Ocho

Al salir del despacho, subió a su automóvil y se dirigió a Montelusa. Cuando llegó a la Jefatura de la Policía Judicial, preguntó por el capitán Aliotta, que era amigo suyo. Lo hicieron pasar enseguida.

—¿Cuánto tiempo hace que no salimos una noche juntos? No sólo te lo reprocho a ti, sino también a mí mismo —dijo Aliotta, abrazándolo.

—Perdonémonos mutuamente y procuremos remediarlo cuanto antes.

—De acuerdo. ¿Te puedo servir en algo?

—Pues sí. ¿Quién era aquel sargento primero que el año pasado me facilitó unas valiosas informaciones acerca de un supermercado de Vigàta? Aquel asunto de tráfico de armas, ¿recuerdas?

—Cómo no. Se llama Laganà.

—¿Podría hablar con él?

—¿De qué se trata?

—Tendría que ir a Vigàta media jornada como máximo, por lo menos eso creo. Se trata de examinar los expedientes de una empresa, cuyo propietario era el hombre que asesinaron en el ascensor.

—Ahora mismo lo llamo.

El sargento era un fornido cincuentón con el cabello cortado a cepillo y gafas de montura dorada. A Montalbano le cayó bien enseguida.

Le explicó detalladamente lo que quería de él y le entregó las llaves del despacho. El sargento primero consultó el reloj.

—Hacia las tres de la tarde puedo bajar a Vigàta, si al señor capitán le parece bien.

Para su tranquilidad, al terminar de conversar con Aliotta, el comisario llamó a su despacho, en el que no había puesto los pies desde la tarde de la víspera.

Dottori, ¿es usted mismo?

—Catarè, yo siempre soy yo. ¿Ha habido alguna llamada?

—Sí, señor. Dos para el dottori Augello, una para…

—¡Catarè, me importan un carajo las llamadas de los demás!

—¡Pero si usted me lo acaba de preguntar hace un momento!

—Catarè, ¿ha habido llamadas para mí que soy yo mismo?

Puede que, adaptándose al lenguaje, consiguiera recibir una respuesta sensata.

—Sí, dottori. Una. Pero no se entendió.

—¿Qué significa eso de que no se entendió?

—Que no entendí nada. Pero debía de ser un pariente.

—¿De quién?

—De usted, comisario. Lo llamaba por su nombre, decía: Salvo, Salvo.

—¿Y después?

—Se quejaba como si le doliera algo, decía: Ay, ay, cha, chao.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer vieja, dottori.

¡Aisha! Salió disparado y se olvidó de despedirse de Aliotta.

Sentada delante de la casa, Aisha lloraba, trastornada. No, Karima y François no habían aparecido, el motivo de que lo hubiera llamado era otro. Se levantó y lo hizo pasar al interior de la casa. La habitación estaba patas arriba, habían reventado incluso el colchón. ¿A que se habían llevado la libreta a la vista? No, eso no lo habían encontrado, fue la tranquilizadora respuesta de Aisha.

En el piso de arriba donde vivía Karima, la situación era todavía peor: habían levantado algunos ladrillos del suelo; un juguete de François, un camioncito de plástico, estaba roto en pedazos. Las fotografías habían desaparecido, incluso las que mostraban la mercancía de Karima. Menos mal, pensó el comisario, que se había llevado algunas. Pero tenían que haber armado un jaleo espantoso. ¿Adónde había huido Aisha entre tanto? No había huido, le explicó la vieja, pero la víspera se había ido a ver a una amiga a Montelusa. Se le hizo tarde y se quedó a dormir allí. Fue una suerte: si la hubieran encontrado en casa, seguro que la estrangulan. Debían de tener las llaves, pues las cerraduras no habían sido forzadas. Sólo querían llevarse las fotografías, querían que de Karima no quedara ni siquiera el recuerdo de cómo estaba hecha.

Montalbano le dijo a la vieja que preparara sus cosas, que él mismo la acompañaría a casa de su amiga de Montelusa. Debería permanecer unos cuantos días allí por prudencia. Aisha accedió tristemente. El comisario le indicó por señas que, mientras ella se preparaba, él aprovecharía para acercarse al estanco más próximo, cuestión de diez minutos como máximo.

