Livia estaba sentada en el banco de la galería absolutamente inmóvil, contemplando aparentemente el mar. No lloraba, pero los ojos hinchados y enrojecidos decían que había gastado todas las lágrimas disponibles. El comisario se sentó a su lado, le cogió una mano y se la apretó. Le pareció que sostenía un objeto muerto y experimentó casi una sensación de repugnancia. La volvió a soltar y encendió un cigarrillo. Quería que Livia supiera lo menos posible de todo aquel asunto, pero fue ella quien le hizo una pregunta muy concreta, lo cual significaba que lo había estado pensando.
—¿Le quieren hacer daño?
—Daño, precisamente, no creo. Pero es mejor que desaparezca durante algún tiempo, eso sí.
—Pero ¿cómo?
—Pues no sé, quizá metiéndolo en un orfanato bajo un nombre falso.
—¿Por qué?
—Porque ha conocido a unas personas que no habría tenido que conocer.
Sin apartar los ojos del mar, Livia reflexionó acerca de las últimas palabras que acababa de pronunciar Montalbano.
—No lo entiendo —dijo.
—¿Qué?
—Si estas personas que François ha visto son unos tunecinos, quizá sin papeles, vosotros que sois la policía, ¿no podríais…?
—No son sólo tunecinos.
Livia se volvió muy despacio a mirarlo, como si le costara un esfuerzo.
—¿No?
—No. Y ya no te puedo decir nada más.
—Lo quiero.
—¿A quién?
—A François. Lo quiero.
—Pero, Livia…
—A callar. Lo quiero. Nadie me lo podrá quitar de esta manera, y tú menos que nadie. Durante estas horas lo he estado pensando mucho, ¿sabes? ¿Cuántos años tienes, Salvo?
Pillado por sorpresa, el comisario dudó un momento.
—Creo que cuarenta y cuatro.
—Cuarenta y cuatro y diez meses. Dentro de dos meses cumplirás cuarenta y cinco. Yo tengo treinta y tres cumplidos. ¿Te das cuenta?
—No. ¿De qué?
—Hace seis años que estamos juntos. De vez en cuando hablamos de casarnos y después dejamos el tema. Ambos, de común pero tácito acuerdo, no queremos tomar una decisión. Estamos bien así y nuestra pereza, nuestro egoísmo, siempre gana la partida.
—¿Pereza? ¿Egoísmo? Pero ¿qué palabras son ésas? Hay dificultades objetivas que…
—… que te puedes meter en el culo —terminó brutalmente Livia.
Montalbano enmudeció, desconcertado. Sólo una o dos veces en seis años había oído a Livia utilizar expresiones vulgares y siempre había sido en situaciones preocupantes, de máxima tensión.
—Perdóname —dijo Livia muy despacio—. Pero a veces no soporto tu hipocresía tan bien camuflada. Tu cinismo es más auténtico.
Montalbano siguió encajando los golpes en silencio.
—No me distraigas de lo que te quiero decir. Eres hábil, es tu oficio. Pero yo te hago una pregunta: ¿cuándo crees que podremos casarnos? Contéstame con claridad.
—Si dependiera sólo de mí…
Livia se levantó de un salto.
—¡Basta! Me voy a la cama, me he tomado dos Dormidinas; mi avión sale de Palermo a las doce del mediodía. Pero primero termino lo que estaba diciendo. Si algún día nos casamos, será cuando tú tengas cincuenta años y yo treinta y ocho. Demasiado mayores para tener hijos, diremos. Y nos habremos dado cuenta de que alguien, Dios o quien sea, ya nos había enviado el hijo en el momento oportuno.
Dio media vuelta y se retiró. Montalbano permaneció en la galería contemplando el mar, pero no conseguía enfocarlo.
A las once de la noche se cercioró de que Livia estuviera profundamente dormida, desenchufó el teléfono, reunió todo el dinero suelto que encontró, apagó las luces y salió. Se dirigió en su coche a la cabina telefónica del parking del bar de Marinella.
—¿Nicolò? Soy Montalbano. Sólo un par de cosas. Mañana por la mañana hacia el mediodía envía a alguien con un cámara a las inmediaciones de la comisaría. Hay novedades.
—Gracias. ¿Qué más?
—Bueno, ¿tenéis una cámara pequeña que no haga ruido? Cuanto más pequeña, mejor.
—¿Quieres dejar a la posteridad un documento de tus proezas de cama?
—¿Tú sabes manejar la cámara?
—Claro.
—Pues me la traes.
—¿Cuándo?
—En cuanto termines el telediario de las doce de la noche. No toques el timbre cuando llegues, Livia está durmiendo.
