El despacho de Montalbano se encontraba situado en el otro extremo de la entrada de la comisaría, pese a lo cual el comisario oyó el griterío que se produjo al llegar el vehículo de Fazio en el que viajaba la viuda Lapecora. Los periodistas y fotógrafos eran cuatro gatos, pero se les debían de haber añadido decenas de curiosos y gandules.
—Señora, ¿por qué la han detenido?
—¡Mire hacia aquí, señora!
—¡Por favor, dejen paso! ¡Dejen paso!
Después hubo una relativa calma y llamaron a su puerta. Era Fazio.
—¿Qué tal ha ido?
—No ha opuesto demasiada resistencia. Se ha alterado cuando ha visto a los periodistas.
—¿Y el hijo?
—En el cementerio había un hombre a su lado, a quien todo el mundo daba el pésame. Me ha parecido que era el hijo. Pero, cuando le he dicho a la viuda que nos tenía que acompañar, el hombre ha dado media vuelta y se ha alejado. Por eso he pensado que no podía ser el hijo.
—Y, sin embargo, lo era, Fazio. Demasiado sensible para presenciar la detención de su madre. Le aterroriza la idea de tener que pagar los gastos legales. Haz pasar a la señora.
—¡Como a una ladrona! ¡Como a una ladrona me estáis tratando! —estalló la viuda nada más entrar en el despacho.
Montalbano pareció enojarse.
—¿Habéis tratado mal a la señora?
Como siguiendo un guión, Fazio fingió avergonzarse.
—Tratándose de una detención…
—Pero ¿quién ha hablado de detenciones? Siéntese, señora, le pido disculpas por el desagradable equívoco. La entretendré sólo unos minutos, el tiempo necesario para que consten en acta algunas respuestas suyas. Después, vuelve usted a su casa y listo.
Fazio se sentó a la máquina de escribir y Montalbano se acomodó en su sillón del escritorio. Parecía que la viuda se había calmado un poco, pero el comisario veía sus nervios brincando a flor de piel como las pulgas en un perro callejero.
—Señora, corríjame si me equivoco. Me dijo, si recuerda, que la mañana del homicidio de su marido, usted se levantó de la cama, se dirigió al cuarto de baño, se vistió, cogió el bolso que estaba en el comedor y salió. ¿Es así?
—Exactamente.
—¿En casa no notó nada anormal?
—¿Qué tenía que notar?
—Por ejemplo, que la puerta del estudio, contrariamente a lo habitual, estaba cerrada.
Había sido un palo de ciego, pero acertó. El congestionado rostro de la mujer palideció intensamente. Pero la voz era firme.
—Creo que estaba abierta, mi marido no la cerraba nunca.
—Pues no, señora. Cuando yo entré con usted en la casa a su regreso de Fiacca, la puerta estaba cerrada. Yo fui quien la abrió.
—¿Qué más da que estuviera abierta o cerrada?
—Tiene usted razón, es un detalle sin importancia.
La viuda no consiguió reprimir un prolongado suspiro.
—Señora, la mañana en que su marido fue asesinado, usted se fue a Fiacca para visitar a su hermana enferma, ¿no es cierto?
—Sí.
—Pero olvidó una cosa. Por eso bajó del autocar en Cannatello, esperó el que circulaba en sentido contrario y regresó a Vigàta. ¿Qué había olvidado?
La viuda sonrió, signo evidente de que esperaba la pregunta.
—Yo aquella mañana no bajé en Cannatello.
—Señora, tengo la declaración de los dos conductores.
—Tienen razón. Pero eso no ocurrió aquella mañana, sino dos mañanas atrás. Los conductores se equivocan de día.
Era muy rápida y astuta. No habría más remedio que recurrir al salto al vacío.
Abrió el cajón del escritorio y sacó la bolsa de celofán que contenía el cuchillo de cocina.
—Éste, señora, es el cuchillo con el que fue asesinado su marido. Un solo golpe por la espalda.
La viuda no cambió de expresión ni dijo nada.
—¿Lo ha visto usted alguna vez?
—Cuchillos así los hay a montones.
El comisario volvió a introducir lentamente la mano en el cajón del escritorio y sacó otra bolsa de celofán en cuyo interior había una tacita.
—¿Y ésta la reconoce?
—¿Se la llevaron ustedes? ¡He revuelto toda la casa buscándola!
—O sea, que es suya. La reconoce oficialmente.
