Cinco

—¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Lo llamo para decirle que lo siento muchísimo, pero mañana no podré ir a cenar a su casa.

—¿Lo siente muchísimo porque no nos podremos ver o por la pasta con tinta de sepia?

—Por las dos cosas.

—Si se trata de un compromiso de trabajo, yo no puedo…

—No es un compromiso de trabajo… Lo que ocurre es que, durante sólo veinticuatro horas, vendrá a verme mi…

¿Novia? Le parecía una palabra del siglo pasado. ¿Chica? ¿Con la edad que tenían?

—¿Pareja? —apuntó el jefe superior.

—Exactamente.

—La señorita Livia Burlando debe de quererlo mucho para soportar un viaje tan largo y aburrido.

Jamás le había hablado de Livia a su superior, que oficialmente hubiera tenido que ignorar su existencia. Éste no la conocía, ni siquiera la había visto cuando él estuvo en el hospital la vez que le pegaron un tiro.

—Oiga —dijo el jefe superior—, ¿por qué no nos la presenta? Mi mujer estaría encantada. Que venga también ella mañana por la noche.

La cena del sábado ya estaba resuelta.

* * *

—¿Hablo con el señor comisario? ¿Con él personalmente?

—Sí, señora, soy yo.

—Quisiera decirle una cosa sobre el señor que asesinaron ayer por la mañana.

—¿Usted lo conocía?

—Sí y no. Jamás hablé con él. Es más, me enteré de su nombre en el telediario de anoche.

—Oiga, señora, ¿usted considera que lo que tiene que decirme es verdaderamente importante?

—Creo que sí.

—Muy bien. Pásese por la comisaría esta tarde sobre las cinco.

—No puedo.

—Entonces, mañana.

—Mañana tampoco. Soy paralítica.

—Comprendo. Voy a verla ahora mismo.

—Yo estoy siempre en casa.

—¿Dónde vive, señora?

—Salita Granet, 23. Me llamo Clementina Vasile Cozzo.

Mientras recorría el paseo para dirigirse a su cita, oyó que alguien lo llamaba. Era el jefe comisionado Marniti, sentado a una mesa del café Albanese en compañía de un oficial más joven.

—Le presento a Piovesan, capitán de la patrullera Rayo, la que…

—Montalbano, encantado —dijo el comisario.

Pero no estaba encantado en absoluto, pues, si había conseguido quitarse de encima la historia del buque pesquero, ¿por qué seguían metiéndolo en aquel asunto?

—Tómese un café con nosotros.

—La verdad es que tengo un compromiso.

—Sólo cinco minutos.

—De acuerdo, pero sin café.

Se sentó.

—Hable usted —le dijo Marniti a Piovesan.

—Para mí, todo eso no es verdad.

—¿Qué no es verdad?

—A mí esa historia del buque pesquero me escama mucho. Recibimos el mayday del Santopadre a la una de la madrugada, nos indicaron la posición y nos dijeron que los perseguía la patrullera Rameh.

—¿Cuál era la posición? —preguntó a regañadientes el comisario.

—Justo fuera de nuestras aguas jurisdiccionales.

—¿Y ustedes acudieron a la llamada?

—En realidad, le correspondía a la patrullera Relámpago, que estaba más cerca.

—¿Y por qué no fue la Relámpago?

—Porque una hora antes se había recibido un SOS de un buque pesquero que hacía agua. A la Relámpago la siguió la Trueno y, de esta manera, un vasto sector de mar quedó desprotegido.

«Rayo, Relámpago, Trueno: siempre hacía mal tiempo en la Marina», pensó Montalbano.

—Y, naturalmente, no encontraron ningún pesquero en apuros —dijo.

—Naturalmente. Y yo, cuando llegué al lugar, tampoco encontré ni rastro del Santopadre ni de la Rameh, que, entre otras cosas, aquella noche seguramente no estaba de servicio. No sé qué quiere que le diga, pero eso me huele…

—¿A qué? —le preguntó Montalbano.

—A contrabando —contestó Piovesan.

El comisario se levantó y extendió los brazos encogiéndose de hombros.

—¿Qué podemos hacer? Los de Trapani y Mazàra nos han birlado la investigación.

Un actor consumado, Montalbano.

—¡Comisario! ¡Dottore Montalbano!

Lo estaban llamando otra vez. ¿Habría alguna posibilidad de que llegara antes del anochecer a casa de la señora o señorita Clementina? Se volvió. Era Gallo, que lo estaba siguiendo.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada. Como lo he visto, lo he llamado.

—¿Adónde ibas?