* * *
—¿Hablo con el señor prefecto de Trapani? Perdone que lo llame tan tarde. Soy Corrado Menichelli del Corriere della Sera. Lo llamo desde Milán. Nos han llegado rumores de un hecho de la máxima gravedad, pero, antes de publicarlo y puesto que le concierne directamente, queríamos que usted nos lo confirmara personalmente.
—¿De la máxima gravedad? Dígame.
—¿Es cierto o no que usted recibió presiones para que un periodista tunecino fuera liquidado durante su estancia en Mazàra? Antes de contestar y por su propio interés, reflexione un momento.
—¡Yo no tengo que reflexionar nada! —estalló el prefecto—. ¿De qué me está usted hablando?
—¿No lo recuerda? Mire que es muy extraño, pues los hechos ocurrieron hace unos veinte días.
—¡Lo que usted dice jamás ocurrió! ¡Yo no he recibido ninguna presión! ¡No sé nada de periodistas tunecinos!
—Señor prefecto, nosotros, en cambio, tenemos pruebas de que…
—¡Usted no puede tener pruebas de un hecho que jamás ocurrió! ¡Páseme inmediatamente a su director!
Montalbano colgó. El prefecto de Trapani era sincero; pero su jefe de Gabinete, no.
—¿Valente? Soy Montalbano. Haciéndome pasar por periodista del Corriere della Sera, he hablado con el prefecto de Trapani. No sabe nada. El juego lo ha montado nuestro enemigo, el commendatore Spadaccia.
—¿Desde dónde me llamas?
—Tranquilo. Te llamo desde una cabina. Ahora te digo lo que vamos a hacer, siempre y cuando tú estés de acuerdo.
Para decírselo, se gastó todas las moneditas menos una.
—¿Mimì? Soy Montalbano. ¿Estabas durmiendo?
—No. Estaba bailando. ¡Menuda pregunta!
—¿Estás enfadado conmigo?
—¡Pues, sí, señor! ¡Después del papel que me has hecho hacer!
—¿Yo? ¿Qué papel?
—Enviarme a buscar al niño. Livia me miraba con odio y casi no conseguía arrancárselo de los brazos. Me he notado una cosa muy rara en la boca del estómago.
—¿Adónde has llevado a François?
—A casa de mi hermana, en Calapiano.
—¿Es un lugar seguro?
—Segurísimo. Ella y su marido tienen una casa enorme a cinco kilómetros del pueblo, una finca agrícola aislada. Mi hermana tiene dos hijos, uno de la misma edad que François, y se encontrará muy a gusto. He tardado dos horas y media a la ida y dos horas y media a la vuelta.
—¿Estás cansado?
—Supercansado. Mañana no iré al despacho.
—De acuerdo, no vayas al despacho, pero a las nueve como máximo tendrás que estar en mi casa de Marinella.
—¿Para hacer qué?
—Coges a Livia y la acompañas al aeropuerto de Palermo.
—Faltaría más.
—¿Cómo es posible que se te haya pasado el cansancio de golpe, Mimì?
Ahora Livia estaba durmiendo con un sueño muy agitado y de vez en cuando gemía. Montalbano cerró la puerta del dormitorio, se acomodó en el sillón y encendió el televisor con el volumen muy bajo. En Televigata, el cuñado de Galluzzo estaba comentando el comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores de Túnez acerca de algunas informaciones erróneas sobre el desgraciado incidente del marinero tunecino muerto a bordo de una embarcación pesquera italiana que había rebasado los límites de sus aguas jurisdiccionales. El comunicado desmentía los descabellados rumores, según los cuales, en realidad, el marinero no era tal, sino un periodista de cierto renombre, Ben Dhahab. Se trataba evidentemente de un caso de homonimia, pues el periodista Ben Dhahab estaba vivo y seguía desarrollando sus actividades con toda normalidad. Sólo en la ciudad de Túnez, añadía el comunicado, se contaban por lo menos veinte Ben Dhahabs. Montalbano apagó el televisor. O sea, que las aguas se habían revuelto y alguien ya estaba empezando a extender las manos hacia delante, a levantar vallas y lanzar al aire «fumatas» negras.
Oyó el rumor de un automóvil que se detenía en la explanada delante de la puerta de su casa. El comisario corrió a abrir. Era Nicolò.
—He venido todo lo rápido que he podido —dijo éste, entrando.
—Te lo agradezco.
—¿Livia está durmiendo? —preguntó el periodista, mirando a su alrededor.
—Sí. Mañana regresa a Génova.
—Siento mucho no poder saludarla.
—Nicolò, ¿traes la cámara?
El periodista se sacó del bolsillo un artilugio del tamaño de cuatro cajetillas de cigarrillos colocadas de dos en dos.
—Toma, aquí la tienes. Yo me voy a dormir.
—No, hombre. Me la tienes que colocar en un sitio donde no se vea.