—Claro. ¿Para qué quiere esta tacita?
—Me servirá para enviarla a la cárcel.
De entre todas las reacciones posibles, la viuda eligió una que, en cierto modo, suscitó la admiración del comisario. En efecto, la mujer se volvió hacia Fazio y le preguntó dulcemente, como si estuviera haciendo una visita de cumplido:
—¿Se ha vuelto loco?
Fazio hubiera querido contestarle con toda sinceridad que el comisario estaba loco desde que había nacido, pero no dijo nada y se limitó a mirar hacia la ventana.
—Ahora le voy a contar cómo se desarrollaron los hechos —dijo Montalbano—. Aquella mañana suena el despertador, usted se levanta y se dirige al cuarto de baño. Tiene que pasar necesariamente por delante de la puerta del estudio, y la ve cerrada. De momento, no presta atención, pero después lo piensa mejor. Y, cuando sale del cuarto de baño, la abre. Pero no creo que llegara a entrar. Permanece un instante en el umbral, vuelve a cerrar la puerta, se dirige a la cocina, coge un cuchillo, se lo guarda en el bolso, sale, toma el autocar, baja en Cannatello, sube en el que va a Vigàta, regresa a su casa, abre la puerta, ve a su marido que se dispone a salir y discute con él. Su marido abre la puerta del ascensor, que aún está en el piso, pues usted lo acaba de utilizar, usted lo sigue y lo acuchilla; su marido se medio vuelve y se desploma al suelo; usted pulsa el botón de bajada, llega al vestíbulo y cruza el portal. Y nadie la ve. Ésta ha sido su gran suerte.
—¿Y por qué habría tenido que hacerlo? —preguntó tranquilamente la mujer. Y después añadió, haciendo gala de una increíble ironía, dado el lugar y el momento—: ¿Sólo porque mi marido había cerrado la puerta del estudio?
Montalbano, sentado en su sillón, le hizo una media reverencia de admiración.
—No, señora, por lo que había al otro lado de la puerta cerrada.
—¿Y qué había?
—Karima. La amante de su marido.
—Pero si usted mismo acaba de decir que yo no entré en aquella habitación.
—No fue necesario que entrara, porque la asaltó una vaharada de perfume, el mismo que Karima solía utilizar profusamente. Se llama Volupté. Es fuerte y persistente. Seguramente usted ya lo había aspirado alguna vez en la ropa de su marido impregnada del aroma. Aún se percibía, con menos intensidad, claro, cuando yo entré por la tarde y usted ya había regresado.
La viuda Lapecora permaneció en silencio. Estaba reflexionando acerca de las palabras del comisario.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió.
—Todas las que usted quiera.
—¿Por qué, según usted, yo no entré en el estudio y maté sin más a la mujer?
—Porque usted tiene un cerebro tan exacto como un reloj suizo y tan rápido como un ordenador. Karima, al verla traspasar la puerta, se habría puesto en guardia y habría gritado. Su marido, alertado por los gritos, la habría desarmado con la ayuda de Karima. En cambio, fingiendo no haberse dado cuenta de nada, usted los podría sorprender poco después.
—¿Y cómo explica, siguiendo su razonamiento, que sólo matara a mi marido?
—Cuando usted regresó, Karima ya no estaba.
—Perdone, pero, puesto que usted no estaba presente, ¿quién le ha contado esta historia tan bonita?
—Sus huellas dactilares en la tacita y el cuchillo.
—¡En el cuchillo no! —saltó la mujer.
—¿Por qué en el cuchillo no?
La mujer se mordió el labio.
—La tacita es mía; el cuchillo, no.
—El cuchillo también es suyo, hay una huella. Muy clara.
—¡No es posible!
Fazio no apartaba los ojos de su jefe; sabía que en el cuchillo no había ninguna huella, era el momento más delicado del salto al vacío.
—Usted está segura de que no hay ninguna huella, porque acuchilló a su marido sin quitarse los guantes que se había puesto al salir. Pero, verá usted, señora, la huella que se ha obtenido no corresponde a aquella mañana sino a la víspera, cuando usted, tras haber utilizado el cuchillo para limpiar el pescado, lo lavó y lo volvió a guardar en el cajón de la cocina. En efecto, la huella no está en el mango, sino en la hoja, justo donde termina el mango. Y ahora usted acompaña a Fazio a la otra habitación, tomamos las huellas dactilares y las comparamos.