—Me ha llamado Galluzzo desde el despacho de Lapecora. Voy a comprar unos bocadillos y le haré compañía.

El número 23 de Salita Granet estaba justo delante del número 28 y los dos edificios eran idénticos.

Clementina Vasile Cozzo era una septuagenaria muy bien vestida. Iba en silla de ruedas. El apartamento estaba impecablemente limpio y ordenado. Seguida por Montalbano, se situó muy cerca de una ventana protegida por unos visillos. Le hizo señas al comisario de que se sentara en una silla delante de ella.

—Soy viuda —explicó—, pero mi hijo Giulio se encarga de que no me falte nada. Estoy jubilada, era maestra de primaria. Mi hijo me paga una asistenta que me atiende y cuida de la casa. Viene tres veces al día, por la mañana, al mediodía y por la noche, cuando me voy a la cama. Mi nuera, que me quiere, como una auténtica hija, pasa por aquí por lo menos una vez al día, y lo mismo hace Giulio. Aparte de esta desgracia que me ocurrió hace seis años, no me puedo quejar. Oigo la radio y miro la televisión, pero, sobre todo, leo. ¿Lo ve?

Señaló dos estanterías llenas de libros.

La señora, que no señorita, eso ya se había aclarado, ¿cuándo decidiría ir al grano?

—Le he dicho todo esto para que comprenda que yo no soy una chismosa que se pasa el día observando lo que hacen los demás. Pero, de vez en cuando, una ve cosas incluso cuando no las quiere ver.

Sonó el inalámbrico que la señora tenía en una especie de repisa fijada al brazo de la silla de ruedas.

—¿Giulio? Sí, está aquí conmigo el comisario. No, no necesito nada. Hasta luego.

Miró a Montalbano sonriendo.

—Giulio no era partidario de este encuentro. No quería que me involucrara, que me entrometiera en asuntos que, según él, no son de mi incumbencia. Durante varias décadas, la gente honrada de aquí no ha hecho más que repetir que la mafia no era asunto de su incumbencia, que era cosa de ellos. Pero yo a mis alumnos les enseñaba que el «no vi nada, no sé nada» era el peor de los pecados mortales. Y ahora que me toca a mí contar lo que he visto, ¿me echo atrás?

La mujer hizo una pausa y lanzó un suspiro. A Montalbano, la señora Clementina Vasile Cozzo le gustaba cada vez más.

—Perdone, estoy divagando. Durante cuarenta años, en mi oficio de maestra, no he hecho más que hablar y hablar. Me ha quedado la costumbre. Levántese.

Montalbano obedeció como un buen colegial.

—Sitúese a mi espalda y agáchese hasta la altura de mi cabeza.

Cuando el comisario ya estaba tan cerca que casi parecía que le estuviera hablando al oído, la señora apartó el visillo.

Era como estar en el interior de la primera habitación del despacho del señor Lapecora, pues los visillos de muselina, aplicados directamente a los cristales de la ventana, eran demasiado transparentes para proteger el interior. Gallo y Galluzzo se estaban comiendo unos bocadillos que, en realidad, eran medias hogazas. En el centro, una botella de vino y dos vasos de cartón. La ventana de la señora Clementina se encontraba situada un poco más arriba que la otra y, por un curioso efecto de perspectiva; los dos agentes y los objetos de la estancia se veían ligeramente ampliados.

—En invierno, cuando encendían la luz, se veía mejor —comentó la señora, soltando el visillo.

Montalbano volvió a sentarse.

—Entonces, señora, ¿qué vio? —preguntó. Clementina Vasile Cozzo se lo dijo.

* * *

Una vez finalizado el relato, cuando ya se estaba despidiendo, el comisario oyó que se abría y cerraba la puerta del apartamento.

—Es la asistenta —explicó la señora Clementina. Entró una veinteañera bajita y rechoncha, de cara severa, que miró al intruso con seriedad.

—¿Todo bien? —preguntó en tono receloso.

—Sí, todo bien.

—Entonces me voy a la cocina a calentar el agua —dijo.

Y se retiró, aunque sin tenerlas todas consigo.

—Bueno, señora, le doy las gracias y… —dijo el comisario, levantándose.

—¿Por qué no se queda a comer conmigo?

Montalbano notó que se le encogía el estómago. La señora Clementina era un encanto, pero debía de alimentarse a base de sémola y patatas hervidas.

—La verdad es que tengo mucho que…

—Pina, la asistenta, es una cocinera estupenda, se lo aseguro. Hoy ha preparado pasta a la Norma, ¿sabe?, esa que se hace con berenjenas fritas y requesón salado.

—¡Jesús! —exclamó Montalbano, volviéndose a sentar.

