—No está claro que haya una relación —observó el subjefe superior Valente al término del relato de Montalbano.
—Si ésta es tu opinión, me haces un gran favor. Cada cual se queda con lo suyo: tú indagas por qué razón el tunecino utilizaba un nombre falso y yo busco la causa del asesinato de Lapecora y de la desaparición de Karima. Si casualmente nos cruzamos por la calle, fingiremos no conocernos y ni siquiera nos saludaremos. ¿De acuerdo?
—¡Hay que ver cómo eres!
El comisario Angelo Tomasino, un treintañero con pinta de cajero de banco, de esos que cuentan diez veces a mano quinientas mil liras antes de entregártelas, puso toda la carne en el asador en defensa de su jefe:
—Tampoco está claro, ¿sabe?
—¿Qué es lo que no está claro?
—Que Ben Dhahab sea un nombre falso. A lo mejor, se llamaba Ben Ahmed Dhahab Moussa. Cualquiera sabe con estos nombres árabes.
—No quiero molestar más —dijo Montalbano, levantándose.
Se le había subido la sangre a la cabeza. Valente, que lo conocía desde hacía mucho tiempo, lo comprendió.
—A tu juicio, ¿qué tenemos que hacer? —se limitó a preguntar.
El comisario volvió a sentarse.
—Averiguar, por ejemplo, quién lo conocía aquí, en Mazàra. Cómo había conseguido incorporarse a la tripulación de la embarcación pesquera. Si tenía la documentación en regla. Efectuar un registro en el lugar donde vivía. ¿Todas estas cosas te las tengo que decir yo?
—No —dijo Valente—. Pero me apetecía oírtelas decir a ti.
Cogió una hoja de papel del escritorio y se la entregó a Montalbano. Era una orden de registro del domicilio de Ben Dhahab, con sello y firma.
—Esta mañana he despertado al juez de madrugada —dijo sonriendo Valente—. ¿Me acompañas a dar un paseo?
La señora Ernestina Pipia, viuda de Locicero, tuvo mucho empeño en señalar que ella no se dedicaba profesionalmente al alquiler de habitaciones. Su difunto le había dejado una planta baja que antaño fue una barbería, un salón de peluquería, tal como ahora se dice. Se dice así, pero de salón tenía muy poco, tal como los señores verían ahora mismo, y, además, ¿qué necesidad había de aquel papel, la orden de registro? Les hubiera bastado con presentarse y decir: mire, señora Pipia, esto es lo que hay; y ella no habría puesto ningún reparo. Los reparos los ponen los que tienen algo que esconder, pero ella, todos en Mazàra lo podían confirmar, todos los que no fueran cornudos o hijos de puta, claro, ella había tenido y seguía teniendo una vida tan transparente como el aire. ¿Cómo era el pobre tunecino? Pues miren los señores, ella jamás en su vida habría alquilado la habitación a un africano: ni a uno que tuviera la piel negra como la tinta, ni a otro cuya piel no se diferenciara para nada de la de un mazarés. Nada, los africanos le daban miedo. ¿Por qué le había alquilado la habitación a Ben Dhahab? Era muy distinguido, señores míos, un verdadero señor muy fino y educado, de esos que ya ni siquiera se encuentran entre los mazareses. Sí, señor, hablaba italiano o, por lo menos, se hacía entender bastante bien. Le había enseñado el pasaporte…
—Un momento —dijo Montalbano.
—Un momento —dijo simultáneamente Valente.
Sí, señor. El pasaporte. En regla. Escrito como escriben los árabes y tenía también unas palabras escritas en una lengua extranjera. ¿Inglés? ¿Francés? Cualquiera sabía. La fotografía encajaba. Y, si los señores tenían verdadero empeño en saberlo, ella había declarado el alquiler, tal como marcaba la ley.
—¿Cuándo llegó exactamente? —preguntó Valente.
—Hace justo diez días.
Y, en diez días, había tenido tiempo de aclimatarse, buscar trabajo y dejarse matar.