Poco antes de llegar al estanco, vio delante de la escuela primaria de Villaseta a un grupo de madres que gesticulaban y de niños que lloraban. Dos guardias municipales de Vigàta, pero destacados en Villaseta, a los que Montalbano conocía, estaban sufriendo un asedio. El comisario pasó de largo y se compró los cigarrillos, pero, a la vuelta, su curiosidad fue más fuerte. Se abrió paso con su autoridad, aturdido por los gritos.

—¿A usted también lo han molestado por esta idiotez? —le preguntó asombrado uno de los guardias.

—No, pasaba casualmente por aquí. ¿Qué ocurre?

Las madres, que habían oído la pregunta, contestaron a coro, por lo que Montalbano no se enteró de nada.

—¡Silencio! —gritó.

Las madres se callaron, pero los chiquillos, aterrorizados, arreciaron en su llanto.

—Comisario, es para reírse —dijo el mismo guardia de antes—. Al parecer, desde ayer por la mañana hay un chaval que asalta a los demás chavales que van a la escuela, les roba la comida y se va corriendo. Esta mañana también ha ocurrido lo mismo.

—Mire, mire —terció una madre, mostrándole a Montalbano a un niño con los ojos hinchados a causa de los tortazos—. Mi hijo no le quiso dar la tortillita y él la emprendió a golpes con mi hijo. ¡Fíjese el daño que le ha hecho!

El comisario se agachó y acarició la cabeza del niño.

—¿Cómo te llamas?

—Ntonio —contestó el niño, enorgulleciéndose de haber sido elegido.

—¿Tú conoces a ese que te robó la tortillita?

—No, señor.

—¿Alguien lo ha reconocido? —preguntó el comisario, levantando la voz.

Le contestó un coro de noes.

Montalbano volvió a agacharse a la altura de Ntonio.

—¿Qué te dijo para hacerte comprender que quería tu merienda?

—Hablaba muy raro. No lo entendí. Entonces me quitó la cartera y la abrió. Yo quería que me la devolviera, pero él me pegó dos bofetones, cogió el bocadillo de pan con tortilla y se fue corriendo.

—Que sigan las investigaciones —ordenó Montalbano a los dos guardias municipales, haciendo un esfuerzo por mantener la cara muy seria.

En tiempos del dominio musulmán en Sicilia, cuando Montelusa se llamaba Kerkent, los árabes habían construido en las afueras del pueblo un barrio para ellos solos. Cuando los musulmanes huyeron derrotados, sus casas fueron ocupadas por los montelusanos y el nombre del barrio se sicilianizó en Rabatu. En la segunda mitad de este siglo, un corrimiento de tierras se lo había tragado. Las pocas casas que habían quedado estaban dañadas y torcidas y se mantenían en absurdos y precarios equilibrios. Los árabes, que esta vez habían regresado en plan de pobres, las habían vuelto a ocupar, colocando en lugar de las tejas trozos de chapa, y, en lugar de las paredes, tabiques de cartón.

Allí acompañó Montalbano a Aisha con su miserable fardo. La vieja, que lo seguía llamando tío, lo quiso abrazar y besar.

Eran las tres de la tarde y Montalbano, que aún no había tenido tiempo de comer, notó que se le revolvían las tripas a causa del hambre. Fue a la trattoria San Calogero y se sentó.

—¿Queda todavía algo para comer?

—Para usía, siempre.

En aquel preciso instante, se acordó de Livia. Se le había ido por completo de la cabeza. Corrió al teléfono, buscando febrilmente una excusa. Livia le había dicho que llegaría a la hora de comer. Debía de estar furiosa.

—Livia, cariño:

—Acabo de llegar ahora mismo, Salvo. El avión ha salido con un retraso de dos horas y no nos han dado ninguna explicación. ¿Estabas preocupado, amor mío?