—Y, de segundo, carne de buey guisada en vino blanco con salchichas y verduras.

—¡Jesús! —repitió Montalbano.

—¿Por qué se extraña tanto?

—¿No es una comida un poquito fuerte para usted?

—¿Por qué? Tengo un estómago mejor que el de una chica de veinte años, una de esas que aguantan un día entero con media manzana y una ensalada de zanahorias. A lo mejor, piensa usted lo mismo que mi hijo Giulio.

—No tengo el gusto de saber lo que piensa.

—Dice que, a mi edad, no es correcto comer estas cosas. Me tiene por un poco desvergonzada. Según él, tendría que alimentarme a base de papillitas. Bueno, ¿qué decide, se queda?

—Me quedo —dijo resueltamente el comisario.

Cruzó la calle, subió los tres peldaños y llamó a la puerta del despacho. Le abrió Gallo.

—He relevado a Galluzzo —explicó éste. Después preguntó—: Dottore, ¿viene usted de la comisaría?

—No. ¿Por qué?

—Fazio ha llamado para saber si lo habíamos visto. Lo está buscando. Tiene algo importante que decirle.

El comisario corrió al teléfono.

—Comisario, me he tomado la libertad porque creo que se trata de una novedad significativa. ¿Recuerda que anoche me dijo que enviara órdenes de búsqueda de la tal Karima? Pues, hace cosa de media hora, ha llamado desde Montelusa el dottore Mancuso, de la Brigada de Extranjeros. Dice que ha conseguido averiguar por pura casualidad dónde vive la tunecina.

—Dime.

—Vive en Villaseta, en la Via Garibaldi 70.

—Voy enseguida y nos vamos para allá.

En la puerta de la comisaría lo abordó un cuarentón bien vestido.

—¿Usted es el dottore Montalbano?

—Sí, pero no tengo tiempo.

—Hace dos horas que lo espero. Sus colaboradores no sabían si iba a venir o no. Soy Antonino Lapecora.

—¿El hijo? ¿El médico?

—Sí.

—Mi más sentido pésame. Pase. Pero sólo cinco minutos.

Fazio se le acercó.

—El coche está listo.

—Salimos dentro de cinco minutos. Primero hablo un momento con este señor.

Entraron en el despacho; el comisario le indicó por señas al médico que se sentara y él hizo lo propio al otro lado del escritorio.

—Lo escucho.

—Verá, señor comisario, hace unos quince años que vivo en Valledolmo, donde ejerzo mi profesión. Soy pediatra. Me casé en Valledolmo. Se lo digo porque, desde hace tiempo, las relaciones con mis padres se habían enfriado inevitablemente. Por otra parte, jamás había habido demasiada confianza entre nosotros. Pasábamos juntos las fiestas de guardar, claro, y nos llamábamos por teléfono cada quince días. Por eso me sorprendí mucho cuando, a principios de octubre del año pasado, recibí una carta de mi padre. Ésta.

Se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la carta y se la entregó al comisario.

Queridísimo Nino, sé que esta carta te sorprenderá. He tratado de ocultarte una historia, en la que me he visto envuelto y que ahora amenaza con convertirse en una grave situación para mí. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que ya no puedo seguir así. Necesito urgentemente tu ayuda. Ven enseguida. Y no le hables a mamá de estas líneas. Besos.

Papá

—¿Qué hizo usted?

—Verá, dos días después yo tenía que viajar a Nueva York… Estuve ausente un mes. A mi regreso, llamé a mi padre para preguntarle si todavía me necesitaba y me contestó que no. Después nos vimos personalmente, pero no volvió a hablarme del tema.

—¿Usted tuvo alguna idea de cuál podía ser la peligrosa historia a la que se refería su padre?

—Pensé que era algo relacionado con la empresa, que tenía intención de volver a poner en marcha a pesar de mi opinión decididamente contraria. Incluso discutimos. Además, mi madre me había comentado que mi padre se relacionaba con una mujer que lo obligaba a hacer unos gastos excesivos…

—No siga. Usted creyó, por tanto, que la ayuda que su padre esperaba de usted era un préstamo o algo por el estilo.

—Si he de serle sincero, sí.

—¿Y no hizo nada a pesar del carácter preocupado y preocupante de la carta?

—Bueno, es que…

—¿Usted se gana bien la vida, doctor?

—No me puedo quejar.

—Tengo una curiosidad: ¿por qué ha querido enseñarme la carta?

—Porque, a la vista del homicidio, la perspectiva ha cambiado. Creo que puede ser útil para las investigaciones.

