A diferencia de casi todos los hombres de mar, Angelo Prestìa, el patrón y propietario del pesquero Santopadre, era un sujeto grueso y sudoroso. Pero sudaba por naturaleza, no por las preguntas que le estaba haciendo Valente, pues, muy al contrario, a este respecto se le veía no sólo tranquilo sino incluso ligeramente irritado.
—No acabo de entender por qué queréis ahora volver sobre esta historia que ya es agua pasada.
—Nos interesa aclarar algún pequeño detalle, después podrá usted irse —le dijo Valente en tono tranquilizador.
—¡Pues veamos de una puñetera vez qué es!
—Usted ha declarado en todo momento que la patrullera tunecina actuó ilegalmente, pues la embarcación pesquera se encontraba en aguas internacionales. ¿Lo confirma?
—Claro que lo confirmo. Aparte de que no veo por qué motivo os interesan estas cuestiones que corresponden a la Autoridad portuaria.
—Ya lo verá después.
—¡Yo no tengo que ver nada, perdone! El gobierno tunecino ha emitido un comunicado, ¿sí o no? Este comunicado dice que lo mataron ellos, ¿sí o no? Pues entonces, ¿por qué se empeñan en volver inútilmente sobre el asunto?
—Porque ya hay una contradicción —señaló Valente.
—¿Cuál?
—Usted, por ejemplo, dice que el ataque se produjo en aguas internacionales, mientras que ellos afirman que ustedes las habían rebasado. ¿Le parece contradictorio, sí o no, utilizando su misma expresión?
—No, señor, no hay una contradicción. Hay un error.
—¿Por parte de quién?
—De ellos. Se ve que se equivocaron en el cálculo de la posición.
Montalbano y Valente intercambiaron una rápida mirada: era la señal que marcaba el comienzo de la segunda parte del interrogatorio que previamente habían acordado.
—Señor Prestìa, ¿usted tiene antecedentes penales?
—No, señor.
—Pero ha sido detenido.
—¡Cuánto os gustan las historias antiguas! Me detuvieron, sí, señor, porque un cornudo me la tenía jurada y me quiso hacer daño. Pero el juez comprendió que el muy hijo de puta había mentido y me dejó libre.
—¿De qué lo acusaban?
—De contrabando.
—¿De tabaco o de droga?
—De esto último.
—Su tripulación de entonces también acabó en chirona, ¿verdad?
—Sí, señor, pero salieron todos, inocentes como yo.
—¿Quién era el juez que decretó que la demanda era improcedente?
—No me acuerdo.
—¿Se llamaba Antonio Bellofiore?
—Ah, sí, me parece que sí.
—¿Sabe que al año siguiente lo metieron en la cárcel porque amañaba juicios?
—No, no lo sabía, yo paso más tiempo en el mar que en tierra.
Otra rápida mirada y la pelota pasó a Montalbano.
—Dejemos estas historias antiguas —dijo el comisario—. ¿Usted pertenece a una cooperativa?
—La Copemaz.
—¿Qué significa?
—Cooperativa de Pescadores Mazareses.
—Los tripulantes tunecinos que se enrolan, ¿los eligen ustedes por su cuenta o bien los elige la cooperativa?
—Nos los elige la cooperativa —contestó Prestìa, empezando a sudar más de lo habitual.
—Sabemos que la cooperativa le había proporcionado a una determinada persona, pero usted eligió, en su lugar, a Ben Dhahab.
—Oiga, mire, yo a ese Dhahab no lo conocía, jamás lo había visto. Cuando subió a bordo, cinco minutos antes de zarpar, creí que era el que me habían indicado en la cooperativa.
—¿Es decir, Assan Tarif?
—Creo que así se llamaba.
—Bien. ¿Y cómo es posible que la cooperativa no le pidiera explicaciones?
El patrón Prestìa esbozó una sonrisa, pero su rostro estaba en tensión y sudaba a mares.
—¡Son cosas que ocurren todos los días! Se intercambian entre sí, lo importante es que no haya protestas.