—Era un malnacido —dijo la señora Lapecora— y se merecía la muerte que tuvo. Se había llevado a casa a la puta para divertirse con ella todo el día en mi cama mientras yo no estaba.
—¿Me está diciendo que actuó por celos?
—¿Y por qué otra cosa si no?
—¿Acaso no había recibido tres anónimos? Los hubiera podido sorprender en el despacho de Salita Granet.
—Yo esas cosas no las hago. Me subió la sangre a la cabeza cuando comprendí que se había llevado a la puta a mi casa.
—Yo creo, señora, que la sangre se le subió a la cabeza unos días antes.
—¿Cuándo?
—Cuando descubrió que su marido había retirado una elevada suma de su cuenta del banco.
Esta vez el comisario también se estaba marcando un farol. Le fue bien.
—Doscientos millones —dijo con rabia y desesperación la viuda—. ¡Doscientos millones para aquella grandísima puta!
De ahí procedía una parte del dinero de la libreta de ahorro.
—Si yo no le hubiera parado los pies, ¡ése era capaz de comerse el despacho, la casa y la cuenta corriente!
—¿Vamos a hacer la declaración, señora? Pero antes dígame una cosa: ¿qué le dijo su marido al verla?
—Me dijo: «No me toques los cojones, tengo que ir al despacho». A lo mejor, había discutido con la guarra, ella se había ido y él estaba yendo tras ella.
—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Le notifico que justo en este momento he conseguido que la señora Lapecora confiese el homicidio de su marido.
—Lo felicito. ¿Por qué lo hizo?
—Por interés, que ella quiere disfrazar de celos. Tengo que pedirle un favor: ¿puedo convocar una pequeña rueda de prensa?
No hubo respuesta.
—¿Señor jefe superior? Le he preguntado si puedo…
—Lo he oído muy bien, Montalbano. Es que el asombro me ha dejado sin habla. ¿Usted quiere convocar una rueda de prensa? ¡No puedo creerlo!
—Y, sin embargo, es así.
—Muy bien, adelante. Pero después me tendrá que explicar qué hay debajo.
—¿Usted afirma que, desde hace tiempo, la señora Lapecora estaba al corriente de las relaciones entre su marido y Karima? —preguntó el cuñado de Galluzzo en su papel de representante de Televigata.
—Sí. A través de nada menos que tres anónimos que su marido le había enviado.
En un primer momento, no lo comprendieron.
—¿Quiere decir que fue el propio señor Lapecora el que se autodenunció? —preguntó atónito un periodista.
—Sí. Porque Karima lo estaba chantajeando. Abrigaba la esperanza de que la reacción de su mujer lo librara de la situación en la que se encontraba. Pero la señora no intervino. Ni el hijo tampoco.
—Perdone, ¿por qué no recurrió a las autoridades?
—Porque temió provocar un escándalo. En cambio, él esperaba que, con la ayuda de su mujer, todo quedara confinado, por así decirlo, al ámbito familiar.
—Pero la tal Karima, ¿dónde está ahora?
—No lo sabemos. Huyó con su hijo, un niño. Es más, una amiga suya, preocupada por la desaparición de madre e hijo, pidió a Retelibera la aparición en pantalla de una fotografía de ambos. Pero, hasta ahora, nadie ha aportado ningún dato.
Dieron las gracias y se fueron. Montalbano sonrió, satisfecho. El primer rompecabezas se había resuelto perfectamente dentro del esquema previsto. Fahrid, Ahmed y la propia Aisha habían permanecido al margen.
* * *
Era pronto para su cita con Valente. Se detuvo delante del restaurante, donde ya había estado la otra vez. Se zampó unas almejas salteadas con pan rallado, una abundante ración de espaguetis solos con almejas y un rodaballo al horno con orégano y limón caramelizado. Lo completó con un pastel de chocolate amargo con salsa a la naranja. Al final, se levantó, se dirigió a la cocina y estrechó emocionado la mano del cocinero sin decir nada. En el coche, de camino hacia el despacho de Valente, cantó a grito pelado. «Mira cómo me balanceo, mira cómo me balanceo, con el twist…»
Valente lo hizo sentar en una estancia contigua a su despacho.
—Es algo que ya hemos hecho otras veces —le explicó—. Nosotros dejamos la puerta entornada y tú, con este espejito, variando debidamente la posición, ves lo que ocurre en mi despacho si el hecho de oír no te es suficiente.
—Ten cuidado, Valente, porque es cuestión de segundos.