—¿Le dijo cuánto tiempo pensaba quedarse? —preguntó Montalbano.
—Unos diez días más. Pero…
—Pero ¿qué?
—Pues que me quiso pagar un mes por adelantado.
—¿Y usted cuánto le pidió?
—Yo le pedí inmediatamente novecientas mil, porque ya sabe usted cómo son los árabes, que regatean y regatean; estaba dispuesta a bajar, quizá a seiscientas o quinientas mil… Pero él ni siquiera me dejó terminar, echó mano de la cartera, sacó un fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella, quitó la cinta que lo sujetaba y me contó nueve billetes de cien mil.
—Dénos la llave y explíquenos dónde está la planta baja —la cortó Montalbano.
La delicadeza y distinción del tunecino estaban concentrados en el fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella.
—Me arreglo en un momento y los acompaño.
—No, señora, usted se queda aquí. Le devolveremos la llave.
Una cama de hierro oxidada, una mesa coja, un armario con una chapa de conglomerado en lugar del espejo y tres sillas de paja. Había un retrete con una taza de escusado y un lavabo, una toalla sucia y, en el estante, una navaja, jabón líquido en spray y un peine. Regresaron a la habitación. Encima de una silla, una maleta de tela azul; la abrieron: estaba vacía.
En el armario, unos pantalones nuevos, una chaqueta oscura muy limpia, dos camisas, cuatro pares de calcetines, cuatro slips, seis pañuelos, dos camisetas: todo recién comprado y todavía por estrenar. En un rincón del armario había un par de sandalias en buen estado; en el lado contrario, una bolsa de plástico llena de ropa interior sucia. Volcaron su contenido en el suelo: todo normal. Se pasaron una hora larga registrándolo todo. Cuando ya habían perdido la esperanza, Valente tuvo suerte. No estaba escondido, pero había caído y se había quedado prendido en la cabecera de hierro de la cama, un billete de avión Roma-Palermo correspondiente a diez días atrás, a nombre de Mr. Dhahab. O sea, que Ahmed había llegado a Palermo a las diez de la mañana y, en cuestión de dos horas como máximo, había llegado a Mazàra. ¿A quién había recurrido para encontrar a alguien que le alquilara una habitación?
—Desde Montelusa, junto con el cadáver, ¿te enviaron los efectos personales?
—Claro —contestó Valente—. Diez mil liras.
—¿El pasaporte?
—No.
—¿Y todo el dinero que tenía?
—Si lo dejó aquí, debió de encargarse de él la señora Pipia, la de la vida tan transparente como el agua.
—¿Ni siquiera las llaves de la casa en el bolsillo?
—Ni siquiera eso. ¿Quieres que te lo diga con música? Sólo diez mil liras y nada más.
Mandado llamar por Valente, el profesor Rahman, un maestro de primaria cuarentón con pinta de siciliano puro, que ejercía la función oficiosa de enlace entre su gente y las autoridades de Mazàra, se presentó en diez minutos.
Montalbano lo había conocido un año atrás, cuando estaba investigando el caso que más adelante se conocería como el del «perro de terracota».
—¿Estaba dando clase? —le preguntó Valente.
En un insólito arrebato de sentido común y sin recurrir a la Delegación de Enseñanza, el director de un colegio de Mazàra había habilitado unas aulas para crear una escuela destinada a los niños tunecinos.
—Sí, pero he pedido que me sustituyeran. ¿Algún problema?
—Puede que usted nos pueda aclarar una cosa.
—¿Sobre qué?
—Mejor decir sobre quién. Ben Dhahab.
Valente y Montalbano habían decidido de común acuerdo contarle al maestro de la misa la mitad y, según cuál fuera su reacción, contársela toda o no.
Al oír aquel nombre, Rahman no hizo el menor intento de disimular su incomodidad.
—Pregunten ustedes.
Le correspondía a Valente llevar el mando de la situación, Montalbano era sólo un huésped.