—No, no lo es —dijo tranquilamente Montalbano—. Puede cogerla y guardarla. ¿Usted tiene hijos, doctor?

—Uno. Calogerino, de cuatro años.

—Le deseo que jamás necesite la ayuda de su hijo.

—¿Por qué? —preguntó perplejo el doctor Antonino Lapecora.

—Porque, si de tal palo tal astilla, usted estaría jodido.

—Pero ¿cómo se atreve?

—Como no desaparezca en cuestión de segundos, lo mando detener bajo cualquier pretexto.

El doctor huyó con tanta precipitación que volcó la silla en la que se había sentado. Aurelio Lapecora había pedido desesperadamente ayuda a su hijo y éste había interpuesto el océano entre él y su padre.

Hasta treinta años atrás, Villaseta estaba integrada por una veintena de casas, o más bien casuchas: diez a cada lado del tramo central de la carretera provincial Vigàta-Montelusa. Sin embargo, en los años del «boom» económico, al frenesí inmobiliario (sobre el cual parecía basarse constitucionalmente este país: «Italia es una república fundada en la actividad inmobiliaria») se añadió el delirio viario, y Villaseta se encontró situada en el punto de intersección de tres vías rápidas, una autovía, una llamada «carretera de enlace», dos carreteras provinciales y tres interprovinciales. Algunas de dichas carreteras reservaban al incauto viajero foráneo —después de unos cuantos kilómetros de turístico paisaje con los quitamiedos oportunamente pintados de rojo en los lugares donde habían sido asesinados jueces, policías, carabineros, agentes de la policía judicial e, incluso, funcionarios de prisiones— la sorpresa de terminar inexplicablemente (o demasiado explicablemente) contra la ladera de una loma tan desolada que a uno le entraba la sospecha de que jamás pie humano la había pisado. Otras, en cambio, terminaban de golpe a la orilla del mar, en una playa de fina y dorada arena sin una casa a la vista o un barco en el horizonte, provocando en el incauto viajero una rápida caída en el síndrome de Robinson.

Villaseta, que siempre había seguido el instinto primario de levantar casas a ambos lados de cualquier carretera, no tardó en convertirse en un laberíntico y extenso poblacho.

—¡Cualquiera sabe ahora dónde estará la tal Via Garibaldi! —se quejó Fazio, que iba al volante.

—¿Cuál es la zona más periférica? —preguntó el comisario.

—La que hay al lado de la carretera de Butera.

—Pues vamos hacia allá.

—¿Y cómo sabe usted que Via Garibaldi se encuentra en aquella zona?

—Tú no te preocupes.

Montalbano sabía que no se equivocaba. Sabía, por observación directa, que en los años inmediatamente anteriores al llamado milagro económico, las calles del centro de todos los pueblos y ciudades solían dedicarse, por obligada memoria, a los padres de la patria (tipo Mazzini, Garibaldi, Cavour), a los viejos políticos (Orlando, Sonnino, Crispi) y a los clásicos (Dante, Petrarca, Carducci y, un poco menos, a Leopardi). Pasado el «boom», la toponimia había cambiado, y los padres de la patria, los viejos políticos y los clásicos se habían ido al extrarradio mientras que el centro lo ocupaban ahora Pasolini, Pirandello, De Filippo, Togliatti, De Gasperi y el inevitable Kennedy (bien entendido John y no Bob, por más que Montalbano, en un remoto pueblecito de los montes Nebrodi, hubiera tropezado una vez con una plaza Hermanos Kennedy).

Pero resultó que, por un lado, el comisario acertó y, por otro, se equivocó. Acertó porque, a lo largo de la carretera de Butera, se había producido el previsto desplazamiento centrífugo de los nombres históricos. Pero se equivocó porque las calles de aquel barrio —es un decir— estaban dedicadas, no a los padres de la patria, sino, vete tú a saber por qué, a Verdi, Bellini, Rossini y Donizetti. Desanimado, Fazio decidió preguntar a un anciano campesino montado en un asno cargado de ramas secas. Sólo que el asno decidió no detenerse y Fazio se vio obligado a seguirlo con el motor casi al ralentí.

—Perdón, ¿via Garibaldi?

El anciano pareció no haberle oído.

—¿Via Garibaldi? —repitió Fazio, levantando un poco más la voz.

El viejo se volvió y miró al forastero con expresión enfurecida.

—¿Viva Caribardi? ¿Usted me viene a decir viva Caribardi con todo el follón que está ocurriendo en nuestra tierra? ¡Y un cuerno viva! ¡Caribardi tiene que volver ahora mismo a partirles los morros a toda esta caterva de hijos de puta!