—Déjalo de nuestra cuenta.
El commendatore Spadaccia entró en el despacho de Valente y se vio enseguida que estaba nervioso.
—Perdone, dottor Valente, pero no lo entiendo. Hubiera podido venir usted mismo a Jefatura y evitarme esta pérdida de tiempo. Tengo mucho que hacer, ¿sabe usted?
—Disculpe, commendatore —dijo Valente con repulsiva humildad—. Tiene usted muchísima razón. Pero eso se arregla enseguida, no lo entretendré más de cinco minutos. Una simple aclaración.
—Pregunte.
—Usted me dijo la otra vez que el prefecto había recibido ciertas presiones…
El commendatore levantó autoritariamente la mano. Valente enmudeció de golpe.
—Si se lo dije, me equivoqué. Su Excelencia no sabe nada. Por otra parte, se trataba de una chorrada sin importancia, de esas que ocurren cien veces al día. Desde Roma, desde el Ministerio, se pusieron en contacto conmigo, no molestan a Su Excelencia por semejantes gilipolleces.
Estaba claro que el prefecto, tras haber recibido la llamada del falso periodista del Corriere della Sera, había pedido explicaciones a su jefe de Gabinete. Y debía de haber sido un coloquio muy animado, pues su eco persistía en las palabras que el commendatore estaba utilizando.
—¿Qué más? —preguntó Spadaccia.
Valente extendió los brazos y una aureola de santo se cernió sobre su cabeza.
—Ya he terminado.
Spadaccia puso cara de resignación y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar la realidad que lo rodeaba.
—¿Me está diciendo que no tiene ninguna otra pregunta que hacerme?
—Exactamente.
El puño que Spadaccia descargó sobre el escritorio fue tan violento que hasta Montalbano pegó un brinco en la estancia de al lado.
—¡Ésta es una tomadura de pelo de la que tendrá usted que rendirme cuentas!
Y se retiró, hecho una furia. Montalbano corrió a la ventana con los nervios en tensión. Vio al commendatore salir disparado a la calle y dirigirse a su automóvil, cuyo chofer estaba bajando en aquel momento para abrirle la portezuela. En aquel preciso instante, de un vehículo de la policía que acababa de llegar, bajó, sujetado inmediatamente por el brazo por un agente, Angelo Prestìa. Spadaccia y el patrón del buque pesquero se cruzaron y se vieron casi cara a cara. No se dijeron nada, cada cual siguió su camino.
El relincho de júbilo que Montalbano soltaba algunas veces cuando las cosas salían a su gusto aterrorizó a Valente, el cual entró corriendo en la estancia de al lado.
—¿Qué te pasa?
—¡Ya está! —exclamó Montalbano.
—Siéntese aquí —le oyeron decir a un agente.
Prestìa acababa de ser acompañado al despacho.
Valente y Montalbano se quedaron donde estaban, encendieron un cigarrillo y se lo fumaron sin decir nada: entre tanto, el patrón del Santopadre se cocía a fuego lento.
Entraron con la sombría expresión propia de alguien que tiene que cumplir una amarga misión. Valente se sentó detrás del escritorio y Montalbano cogió una silla y se acomodó a su lado.
—¿Cuándo va a terminar esta historia? —preguntó el patrón.
No comprendió que, con su agresiva actitud, acababa de revelar a Valente y Montalbano lo que estaba pensando: o sea, que el commendatore Spadaccia había acudido allí para confirmar la veracidad de sus palabras. Estaba tranquilo y podía permitirse el lujo de fingirse indignado.
Sobre el escritorio descansaba una voluminosa carpeta, en la cual figuraba escrito en letras mayúsculas el nombre de Angelo Prestìa; voluminosa porque estaba llena de circulares atrasadas, pero eso el patrón no lo sabía. Valente la abrió y cogió la tarjeta de visita de Spadaccia.
—Esto nos lo diste tú, ¿lo confirmas?
El paso del «usted» de la otra vez al policial «tú» inquietó a Prestìa.
—Pues claro que lo confirmo. Me la entregó el commendatore y me dijo que, si tenía algún problema después del viaje con el tunecino, recurriera a él. Y así lo hice.
—Error —dijo Montalbano, más fresco que una lechuga.
—¡Pero si él me lo dijo!