—Claro que estaba preocupado —mintió Montalbano sin rubor, aprovechando que las circunstancias le eran favorables—. He estado llamando a casa a cada cuarto de hora y no contestaba nadie. Hace un rato decidí llamar al aeropuerto de Punta Raisi y me dijeron que el vuelo había llegado con dos horas de retraso. Y, finalmente, me he podido tranquilizar.

—Perdona, cariño, pero no ha sido culpa mía. ¿Cuándo vuelves?

—Livia, por desgracia, no podré volver enseguida. Estoy en plena reunión en Montelusa y aún tardaré por lo menos una hora. Después me reuniré corriendo contigo. Ah, oye, esta noche vamos a cenar a casa del jefe superior.

—¡Pero si no he traído nada de ropa!

—Irás en vaqueros. Mira en el horno o el frigorífico, seguro que Adelina habrá preparado algo.

—No, te espero y comemos juntos.

—Yo ya me he arreglado con un bocadillo. No tengo apetito. Hasta luego.

Regresó a la mesa, donde lo esperaba aproximadamente medio kilo de crujientes salmonetes fritos.

Cansada del viaje, Livia se había acostado. Montalbano se desnudó y se tumbó a su lado. Se besaron y, en determinado momento, Livia se apartó y empezó a olfatearlo.

—Huelo a fritura.

—Claro. Como que me he pasado media hora interrogando a un tío en una freiduría.

Hicieron el amor sin prisas, sabiendo que disponían de todo el tiempo que quisieran. Después se sentaron en la cama con la espalda apoyada en las almohadas y Montalbano le explicó a Livia la historia del asesinato de Lapecora. Creyendo que le haría gracia, le dijo que había mandado detener a las Piccirillo, madre e hija, que tan preocupadas estaban por su buena fama. También le contó que había mandado comprar una botella de vino para el contable Culicchia, que había perdido la suya al caerle rodando junto al muerto. Pero, en lugar de echarse a reír tal como él esperaba que hiciera, Livia lo miró fríamente.

—Cabrón.

—¿Decías? —preguntó Montalbano con una flema digna de un lord inglés.

—Cabrón y machista. Pones a parir a aquellas dos pobres desgraciadas y, en cambio, al contable que no duda en subir y bajar en ascensor con el muerto, le compras una botella de vino. Dime tú si eso no es comportarse como un imbécil.

—Vamos, Livia, no te lo tomes de esta manera.

Pero Livia se lo siguió tomando de aquella manera. Ya eran las seis de la tarde cuando Montalbano consiguió calmarla. Para distraerla, le contó la historia del chaval de Villaseta que les robaba la merienda a otros chiquillos como él.

Esta vez, Livia tampoco se rió. Es más, pareció entristecerse.

—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? ¿He vuelto a meter la pata?

—No, pero estaba pensando en ese pobre niño.

—¿El que ha recibido la zurra?

—El otro. Tiene que estar desesperado y muerto de hambre. ¿Has dicho que no hablaba italiano? A lo mejor, es hijo de unos inmigrantes ilegales que ni siquiera tienen derecho a respirar. O puede que lo hayan abandonado.

—Dios mío —gritó Montalbano, fulminado por la revelación.

Gritó con tal fuerza que Livia se sobresaltó.

—¿Qué te pasa?

—Dios mío —repitió el comisario con los ojos enormemente abiertos.

—Pero ¿qué he dicho? —preguntó Livia, preocupada.

Montalbano no contestó y, desnudo tal como estaba, corrió al teléfono.

—Catarella, no me toques los cojones y pásame inmediatamente a Fazio. ¿Fazio? Dentro de una hora como máximo os quiero a todos, he dicho a todos, en mi despacho. Como falte alguien, armo un escándalo.

Colgó y marcó otro número.

—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Me avergüenza decirlo, pero esta noche no voy a poder ir a su casa. No, no se trata de Livia. Es una cuestión de trabajo, ya le contaré. ¿Mañana a almorzar? Estupendo. Discúlpeme ante la señora.

Livia se había levantado, tratando de comprender por qué sus palabras habían provocado aquella reacción tan frenética.