—¿Cómo puedo hacerlo estando Livia allí?
—Nicolò, te has metido en la cabeza que quiero grabarme mientras follo. La cámara la tienes que instalar en esta estancia donde ahora estamos.
—Dime qué quieres que grabe.
—Una conversación entre un hombre sentado exactamente en el lugar donde ahora estás tú, y yo.
Nicolò Zito miró al frente y sonrió.
—Aquella estantería llena de libros parece colocada a propósito.
Cogió una silla y la acercó a la estantería y se subió a ella. Movió algunos libros, instaló la cámara, bajó, se sentó en el mismo lugar de antes y miró hacia arriba.
—Desde aquí, no se ve —dijo, satisfecho—. Ven tú también a comprobarlo.
El comisario lo comprobó.
—Me parece que está bien.
—Quédate aquí —dijo Nicolò.
Volvió a subirse a la silla, tocó algo y bajó.
—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Montalbano.
—Te está filmando.
—¿De veras? No hace ningún ruido.
—Ya te dije que era una maravilla.
Nicolò volvió a subir y bajar de la silla. Pero esta vez sostenía la cámara en la mano y se la mostró a Montalbano.
—Mira, Salvo, se hace así: pulsando este botón, se rebobina la cinta. Ahora acércate la cámara a la altura del ojo y pulsa este otro botón. Pruébalo…
Montalbano lo hizo y se vio a sí mismo en tamaño reducidísimo, sentado, y oyó una voz de microbio, la suya, preguntando: «¿Qué está haciendo ahora»?, y la respuesta de Nicolò: «Te está filmando.»
—Magnífico —dijo el comisario—. Pero hay una cosa. ¿Sólo se puede ver así?
—No, hombre, no —contestó Nicolò, sacándose del bolsillo una casete de aspecto normal, pero que por dentro era distinta—. Observa bien lo que hago. Retiro la cinta de la cámara que, como ves, es tan pequeña como la de un contestador automático, y la introduzco en esta casete, que está hecha especialmente para esto y puedes utilizar en tu vídeo.
—Ya, pero, para que filme, ¿qué tengo que hacer?
—Pulsar este otro botón.
Al ver la cara más perpleja que convencida del comisario, Nicolò empezó a dudar.
—¿Sabrás utilizarla?
—¡Venga ya, hombre! —contestó Montalbano, ofendido.
—Entonces, ¿por qué pones esta cara?
—Porque no puedo subirme a la silla en presencia de la persona a la que quiero filmar, le parecería sospechoso.
—Mira a ver si alcanzas a pulsar el botón, poniéndote de puntillas.
Alcanzaba.
—Entonces es muy fácil. Deja un libro en la mesa, lo colocas como si tal cosa en su sitio y aprovechas para pulsar el botón.
Querida Livia, por desgracia, no puedo esperar a que te despiertes, tengo que reunirme con el jefe superior en Montelusa. Me he puesto de acuerdo con Mimì para que te acompañe a Palermo. Procura tranquilizarte todo lo que puedas. Te llamaré esta noche. Un beso.
Salvo
Un viajante de comercio de ínfima categoría se hubiera expresado seguramente mucho mejor, y con más cariño e imaginación. Volvió a redactar la nota y, curiosamente, le salió exactamente igual que la primera. No había nada que hacer, no era cierto que tuviera que reunirse con el jefe superior, sólo quería escaquearse de la escena de la despedida. Por consiguiente, se trataba de una mentira, cosa que jamás había conseguido decir a las personas a las que apreciaba. En cambio, las mentirijillas se le daban muy bien. ¡Vaya si se le daban!
En la comisaría, Fazio lo estaba esperando muy alterado.
—Dottore, hace media hora que estoy intentando llamarlo a su casa, pero debe usted de haber desenchufado el teléfono.
—¿Qué te ocurre?
—Ha telefoneado uno que ha descubierto casualmente el cadáver de una anciana. En la Via Garibaldi de Villaseta. En la misma casa donde nos apostamos para atrapar al niño. Por eso lo estaba buscando.
Montalbano experimentó algo muy parecido a una descarga eléctrica.
—Tortorella y Galluzzo ya han ido hacia allá. Galluzzo acaba de llamar y me dice que le diga que es la misma vieja que él acompañó a su casa.
Aisha.
El tortazo que él mismo se propinó en la cara no fue suficiente para hacerle saltar los dientes, pero sí para hacerle sangrar el labio.
—Pero ¿qué hace, dottore? —preguntó Fazio, perplejo.
Aisha era un testigo como lo era François, por supuesto; pero él sólo había tenido ojos y atenciones para el niño. Era un cabrón, eso es lo que era. Fazio le ofreció un pañuelo.
—Séquese.