—Claro que te lo dijo, pero tú, en lugar de dirigirte a él en cuanto la cosa te empezó a oler a chamusquina, nos entregaste la tarjeta de visita a nosotros. Y, de esta manera, lo que has hecho es meter en un apuro a este caballero.
—¿En un apuro? ¿Qué apuro?
—¿Estar implicado en un homicidio premeditado no te parece un apuro tremendo?
Prestìa enmudeció.
—Mi compañero Montalbano —terció Valente— te está explicando el porqué de cómo ocurrieron las cosas.
—¿Y cómo ocurrieron?
—Ocurrieron de tal forma que, si tú hubieras recurrido directamente a Spadaccia sin entregarnos a nosotros su tarjeta de visita, él habría intentado arreglarlo todo bajo mano. Pero tú, entregándonos la tarjeta de visita a nosotros, has metido la ley de por medio. Por eso Spadaccia no ha tenido más remedio que negarlo todo.
—¿Qué?
—Sí, señor. Spadaccia jamás te ha visto ni ha oído hablar de ti. Ha hecho una declaración que consta en acta.
—¡Qué hijo de la gran puta! —dijo Prestìa. Después preguntó—: ¿Y cómo explica que yo tenga su tarjeta de visita?
Montalbano soltó una carcajada.
—En eso también te ha jodido —dijo—. Nos ha entregado la fotocopia de una denuncia que hizo hace unos diez días en la Jefatura Superior de Trapani: le robaron la cartera y dentro había, entre otras cosas, unas tarjetas de visita, cuatro o cinco, no lo recuerda con precisión.
—Te ha arrojado por la borda —dijo Valente.
—Y las aguas son muy profundas —añadió Montalbano.
—¿Hasta cuándo conseguirás permanecer a flote? —preguntó Valente.
El sudor dibujó unas grandes manchas bajo los sobacos de Prestìa. El despacho se llenó de un desagradable olor a almizcle y ajo, que Montalbano definió de color verde podrido. Prestìa se sostuvo la cabeza con las manos y murmuró:
—Me han engañado.
Permaneció un rato en la misma posición y, al final, debió de tomar una decisión:
—¿Puedo ver a un abogado?
—¿A un abogado? —preguntó Valente, sorprendido.
—¿Y para qué quieres un abogado? —preguntó a su vez Montalbano.
—Me parecía que…
—¿Qué te parecía?
—¿Que te íbamos a detener?
El dúo funcionaba a la perfección.
—¿No me van a detener?
—De ninguna manera.
—Puedes irte, si quieres.
Prestìa tardó cinco minutos en conseguir despegar el trasero de la silla y huir literalmente corriendo.
—Y ahora, ¿qué ocurre? —preguntó Valente, sabiendo que había armado un follón descomunal.
—Ocurre que Prestìa irá a tocarle los cojones a Spadaccia. Y la siguiente jugada les corresponderá a ellos. —Valente miró a Montalbano con expresión preocupada.
»¿Qué te pasa?
—No sé… no estoy muy convencido… Tengo miedo de que hagan callar a Prestìa. La culpa la tendríamos nosotros.
—Ahora Prestìa ya está demasiado en primer plano. Eliminarlo equivaldría a firmar la autoría de toda la operación. No, yo estoy seguro de que efectivamente lo harán callar, pero pagándole una elevada suma.
—¿Me quieres explicar una cosa?
—Claro.
—¿Por qué te estás complicando la vida con toda esta historia?
—¿Y tú por qué me sigues?
—La primera razón es que soy policía como tú, y la segunda es que me lo paso bien.
—Y yo te contesto: la primera razón coincide con la tuya. La segunda es que lo hago con ánimo de lucro.
—¿Y qué quieres ganar?
—Mi ganancia la tengo muy clara en la cabeza. Pero ¿apuestas a que tú también vas a ganar algo?
* * *
Firmemente decidido a no caer en la tentación, pasó como un bólido a ciento veinte por hora por delante del restaurante en el que se había dado un atracón a la hora del almuerzo. Pero medio kilómetro más allá, la decisión se resquebrajó de golpe y lo indujo a frenar, dando lugar a unos furiosos bocinazos del claxon del coche que circulaba detrás. El conductor, en el momento de adelantarlo, lo miró enfurecido y le hizo el gesto de los cuernos. Montalbano efectuó una cerrada vuelta en «u» absolutamente prohibida en aquel tramo de la carretera, entró directamente en la cocina y le preguntó al cocinero sin saludarlo:
—¿Cómo guisa usted los salmonetes de roca?