Por toda respuesta, Montalbano se tumbó en la cama y la atrajo hacia sí. Sus intenciones estaban clarísimas.

—Pero ¿no has dicho que, dentro de una hora, estarás en el despacho?

—¿Qué más da un cuarto de hora más o un cuarto de hora menos?

En el despacho de Montalbano, que no era muy espacioso que digamos, se apretujaban Augello, Fazio, Tortorella, Gallo, Germana, Galluzzo y Grasso, que llevaba menos de un mes prestando servicio en aquella comisaría. Catarella permanecía apoyado en la jamba de la puerta, con el oído atento a la centralita. Montalbano se había presentado con Livia, en contra de su voluntad.

—Pero yo, ¿qué voy a hacer allí?

—Créeme, podrías ser muy útil.

No quiso facilitarle ninguna explicación.

En un silencio absoluto, el comisario dibujó un plano tosco pero bastante exacto y lo mostró a los presentes.

—Ésta es una casita de la Via Garibaldi de Villaseta. En estos momentos no la ocupa nadie. Esto de aquí detrás es un huerto…

Siguió explicando todos los detalles: las casas de las inmediaciones, los cruces de las calles y de los callejones. Se lo había grabado todo en la mente la tarde anterior mientras permanecía solo en la habitación de Karima. Exceptuando a Catarella que permanecería de guardia, todos participarían en la operación. El comisario le indicó a cada uno el puesto que debería ocupar. Ordenó que se desplazaran al lugar de manera discreta, nada de sirenas, nada de uniformes, es más, ni siquiera vehículos de la policía, no deberían llamar la atención. Si alguien quería utilizar su automóvil particular, debería dejarlo por lo menos a medio kilómetro de distancia de la casa. Que llevaran consigo lo que quisieran (bocadillos, café, cerveza), pues probablemente la operación sería muy larga y puede que tuvieran que permanecer al acecho toda la noche; y que no era seguro que alcanzaran su objetivo, ya que cabía la posibilidad de que la persona a la que tenían que atrapar no apareciera por aquel lugar. El comienzo de la operación lo marcaría el momento en que se encendieran las farolas de las calles.

—¿Armas? —preguntó Augello.

—¿Armas? ¿Qué armas? —preguntó Montalbano, momentáneamente sorprendido.

—No sé, como el asunto parece muy serio, pensé…

—Pero ¿a quién tenemos que atrapar? —preguntó Fazio.

—A un ladrón de meriendas.

En el despacho se quedaron todos sin respiración. Augello notó que la frente se le empapaba de sudor.

«Hace un año que le repito que vaya al médico», pensó.

La noche estaba tranquila, iluminada por la luna, inmóvil por falta de viento. Sólo tenía un defecto a los ojos de Montalbano: parecía que no quisiera pasar, cada minuto se alargaba misteriosamente y se dilataba en otros cinco.

A la débil llama de un encendedor, Livia había vuelto a colocar el colchón reventado sobre el somier, se había tumbado y, poco a poco, le había entrado sueño. Ahora dormía como un tronco.

El comisario, sentado en una silla junto a la ventana que daba a la parte de atrás, podía ver claramente el huerto y la campiña. Por allí tenían que estar Fazio y Grasso, pero, por más que forzara la vista, no veía ni sombra de ellos, ocultos entre los almendros. Se congratuló de la profesionalidad de sus hombres: se habían entregado de lleno tras haberles él explicado que, a lo mejor, el chiquillo era François, el hijo de Karima. Dio la cuadragésima calada al cigarrillo y, al suave resplandor, consultó el reloj: las cuatro menos veinte. Decidió esperar media hora más; después les diría a los hombres que regresaran a casa. Justo en aquel momento distinguió un levísimo movimiento en el punto donde terminaba el huerto y empezaba la campiña; pero, más que un movimiento, fue una momentánea ausencia del reflejo de la luz de la luna sobre la paja y la amarillenta maleza. No podía ser Fazio, ni siquiera Grasso: había ordenado deliberadamente que dejaran aquella zona sin vigilancia, como si quisiera favorecer o sugerir un acercamiento. El movimiento, o lo que fuera, se repitió, y esta vez Montalbano distinguió una pequeña forma oscura, acercándose muy despacio. No cabía la menor duda, era el niño.

