprender que alquilaban habitaciones.

—Sí, arriba tenemos cinco. Pero estamos fuera de temporada y sólo hay una alquilada.

Le enseñaron la habitación, amplia, luminosa, de cara al mar.

Se tumbó en la cama libre de todo cuidado, pero con el corazón lleno de una dulce melancolía. Estaba a punto de soltar amarras para zarpar rumbo a «the country of sleep» cuando oyó que llamaban a la puerta.

—Adelante, está abierta.

El cocinero apareció en el umbral. Era un cuarentón de gran tonelaje, de ojos negros y piel morena.

—¿Qué hace? ¿No baja? Me he enterado de que había llegado y le he preparado una cosa que…

No consiguió enterarse de lo que le había preparado el cocinero, pues una suave y dulcísima música, una música celestial, estaba sonando en sus oídos.

Llevaba una hora contemplando una embarcación de remos que se estaba acercando lentamente a la orilla. A bordo, un hombre remaba con vigoroso ritmo. El propietario de la trattoria también había visto la barca, pues Montalbano lo oyó gritar:

—¡Luici, ya regresa el cavaliere!

El comisario vio a Luicino, el hijo de dieciséis años del propietario, adentrarse en el agua y empujar la barca hasta la arena para que el ocupante no se mojara los zapatos. El cavaliere, cuyo nombre ignoraba todavía Montalbano, iba vestido de punta en blanco, con corbata y todo. Lucía un sombrero de jipijapa blanco con la cinta negra de rigor.

Cavaliere, ¿ha cogido algo? —le preguntó el propietario de la trattoria.

—Esta mierda he cogido.

Rondaba los setenta años, enjuto y nervioso. Más tarde, Montalbano lo oyó trajinar en la habitación de al lado.

—Le he preparado la mesa allí —dijo el propietario en cuanto vio aparecer a Montalbano para la cena, acompañándolo a una pequeña estancia en la que sólo cabían dos mesas. El comisario se lo agradeció: en la sala más grande resonaban las risas y las voces de un ruidoso grupo.

—He puesto la mesa para dos —añadió el propietario—. ¿Le molesta que el cavaliere Pintacuda cene con usted?

Más bien sí, siempre temía tener que hablar mientras comía.

Poco después se presentó el delgado setentón, haciendo una media reverencia.

—Liborio Pintacuda, y no soy cavaliere. Tengo que hacerle una advertencia aun a riesgo de parecer un grosero —añadió nada más sentarse—. Yo, cuando hablo, no como. Por consiguiente, si como, no hablo.

—Bienvenido al club —dijo Montalbano, lanzando un suspiro de alivio.

La pasta con cangrejos de mar poseía toda la gracia de un bailarín de primera, pero la lubina rellena con salsa de azafrán le cortó la respiración y lo dejó casi asustado.

—¿Usted cree que un milagro así se podrá repetir? —le preguntó a Pintacuda, señalando el plato ya vacío.

Ambos habían terminado de comer y ya podían recuperar el uso de la palabra.

—Se repetirá, no se preocupe, como el milagro de la licuefacción de la sangre de san Genaro —contestó Pintacuda—. Hace años que vengo aquí y nunca, pero lo que se dice nunca, he sufrido una decepción con la cocina de Tanino.

—En un gran restaurante, a un cocinero como Tanino le pagarían a precio de oro —comentó el comisario.

—Pues sí. El año pasado pasó por aquí un francés, que era el propietario de un famoso restaurante parisino, que casi se puso de rodillas delante de Tanino para llevárselo a París. No hubo manera. Tanino dice que él es de aquí y que aquí se quiere morir.

—Alguien le habrá enseñado a guisar de esta manera, no puede ser un don natural.

—Pues mire, hasta hace diez años, Tanino era un delincuente de poca monta, pequeños robos, tráfico de droga. Entraba y salía de la cárcel. Pero una noche se le apareció la Virgen.

—¿Bromea usted?