—¿Y por qué Assan Tarif no protestó? A fin de cuentas, perdía el jornal de un día de trabajo.
—¿Y me lo pregunta a mí? Pregúnteselo a él.
—Ya lo he hecho —dijo tranquilamente Montalbano.
Valente lo miró asombrado, pues esta parte no se había pactado.
—¿Y qué le ha dicho? —dijo casi en tono desafiante Prestìa.
—Que Ben Dhahab lo abordó la víspera, le preguntó si estaba en la lista para embarcarse en el Santopadre y, ante su respuesta afirmativa, le dijo que desapareciera tres días y le pagó una semana de trabajo.
—Yo de eso no sé nada.
—Déjeme terminar. Dadas las circunstancias, Dhahab no se incorporó a la tripulación porque necesitase trabajar, pues tenía dinero. Por consiguiente, el motivo era otro.
Valente seguía con suma atención la trampa que estaba tendiendo Montalbano. Estaba claro que la historia según la cual el fantomático Tarif había cobrado dinero de Dhahab se la había inventado el comisario; ahora habría que ver adónde quería ir a parar.
—¿Usted sabe quién era Ben Dhahab?
—Un tunecino que buscaba trabajo.
—No, amigo mío, era un pez gordo del narcotráfico.
Mientras Prestìa palidecía intensamente, Valente comprendió que ahora le tocaba a él. En su fuero interno, esbozó una sonrisa de satisfacción, pues con Montalbano formaban un dúo imbatible, al estilo de la pareja cómica Tato y Peppino.
—Lo veo en muy mala situación, señor Prestìa —dijo Valente, utilizando un tono compasivo y casi paternal.
—Pero ¿por qué?
—¿Cómo? ¿Es que no lo comprende? Un narcotraficante del calibre de Ben Dhahab se embarca a toda costa en su embarcación. Y usted tiene el antecedente que todos sabemos. Dos preguntas. Primera: ¿cuánto suma uno más uno? Segunda pregunta: ¿qué falló aquella noche?
—¡Ustedes me quieren liar! ¡Me quieren hundir!
—Usted mismo lo está haciendo con sus propias manos.
—¡No y no! ¡Hasta este extremo, ni hablar! —dijo Prestìa, tremendamente nervioso—. Me habían garantizado que…
Hizo una pausa para secarse el sudor.
—¿Qué le habían garantizado? —preguntaron simultáneamente Valente y Montalbano.
—… que no tendría problemas, que no me vendrían a tocar los cojones.
—¿Quiénes?
El patrón Prestìa se introdujo una mano en el bolsillo, sacó el billetero, extrajo del mismo una tarjeta de visita y la arrojó sobre el escritorio de Valente.
* * *
Una vez liquidado Prestìa, Valente marcó el número que figuraba en la tarjeta de visita. Era el de la Prefectura de Trapani.
—¿Oiga? Soy el subjefe de policía Valente, de Mazàra. Quisiera hablar con el commendatore Mario Spadaccia, el jefe del Gabinete.
—Un momento, por favor.
—Buenos días, dottore Valente. Al habla Spadaccia.
—Commendatore, lo molesto por una cuestión relacionada con la muerte del tunecino del buque pesquero…
—Pero ¿no se había aclarado? El Gobierno de Túnez…
—Sí, lo sé, commendatore, pero…
—¿Por qué me llama a mí?
—Porque el patrón de la embarcación…
—¿Le ha facilitado mi nombre?
—Nos ha facilitado su tarjeta de visita. La guardaba como una especie… de garantía.
—Y, efectivamente, lo es.
—¿Cómo dice?
—Me explico ahora mismo. Verá usted, desde hace algún tiempo, Su Excelencia…
«¿Pero este título de respeto no se abolió hace medio siglo?», se preguntó Montalbano, que estaba escuchando la conversación a través de una línea conectada.