—¿Usted lo conocía?
—Fue a verme hace unos diez días. Conocía mi nombre y sabía lo que represento. Verá, aproximadamente el pasado mes de enero, se publicó en un periódico de Túnez un artículo que hablaba de nuestra escuela.
—¿Qué le dijo?
—Que era periodista.
Valente y Montalbano intercambiaron una rápida mirada.
—Quería hacer un reportaje sobre la vida de nuestros compatriotas en Mazàra. Pero se presentaría ante todo el mundo como uno que buscaba trabajo. Quería incorporarse a una tripulación. Lo presenté a mi compañero El Madani. Y éste fue el que puso en contacto a Ben Dhahab con la señora Pipia, que le alquiló la habitación.
—¿Se volvieron ustedes a ver?
—Por supuesto, nos vimos algunas veces por casualidad. Asistimos incluso a una fiesta. Estaba, ¿cómo le diría?, perfectamente integrado.
—¿Fue usted quien lo ayudó a encontrar trabajo como tripulante?
—No. Y ni siquiera El Madani.
—¿Quién pagó el entierro?
—Nosotros. Hemos constituido un pequeño fondo para hacer frente a circunstancias imprevistas.
—¿Quién facilitó a la televisión la fotografía y todas las noticias acerca de Ben Dhahab?
—Yo. Verá usted, en la fiesta que le he dicho había un fotógrafo; Ben Dhahab protestó y dijo que no quería que le hicieran fotografías. Pero el fotógrafo ya había disparado una. Y, cuando vino el periodista de la televisión, yo fui por ella y se la di, junto con los pocos datos que él nos había proporcionado.
Rahman se secó el sudor. Su incomodidad había aumentado. Y Valente, que era un policía estupendo, lo dejó cocer en su propio caldo.
—Pero hay algo extraño —añadió Rahman. Montalbano y Valente fingieron no haberlo oído, como si estuvieran pensando en otras cosas, y, sin embargo, prestaban toda su atención, como los gatos que, cuando tienen los ojos cerrados y aparentan dormir, están contando las estrellas.
—Ayer llamé al periódico de Túnez para comunicarles la desgracia y recibir las disposiciones para el entierro. En cuanto le dije al director que Ben Dhahab había muerto, se echó a reír. Dijo que era una broma muy pesada, que Ben Dhahab se encontraba en aquellos momentos en la estancia de al lado, hablando por teléfono. Y me colgó.
—¿No podría ser un caso de homonimia? —lo provocó Valente.
—¡Ni hablar! ¡Me lo dijo con toda claridad! Puntualizó que lo había enviado el periódico. Lo cual quiere decir que me engañó.
—¿Sabe si tenía algún familiar en Sicilia? —preguntó Montalbano, interviniendo por primera vez.
—No lo sé, no hablamos de eso. Si los hubiera tenido en Mazàra, no habría recurrido a mí.
Valente y Montalbano se consultaron el uno al otro con la mirada, y Montalbano, sin decir nada, dio su conformidad para que su amigo efectuara el disparo.
—¿Le dice algo el nombre de Ahmed Moussa?
No fue un disparo, sino un auténtico cañonazo. Rahman pegó un brinco en la silla, volvió a caer en ella y se aflojó.
—¿Qué… qué… tiene que ver… Ahmed Moussa? —tartamudeó el maestro, casi sin resuello.
—Disculpe mi ignorancia —añadió Valente sin piedad—, pero ¿quién es ese señor que tanto miedo le da?
—Es un terrorista. Uno que… un asesino. Un malvado. Pero… ¿qué… qué tiene que ver?
—Tenemos motivos para creer que Ben Dhahab era, en realidad, Ahmed Moussa.
—Me encuentro mal —dijo con un hilillo de voz el profesor Rahman.