Aisha era un retorcido fardo al pie de la escalera que conducía a la habitación de Karima del piso de arriba.
—Parece que ha caído y se ha desnucado —dijo el doctor Pasquano, llamado por Tortorella—. Pero le podré decir algo más después de la autopsia. Aunque, para hacer caer a una vieja como ésta, basta un soplo.
—¿Y dónde está Galluzzo? —le preguntó Montalbano a Tortorella.
—Se ha ido a Montelusa para hablar con una tunecina en cuya casa se alojaba la vieja. Quiere preguntar por qué vino la vieja aquí, si alguien la llamó.
Mientras la ambulancia se alejaba, Montalbano entró en la casa de Aisha, levantó una piedra que había al lado del hogar, cogió la libreta de ahorro a la vista, le sopló encima para quitarle el polvo y se la guardó en el bolsillo.
—¡Dottore!
Era Galluzzo. No, nadie había llamado a Aisha. Se le había metido en la cabeza que quería regresar a su casa, se había levantado a primera hora de la mañana, había tomado el autocar de línea y no había faltado a su cita con la muerte.
Al regresar a Vigàta y antes de dirigirse a la comisaría, pasó por el estudio del notario Cosentino, un hombre que le caía muy bien.
—Dígame, dottore.
El comisario sacó la libreta de ahorro a la vista y la mostró al notario. Éste la abrió, la examinó y preguntó:
—¿Y bien?
Montalbano empezó a soltarle una complicada explicación, pues no quería revelarle toda la verdad.
—Creo haber comprendido —dijo el notario Cosentino, resumiendo los datos que él le había facilitado— que este dinero pertenece a una mujer que usted cree muerta y cuyo heredero sería, por tanto, su hijo menor de edad.
—En efecto.
—Usted querría que con este dinero se hiciera un depósito a plazo fijo y que el niño entrara en su posesión una vez alcanzada la mayoría de edad.
—Exacto.
—Perdone, pero ¿por qué no guarda usted mismo la libreta y, cuando llegue el momento, se la entrega al niño?
—¿Y quién le dice a usted que, dentro de quince años, yo todavía estaré vivo?
—Ya —dijo el notario—. Vamos a hacer una cosa, usted se lleva la libreta, yo estudio el caso y nos vemos de nuevo dentro de una semana. Quizá convendría sacar un rendimiento a este dinero.
—Lo que a usted le parezca mejor —dijo Montalbano, levantándose.
—Llévese la libreta.
—Guárdela usted. Yo soy capaz de perderla.
—Espere que le firmo un recibo.
—Por favor.
—Otra cosa.
—Dígame, señor notario.
—Tenga en cuenta que es indispensable la certeza de la muerte de la madre.
Al llegar a la comisaría, llamó a su casa. Livia estaba a punto de salir. Lo saludó con cierta frialdad o, por lo menos, eso le pareció a él. No supo qué hacer.
—¿Ha llegado Mimì?
—Claro. Me espera en el coche.
—Buen viaje. Te llamaré esta noche.
Tenía que seguir adelante, no dejarse arrastrar por Livia.
—¡Fazio!
—A sus órdenes.
—Vete a la iglesia, al funeral de Lapecora, que ya habrá empezado. Llévate a Gallo. En el cementerio, cuando la gente le esté dando el pésame a la viuda, tú te acercas a ella y le dices con la cara más seria que puedas: «Señora, acompáñenos a la comisaría». Si arma un escándalo, no tengas el menor reparo en introducirla en el coche a la fuerza. Ah, otra cosa: en el cementerio estará presente, sin duda, el hijo de Lapecora. En caso de que quisiera defender a su madre, colócale las esposas.
MINISTERIO DE TRANSPORTES-DIRECCIÓN GENERAL DE REGISTRO DE VEHÍCULOS DE MOTOR.
POR LA DELICADÍSIMA INVESTIGACIÓN REFERENTE HOMICIDIO DE DOS MUJERES TUNECINAS LLAMADAS KARIMA Y AISHA ME ES ABSOLUTAMENTE NECESARIO CONOCER DATOS Y DIRECCIÓN PROPIETARIO VEHÍCULO MATRÍCULA AM 237 GW STOP SE RUEGA RESPUESTA A AMABLE PETICIÓN STOP FIRMADO SALVO MONTALBANO COMISARÍA VIGÀTA PROVINCIA DE MONTELUSA.
En el Registro de Vehículos, antes de pasar el fax a quien correspondiera según las órdenes recibidas, se troncharían de risa y lo considerarían un ingenuo o un imbécil por la forma en que había redactado la petición. Pero la persona a quien correspondiera, tras haber comprendido el desafío que ocultaba el mensaje, se vería obligada a mover ficha. Exactamente tal como quería Montalbano.