—… Su Excelencia, el prefecto, recibió una petición. Se trataba de prestar el máximo apoyo a un periodista tunecino que deseaba llevar a cabo una delicada encuesta entre sus compatriotas, y por eso, entre otras razones, quería embarcarse como tripulante. Su Excelencia me encomendó la tarea de encargarme del asunto. Me indicaron el nombre del patrón Prestìa, tenido por una persona de absoluta confianza. Pero el hombre temió verse metido en algún problema con la oficina de empleo. Por eso le entregué mi tarjeta de visita. Eso es todo.
—Commendatore, le agradezco muchísimo su exhaustiva explicación —dijo Valente. Y cortó la comunicación.
Ambos se miraron en silencio.
—O es un capullo o nos la quiere pegar —dijo Montalbano.
—El asunto me está empezando a oler a chamusquina —dijo Valente con expresión pensativa.
—A mí también —dijo Montalbano.
Estaban comentando la siguiente jugada que deberían hacer cuando sonó el teléfono.
—¡Había dicho que no estaba para nadie! —gritó enfurecido Valente.
Escuchó y le pasó el aparato a Montalbano.
Antes de irse a Mazàra, el comisario había dejado dicho en su despacho dónde lo podrían localizar en caso de necesidad.
—¿Diga? Soy Montalbano. ¿Quién es? Ah, ¿es usted, señor jefe superior?
—Sí, soy yo. ¿Dónde demonios se ha metido?
Parecía enojado.
—Estoy en el despacho de mi compañero, el subjefe de Mazàra.
—No es su compañero. Valente es subjefe superior y usted no lo es.
Montalbano empezó a preocuparse.
—¿Qué ocurre, señor jefe superior?
—¡No, soy yo el que le pregunta a usted qué demonios ocurre!
—No le entiendo.
—¿Qué mierda está usted revolviendo?
¿Mierda? ¿El jefe superior había dicho «mierda»? ¿Era el comienzo del Apocalipsis? ¿Dentro de poco empezarían a sonar las trompetas del Juicio Final?
—Pero ¿qué he hecho?
—Usted me facilitó un número de matrícula, ¿recuerda?
—Sí. AM 237 GW.
—Ése. Ayer mismo le rogué a un amigo de Roma que se encargara del asunto para ganar tiempo, tal como usted me había pedido que hiciera. Pues bien, este amigo me ha telefoneado, muy molesto. Le contestaron que, si quería conocer el nombre del propietario del vehículo, presentara una solicitud por escrito, especificando con todo detalle los motivos de la solicitud.
—No hay problema, señor jefe superior. Yo mañana se lo cuento todo y usted, en la solicitud, puede…
—Montalbano, o no lo entiende o no lo quiere entender. Es un número blindado.
—Y eso, ¿qué quiere decir?
—Quiere decir que el vehículo pertenece al Servicio Secreto. ¿Tanto le cuesta comprenderlo?
La cosa olía a algo más que a chamusquina. Ahora la atmósfera se estaba haciendo irrespirable.
Mientras le comentaba a Valente el asesinato de Lapecora, el secuestro de Karima, la cuestión de Fahrid y de su automóvil, que ahora resultaba que no era suyo, sino del Servicio Secreto, se le ocurrió una idea que lo preocupó. Y llamó al jefe superior a Montelusa.
—Disculpe, pero usted, cuando habló con su amigo de Roma por lo de la matrícula, ¿le dijo de qué se trataba?
—¿Y cómo hubiera podido hacerlo? Yo no sé nada de lo que usted está haciendo.
El comisario lanzó un suspiro de alivio.
—Le dije simplemente que tenía que ver con una investigación que usted está llevando a cabo —añadió el jefe superior.
El comisario volvió a tragarse el suspiro de alivio.
—¿Oye, Galluzzo? Soy Montalbano. Te llamo desde Mazàra. Creo que me voy a retrasar. Por consiguiente, contrariamente a lo que te había dicho, ve inmediatamente a mi casa de Marinella, coge a la vieja tunecina y acompáñala de nuevo a Montelusa. No pierdas ni un minuto.
* * *
—¿Livia? Escúchame con atención y haz lo que yo te diga sin discutir. Estoy en Mazàra y creo que nuestro teléfono aún no está pinchado.