A través de las atemorizadas palabras del destrozado Rahman averiguaron que Ahmed Moussa, cuyo verdadero nombre se pronunciaba en susurros y cuyo rostro era prácticamente desconocido, había creado hacía algún tiempo un grupúsculo paramilitar de desesperados. Había aparecido en escena tres años atrás con una inconfundible tarjeta de visita: haciendo saltar por los aires una pequeña sala cinematográfica en la que se estaban pasando dibujos animados infantiles en francés. Los espectadores más afortunados fueron los muertos: varias decenas habían quedado ciegos, mutilados o destrozados para toda la vida. El nacionalismo del grupúsculo, por lo menos en sus intenciones, era de un absolutismo casi demencial. Moussa y los suyos eran mirados con recelo incluso por los integristas más intransigentes. Estaban en posesión de una cantidad de dinero prácticamente ilimitada, que no se sabía de dónde salía. El gobierno había puesto un elevado precio a la cabeza de Ahmed Moussa. Eso era todo lo que sabía el profesor Rahman, y la sola idea de haber ayudado de alguna manera al terrorista le había causado una angustia tan grande que temblaba y gemía cual si estuviera sufriendo un grave ataque de malaria.
—Pero a usted lo engañaron —dijo Montalbano, tratando de consolarlo.
—Si teme las consecuencias —añadió Valente—, nosotros podremos dar testimonio de su buena fe.
Rahman sacudió la cabeza. Explicó que no se trataba de miedo sino de terror. De horror por el hecho de que su vida se hubiera cruzado, aunque sólo fuera por muy breve tiempo, con un frío asesino de niños, de criaturas inocentes.
Lo tranquilizaron de la mejor manera que pudieron y lo despidieron, rogándole que no comentara con nadie aquella conversación, ni siquiera con su compañero y amigo El Madani. En caso de que lo volvieran a necesitar, lo llamarían.
—También de noche, no cumplidos —dijo el maestro, que ahora incluso tenía dificultades para expresarse correctamente en italiano.
Antes de ponerse a reflexionar acerca de todo lo que habían averiguado, se hicieron servir un café y se lo bebieron despacio y en silencio.
—Está claro que ése no se hizo marinero para conocer la experiencia —empezó diciendo Valente.
—Y tampoco para que lo mataran.
—Tendremos que ver qué historia nos cuenta el patrón del barco.
—¿Quieres convocarlo aquí?
—¿Por qué no?
—Acabaría repitiéndote lo mismo que ya le dijo a Augello. Quizá sería mejor tratar de averiguar primero qué piensan en el sector. Puede que, con una palabra de aquí y otra de allá, nos enteremos de algo más.
—Le encargaré la tarea a Tomasino.
Montalbano hizo una mueca. El segundo de a bordo de Valente no le caía bien, pero no era un buen motivo y, por encima de todo, no era un motivo que se pudiera decir.
—¿No te parece bien?
—¿A mí? Es a ti a quien te tiene que parecer bien. Los hombres son tuyos y tú los conoces mejor que yo.
—Vamos, Montalbano, no seas gilipollas.
—De acuerdo. Lo considero poco apropiado. Cuando alguien lo ve con esa cara de recaudador de impuestos que tiene, no le entran ganas de hacerle confidencias.
—Tienes razón. Se lo encargaré a Tripodi, es un muchacho muy listo y valiente, y es hijo de pescador.
—Se trata de averiguar exactamente qué ocurrió la noche en que la embarcación pesquera se tropezó con la patrullera. Lo mires como lo mires, hay algo que no encaja.
—Explícate.
—De momento, dejemos la cuestión de la forma en que se enroló en la tripulación del barco, ¿de acuerdo? Ahmed se propone de entrada un objetivo concreto que nosotros ignoramos. Y yo me pregunto si se lo reveló al patrón y a la tripulación. Y, en caso afirmativo, ¿lo hizo antes de zarpar o durante la travesía? En mi opinión, a pesar de no saber exactamente cuándo, el objetivo se dio a conocer y todo el mundo estuvo de acuerdo. En caso contrario, habrían invertido el rumbo y lo habrían obligado a desembarcar.