—Me guardaría mucho de hacerlo. Dice que la Virgen cogió sus manos entre las suyas, lo miró a los ojos y le reveló que, a partir del día siguiente, se convertiría en un gran cocinero.

—¡Venga ya!

—Usted eso de la Virgen no lo sabía y, sin embargo, en presencia de la lubina, ha utilizado justo esta palabra: milagro. Pero ya veo que no cree en las cosas sobrenaturales y prefiero cambiar de tema. ¿Qué hace usted por aquí, comisario?

Montalbano pegó un brinco. Allí no le había dicho a nadie el trabajo que hacía.

—Vi en la televisión su rueda de prensa sobre la mujer que mató a su marido —explicó Pintacuda.

—Hágame un favor, no le diga a nadie quién soy.

—Aquí saben todos quién es usted, comisario. Pero, como han comprendido que a usted no le gusta que lo reconozcan, hacen como si nada.

—Y usted, ¿a qué grata tarea se dedica?

—Era profesor de filosofía, si el hecho de enseñar filosofía se puede llamar grato.

—¿No lo es?

—En absoluto. Los chavales se aburren, ya no les interesa aprender lo que pensaban Hegel y Kant. Habría que sustituir la filosofía por una asignatura llamada, qué sé yo, «Manual de instrucciones». Entonces puede que tuviera más sentido.

—Instrucciones, ¿para qué?

—Para la vida, amigo mío. ¿Sabe qué escribe Benedetto Croce en sus Memorias? Dice que, a través de sus experiencias, aprendió a considerar la vida como una cosa seria, como un problema que se tenía que resolver. Parece obvio, ¿verdad? Pero no es así. Habría que explicar filosóficamente a los jóvenes el significado, por ejemplo, del hecho de que se estrellen con su coche contra otro el sábado por la noche. Y decirles cómo se podría eso evitar filosóficamente. Pero ya tendremos ocasión de hablar de eso, me han dicho que se va usted a quedar aquí unos días.

—Sí. ¿Usted vive solo?

—Durante los quince días que paso aquí, completamente solo. En Trapani, en cambio, vivo en un caserón con mi mujer, cuatro hijas todas casadas y ocho nietos que, cuando no estoy en la escuela, se pasan todo el día conmigo. Por lo menos, una vez cada tres meses me escapo aquí, no dejo dirección ni teléfono. Me purifico, tomo las aguas de la soledad, este lugar para mí es como una clínica, en la cual me desintoxico de un exceso de sentimientos. ¿Usted juega al ajedrez?

La tarde del día siguiente, mientras permanecía tumbado en la cama, volviendo a leer por vigésima vez El consejo de Egipto, de Sciascia, recordó que había olvidado advertir a Valente de la especie de pacto que había concertado con el coronel. El hecho podría ser peligroso para su compañero de Mazàra, en caso de que éste hubiera seguido adelante con las investigaciones. Bajó a la planta baja donde estaba el teléfono.

—¿Valente? Soy Montalbano.

—Salvo, ¿dónde demonios te has metido? Te he llamado al despacho y me han dicho que no sabían nada de ti.

—¿Por qué me buscabas? ¿Hay alguna novedad?

—Sí. Esta mañana me ha llamado el jefe superior para informarme de que, inesperadamente, mi petición de traslado ha sido aceptada. Me envían a Sestri.

Giulia, la mujer de Valente, era de Sestri, y allí vivían sus padres. Hasta aquel día, todas las veces que el subjefe superior había solicitado el traslado a Liguria, le habían contestado negativamente.

—¿No te dije que esta historia te sería provechosa? —le recordó Montalbano.

—¿Tú crees que…?

—Claro. Te quitan de en medio sin que tú tengas motivo de protestar. Al contrario. ¿Cuándo será efectivo el traslado?

—Con carácter inmediato.

—¿Lo ves? Te iré a saludar antes de que te vayas.

Lohengrin Pera y sus amigotes de parroquia se habían puesto en marcha en un santiamén. Pero habría que ver si era una buena o una mala señal. Quiso comprobarlo. Si aquella gente se había dado tanta prisa en terminar la partida, lo más seguro era que también le hubieran enviado una señal a él. La burocracia italiana, habitualmente muy lenta, actúa como un rayo cuando se trata de joder al ciudadano: teniendo en cuenta esta archisabida verdad, llamó a su jefe superior.