—Dios mío, pero ¿qué dices?
—He dicho que no discutas ni hables ni hagas preguntas; limítate a escuchar. Dentro de poco llegará a casa Galluzzo. Se llevará a la vieja y la acompañará de nuevo a Montelusa. No os entretengáis demasiado con los adioses; le dices a François que pronto la volverá a ver. En cuanto Galluzzo se haya ido, llamas a mi despacho y preguntas por Mimì Augello. Es absolutamente necesario que lo localices, dondequiera que esté. Le dices que tengo que verlo enseguida.
—Pero ¿y si tiene algo que hacer?
—Por ti lo mandará todo al carajo y se lanzará de cabeza. Tú, entre tanto, habrás preparado una maletita con las cosas de François…
—Pero ¿qué quieres…
—Chitón, ¿está claro? Chitón. Explícale a Mimì que, por orden mía, el pequeño tiene que desaparecer de la faz de la tierra, se tiene que esfumar. Que lo oculte en algún lugar, donde pueda estar bien. Tú no le preguntes adónde tiene intención de llevarlo. ¿Entendido? Tú no debes saber adónde ha ido a parar François. Y no llores, que me molesta. Presta atención. Cuando Mimì se haya ido con el niño, espera una horita y llamas a Fazio. Dile entre lágrimas (no te será muy difícil, pues ya lo estás haciendo) que el pequeño ha desaparecido, que se ha escapado para reunirse con la vieja. En resumen: dile que te ayude a buscarlo. Entre tanto, yo ya habré llegado. Otra cosa: llama al aeropuerto de Punta Raisi y reserva un billete para Génova. Un vuelo hacia el mediodía, así encontraré a alguien que te pueda acompañar. Hasta pronto.
Colgó y su mirada se cruzó con la del trastornado Valente.
—¿Crees que podrían llegar a este extremo?
—Y a otro mucho peor.
* * *
—¿Ahora tienes clara la historia? —preguntó Montalbano.
—Creo que la estoy empezando a comprender —contestó Valente.
—Te lo explico mejor —dijo el comisario—. A grandes rasgos, la cosa puede haber ido de la siguiente manera. Ahmed Moussa, por motivos personales, ordena a Fahrid, uno de sus hombres, que organice una base operativa. Éste consigue la ayuda, no sé hasta qué punto voluntaria, de Karima, la hermana de Ahmed, la cual vive desde hace algún tiempo en la isla. Sometiendo a chantaje a un señor de Vigàta que se llamaba Lapecora, utilizan la antigua empresa de importación y exportación de éste como tapadera. ¿Me sigues?
—Perfectamente.
—Ahmed, que tiene que celebrar una importante reunión (armas o apoyo político para su movimiento), se traslada a Italia bajo la protección de alguien de nuestros Servicios Secretos. La reunión tiene lugar en alta mar, pero probablemente es una trampa. Ahmed no sospechaba ni de lejos que nuestros Servicios Secretos estuvieran practicando un doble juego y estuvieran de acuerdo con los que en Túnez lo querían liquidar. Entre otras cosas, yo estoy convencido de que Fahrid también estaba de acuerdo en eliminar a Ahmed. La hermana, no creo.
—¿Por qué tienes tanto miedo por el niño?
—Porque es un testigo. Tal como reconoció a su tío en la televisión, podría reconocer a Fahrid. Estoy seguro de que éste ya ha matado a Karima. Y la ha matado, llevándosela en un vehículo que pertenece nada menos que a nuestros Servicios Secretos.
—¿Qué hacemos?
—Tú, de momento, te quedas quieto, Vale. Yo me encargaré de inmediato de organizar una maniobra de distracción.
—Buena suerte.
—A ti también, amigo mío.
* * *
Estaba anocheciendo cuando llegó a la comisaría. Fazio lo esperaba.
—¿Habéis encontrado a François?
—¿Ha pasado usted por su casa antes de venir aquí? —preguntó Fazio en lugar de contestar.
—No. Vengo directamente de Mazàra.
—Comisario, ¿le importa que pasemos a su despacho?