Se desplazó poco a poco hacia el lugar donde se encontraba Livia, guiándose por su respiración.

—Despierta, ya viene.

Regresó a la ventana y Livia se situó de inmediato a su lado. Montalbano le habló al oído.

—En cuanto lo agarren, bajas corriendo. Estará muerto de miedo, pero probablemente una mujer lo tranquilizará. Acarícialo, bésalo, dile lo que quieras.

El niño ya estaba junto a la casa, se veía claramente que mantenía la cabeza levantada y miraba hacia la ventana. De repente, apareció la figura de un hombre que, en dos zancadas, se abalanzó sobre él y lo agarró. Era Fazio.

Livia bajó volando. François coceaba y emitía un prolongado grito desgarrador, como de un animal cogido en una trampa. Montalbano encendió la luz y se asomó a la ventana.

—Subidlo aquí. Tú, Grasso, avisa a los demás, que vengan todos.

Entre tanto, el grito del niño se había apagado y se había transformado en unos sollozos. Livia lo había cogido en brazos y le estaba hablando.

Estaba todavía muy tenso, pero ya no lloraba. Con las pupilas brillantes y la mirada intensa, observaba los rostros que lo rodeaban e iba recuperando poco a poco la confianza. Se había sentado junto a la mesa, donde, hasta unos días atrás, había tenido a su madre al lado, y tal vez por eso sujetaba la mano de Livia y no quería que ésta se separara de él.

Mimì Augello, que se había retirado, regresó con un paquete, y todos comprendieron que había sido el único a quien se le había ocurrido lo más acertado: en el interior del paquete había bocadillos de jamón, plátanos, unos dulces y dos latitas de Coca-Cola. Mimì recibió como recompensa una conmovida mirada de Livia que, como es natural, irritó a Montalbano, y dijo tartamudeando:

—Lo mandé preparar anoche… Pensé que, si nos las teníamos que haber con un niño muerto de hambre…

Mientras comía, François cedió al cansancio y al sueño. En efecto, no consiguió terminarse los dulces: de golpe, la cabeza le cayó hacia delante sobre la mesa, como si un interruptor lo hubiera dejado sin energía.

—Y ahora, ¿adónde lo llevamos? —preguntó Fazio.

—A nuestra casa —contestó decididamente Livia.

A Montalbano le llamó la atención aquel «nuestra». Y, mientras cogía unos vaqueros y una camiseta para el niño, no consiguió establecer si ello lo había molestado o bien alegrado.

El niño no abrió los ojos ni durante el viaje a Marinella ni cuando Livia lo desnudó tras haberle preparado una improvisada cama en el sofá del comedor.

—¿Y si, mientras estamos durmiendo, se despierta y se escapa? —preguntó el comisario.

—No creo que lo haga —lo tranquilizó Livia.

Aun así, Montalbano tomó precauciones, cerrando la ventana, bajando las persianas y echando la llave a la puerta principal.

Después, ellos también se fueron a dormir, pero, a pesar del cansancio, les costó conciliar el sueño: la presencia de François, cuya respiración oían desde la otra estancia, los hacía sentirse inexplicablemente incómodos.

* * *

Hacia las nueve de la mañana, una hora muy tardía para él, el comisario se despertó, se levantó con cuidado para no despertar a Livia y fue a ver a François. El niño no estaba en el sofá y tampoco en el cuarto de baño. Se había escapado, tal como él temía. Pero ¿cómo demonios lo había hecho si la puerta estaba cerrada con llave y la persiana todavía bajada? Entonces se puso a buscar en todos los lugares donde hubiera podido esconderse. Nada, estaba claro que había desaparecido. Tenía que despertar a Livia y explicarle lo ocurrido, pedirle consejo. Alargó una mano y, en aquel momento, vio la cabeza del niño a la altura del pecho de su chica. Dormían abrazados.