—¡Montalbano! Por Dios bendito, ¿dónde se había metido?

—Le pido disculpas por no haberle avisado, me he tomado unos días de descanso.

—Lo comprendo. ¿Se ha ido a ver…?

—No. ¿Me buscaba usted? ¿Me necesita?

—Sí, lo buscaba, pero no lo necesito. Descanse. ¿Recuerda que había propuesto su ascenso?

—Cómo no.

—Pues bien, esta mañana me ha llamado el commendatore Ragusa, del Ministerio. Es un buen amigo mío. Me ha dicho que… no sé, parece que han surgido ciertos problemas, no sé de qué naturaleza, en relación con su ascenso. Ragusa no ha querido o no ha podido decirme nada más. Me ha dado a entender que cualquier insistencia sería inútil y puede que incluso perjudicial. Créame que estoy consternado y ofendido.

—Pues yo, no.

—¡Lo sé muy bien! Es más, usted se alegra, ¿no es así?

—Me alegro por partida doble, señor jefe superior.

—¿Por partida doble?

—Se lo explicaré cuando nos veamos.

Se tranquilizó. Iban por buen camino.

A la mañana siguiente, Liborio Pintacuda, con una taza de café en la mano, lo despertó cuando aún estaba oscuro.

—Lo espero en la barca.

Lo había invitado a una inútil media jornada de pesca y él había aceptado. Se puso unos vaqueros y una camisa de manga larga: en la barca, con un señor vestido de punta en blanco, se hubiera sentido incómodo en traje de baño.

Pescar resultó ser para el profesor lo mismo que comer: el hombre no abrió la boca como no fuera para soltar maldiciones de vez en cuando contra los peces que no picaban.

Hacia las nueve de la mañana, cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo, Montalbano ya no pudo contenerse.

—Mi padre se está muriendo —dijo.

—Mi más sentido pésame —dijo el profesor sin apartar los ojos del sedal.

Al comisario, las palabras le sonaron inoportunas y fuera de lugar.

—Aún no ha muerto, se está muriendo —puntualizó.

—Da igual. Su padre para usted ha muerto en el preciso instante en que se enteró de que se iba a morir. Lo demás es, ¿cómo diría?, una formalidad corporal. Nada más. ¿Vive con usted?

—No, en otro pueblo.

—¿Solo?

—Sí. Y yo no tengo valor para ir a verlo ahora que se muere. No puedo. La sola idea me atemoriza. Jamás tendré fuerzas para poner los pies en el hospital donde está ingresado.

El viejo no dijo nada, se limitó a volver a colocar el cebo que los peces se habían comido tan ricamente. Después decidió hablar.

—Verá, tuve oportunidad de seguir una de sus investigaciones, la del llamado «perro de terracota». En aquella ocasión, usted abandonó la investigación que estaba llevando a cabo sobre un asunto de tráfico de armas y se lanzó de cabeza a la investigación de un delito ocurrido cincuenta años atrás cuya solución no tendría ningún efecto práctico. ¿Sabe por qué lo hizo?

—¿Por curiosidad? —apuntó Montalbano.

—No, amigo mío. La suya fue una manera muy delicada e inteligente de seguir cumpliendo su no agradable oficio, huyendo, sin embargo, de la realidad de todos los días. Es evidente que llega un momento en que esta realidad cotidiana le pesa demasiado. Y entonces usted huye de ella. Tal como hago yo cuando me refugio aquí. Pero, en cuanto regreso a casa, pierdo la mitad del beneficio. El hecho de que su padre muera es real, pero usted se niega a aceptarlo mediante una comprobación personal. Hace como los niños que, cerrando los ojos, creen que borran el mundo.

El profesor Liborio Pintacuda miró al comisario directamente a los ojos.

—¿Cuándo se decidirá a crecer, Montalbano?