Una vez dentro, Fazio cerró la puerta.
—Dottore, yo soy policía. Puede que no tan hábil como usted, pero soy policía. ¿Cómo se ha enterado de que el niño se ha escapado?
—Pero, Fazio, ¿qué te ocurre? Me llamó Livia a Mazàra y yo le dije que se pusiera en contacto contigo.
—Es que, verá, comisario, el caso es que la señorita me explicó que me pedía ayuda porque no sabía dónde estaba usted.
—Me has pillado —dijo Montalbano.
—Y, además, la señorita lloraba en serio, eso sí. Pero no porque el niño se hubiera escapado, sino por otro motivo que yo ignoro. Entonces he comprendido lo que usted quería de a mí, dottore, y lo he hecho.
—¿Y qué quería yo?
—Que armara jaleo, el mayor follón posible. He recorrido todas las casas de las inmediaciones, he preguntado a todas las personas con quienes me he cruzado. ¿Han visto, por casualidad, a un niño así y así? Nadie lo había visto, pero, entre tanto, todo el mundo se ha enterado de que se había escapado. ¿No era eso lo que usted quería?
Montalbano se emocionó. Era la amistad siciliana, la auténtica, la que se basa en lo tácito, en lo que se intuye: a un amigo no hace falta pedirle nada, es el otro el que automáticamente comprende y actúa en consecuencia.
—Y ahora, ¿qué tengo que hacer?
—Seguir armando follón. Telefonea al Cuerpo de Carabineros, a todos los mandos de la provincia, a las comisarías, a los hospitales, a quien te dé la gana. Hazlo con carácter semioficial, sólo llamadas telefónicas, nada por escrito. Facilita la descripción del niño y aparenta estar preocupado.
—Comisario, ¿estamos seguros de que no lo encontrarán?
—Tranquilo, Fazio. Está en buenas manos.
Cogió una hoja con membrete y escribió a máquina:
MINISTERIO DE TRANSPORTE Y COMUNICACIONES.
PARA DELICADA INVESTIGACIÓN RELATIVA SECUESTRO Y PROBABLE HOMICIDIO MUJER LLAMADA KARIMA MOUSSA PRECISO CONOCER NOMBRE PROPIETARIO VEHÍCULO CUYA MATRÍCULA ES AM 237 GW. SE RUEGA RESPONDER A PETICIÓN. EL COMISARIO: SALVO MONTALBANO.
No sabía por qué razón, siempre que redactaba un fax, lo hacía como si fuera un telegrama. Lo volvió a leer. Había escrito incluso el nombre de la mujer, para que el cebo resultara más apetecible. Seguramente se verían obligados a salir de su escondrijo.
—¡Gallo!
—A sus órdenes, comisario.
—Busca el número de fax del Registro de Vehículos de Motor de Roma y envíalo inmediatamente.
»¡Galluzzo!
—A sus órdenes.
—¿Qué hay?
—He acompañado a la vieja a Montelusa. Todo bien.
—Oye, Gallù. Avisa a tu cuñado para que mañana por la mañana, después del funeral de Lapecora, se acerque por esta Zona. Que venga con un cámara.
—Gracias de todo corazón, dottore.
—¡Fazio!
—Dígame.
—Me había olvidado. ¿Estuviste en casa de la señora Lapecora?
—Claro. Tomé una tacita de un servicio de doce. La tengo aquí. ¿La quiere ver?
—Me importa un bledo. Mañana te diré lo que tienes que hacer con ella. Colócala en un sobre de celofán. Ah, por cierto, ¿Jacomuzzi ha enviado el cuchillo?
—Sí, señor.
No tenía valor para dejar la comisaría, en casa lo esperaba la parte más difícil, el dolor de Livia. Por cierto, si Livia se fuera… Marcó el número de Adelina.
—¿Adeli? Soy Montalbano. Oye, mañana por la mañana se va la señorita. Tengo que recuperarme un poco. ¿Sabes una cosa? Hoy no he comido nada.
Uno tenía que vivir, ¿no?