—Pudo haberlos obligado a punta de pistola.
—En este caso, una vez en Vigàta o Mazàra, el patrón y los tripulantes habrían explicado lo ocurrido, pues no tenían nada que perder.
—Muy cierto.
—Sigamos adelante. Excluyendo que el objetivo de Ahmed fuera el de dejarse ametrallar frente a las costas de su país natal, no se me ocurren más que dos hipótesis. La primera es la de que quería que lo desembarcaran de noche en algún desierto paraje de la costa para entrar clandestinamente en su país. La segunda es la de una reunión en alta mar a la que tenía que asistir personalmente.
—Me convence más esta última.
—A mí también. Y, además, ocurrió algo que no estaba previsto.
—La interceptación de la patrullera.
—Exactamente. Y aquí se pueden plantear toda una serie de hipótesis. Supongamos que la patrullera tunecina no sabía que a bordo del buque pesquero viajaba Ahmed. Se cruza con una embarcación que está faenando en sus aguas jurisdiccionales, le da el alto, la embarcación se da a la fuga y desde la patrullera se dispara una ráfaga de ametralladora que mata accidentalmente nada menos que a Ahmed Moussa. Eso, por lo menos, es lo que nos han dicho.
Esta vez fue Valente quien hizo una mueca.
—¿Te convence?
—Es como la reconstrucción que hizo el senador Warren del asesinato del presidente Kennedy.
—Te expongo otra hipótesis. Supongamos que Ahmed, en lugar de reunirse con el hombre con quien había quedado, lo hace con otro que le dispara una ráfaga de ametralladora.
—O que era efectivamente el hombre con quien tenía que reunirse, pero discutieron, el otro le disparó y todo acabó de mala manera.
—¿Con la ametralladora de a bordo? —preguntó Montalbano en tono dubitativo.
Inmediatamente comprendió lo que había dicho. Sin pedirle siquiera permiso a Valente, empezó a soltar maldiciones, cogió el teléfono y pidió que llamaran a Jacomuzzi en Montelusa.
—En los informes que te enviaron, ¿especificaban el calibre de las balas? —le preguntó a Valente mientras esperaba.
—Se referían genéricamente a disparos de arma de fuego.
—¿Diga? ¿Con quién hablo? —preguntó Jacomuzzi.
—Oye, Baudo…
—¿Qué Baudo? Soy Jacomuzzi.
—Pero estarías encantado de ser el presentador de televisión Pippo Baudo. ¿Me quieres decir con qué coño mataron al tunecino del buque pesquero?
—Con un arma de fuego.
—¡Qué extraño! Creía que lo habían asfixiado con una almohada.
—Tus bromitas me dan ganas de vomitar.
—Dime exactamente qué tipo de arma era.
—Una metralleta, probablemente una Skorpion. ¿No lo he escrito en el informe?
—No. ¿Estás seguro de que no fue la ametralladora de a bordo?
—Claro que estoy seguro. ¿No sabes que el arma reglamentaria que lleva la patrullera puede derribar un avión?
—¿De veras? Me dejas de piedra con tu precisión científica, Jacomù.
—¿Y cómo quieres que hable con un ignorante como tú?
Tras referir Montalbano a Valente el contenido de su conversación telefónica, ambos permanecieron un ratito en silencio. Cuando habló, Valente expresó el pensamiento que en aquellos momentos también estaba cruzando por la cabeza del comisario.
—¿Estamos seguros de que fue una patrullera militar tunecina?
Como ya era muy tarde, Valente invitó a su compañero a comer a su casa, pero Montalbano, que ya conocía por experiencia las habilidades culinarias de la mujer del subjefe de policía, declinó la invitación, explicando que tenía que regresar inmediatamente a Vigàta.
Subió al coche, pero, tras recorrer unos cuantos kilómetros, vio una trattoria justo a la orilla del mar. Pasó, bajó y se sentó a una mesa. No se arrepintió.