FRAGMENTO CUARTO

Cuando mi madre murió, gozaba de más de veinticinco mil libras de renta; había recibido cincuenta mil escudos por matrimonio, cuatro mil de renta por viudedad, que hacían un fondo de ochenta mil francos; ocho mil libras de pensión de un gran príncipe[14] y seis mil francos de una gran reina, vieja amiga suya; y sin embargo no dejó más que mil doscientos francos contantes y sonantes, pedrerías, muebles y una vajilla de plata; también es verdad que no debía un céntimo. Eramos tres hermanos: yo era el pequeño, el mayor era intendente en provincias, el segundo mandaba un regimiento, y yo contaba con diez mil libras de renta patrimonial, tanto por parte de mi padre como de una tía que me había dejado heredero, más catorce mil libras de renta en beneficios eclesiásticos. Lo primero que les dije a mis hermanos es que quería que se hiciese el reparto de los bienes de nuestra madre; ellos me habían emancipado a fin de no tener que contar con un tutor incómodo con quien hubiéramos tenido que discutir todos los asuntos de la casa y aceptaron mi proposición confiando en que los trataría bien. Teníamos para repartirnos alrededor de setenta mil francos cada uno de los bienes de mi madre; yo tomé las pedrerías por valor de veinte mil francos, muebles por valor de ocho mil y vajilla de plata por valor de seis mil. Todo ello sumaba treinta y cuatro mil francos y aún quedaban treinta y seis mil a mi favor, que les dejé a mis hermanos, más todo lo que pertenecía a mi madre, tanto sus pensiones como su renta de viudedad, que se elevaba a más de cuarenta mil francos. Los tres quedamos satisfechos. Yo estaba encantado de tener hermosas joyas, pues nunca había tenido más que pendientes de doscientas pistolas[15] y algunos anillos, mientras que ahora me veía con pendientes de diez mil francos, una cruz de diamantes de cinco mil y tres bellas sortijas. Había suficiente para adornarse y hacer la hermosa, pues desde mi infancia me ha gustado vestirme de mujer, mi aventura de Burdeos lo demuestra de sobra y, a pesar de que tenía veintidós años, mi rostro se prestaba aún a ello. No tenía nada de barba, pues desde la edad de cinco o seis años se había tenido cuidado de frotarme todos los días con cierta agua que mata el vello de raíz a condición de que se empiece a poner muy pronto, y mis cabellos negros hacían que mi tez pareciese pasable a pesar de que no la tenía muy blanca.

Mi hermano mayor estaba permanentemente en las intendencias y el otro en el ejército, incluso en invierno. El señor de Turenne[16], que lo quería mucho, lo tenía empleado todo el año para que progresara. En una campaña de invierno no se expone la vida y permite ascender más que en dos campañas de verano, en las que uno puede morir en cualquier momento; la razón es que la mayor parte de los jóvenes quiere pasar el invierno en París para poder ir a la comedia y a la ópera y frecuentar a las damas; pocos sacrifican el placer a la fortuna. Así que yo no estaba constreñido por nadie y me abandoné a mi inclinación. Sucedió que la señora de La Fayette, a quien visitaba muy a menudo, viéndome siempre muy arreglado con pendientes y lunares, me dijo en confianza que aquello no era moda de hombres y que haría mucho mejor en vestirme de mujer. Apoyado en tan gran autoridad, me hice cortar el cabello para poder peinarme mejor; tenía una cantidad prodigiosa, y hacía falta mucho en aquel tiempo si no se querían llevar postizos; se llevaban ricitos pequeños sobre la frente y otros más grandes a los lados de la cara y alrededor de la cabeza, y detrás un gran rodete de pelo trenzado con cintas y perlas, si se poseían. Tenía muchos vestidos de mujer, de modo que me puse el más bonito y fui a rendirle visita a la señora de La Fayette con mis pendientes, mi cruz de diamantes, mis anillos y diez o doce lunares; al verme comenzó a gritar: «¡Oh, qué preciosidad, veo que habéis seguido mi consejo y habéis hecho bien! Preguntad si no al señor de la R. (que estaba en su habitación[17]). Me hicieron dar vueltas y más vueltas y se mostraron muy satisfechos. A las mujeres les gusta que se sigan sus consejos y la señora de La Fayette se creyó obligada a hacer que el mundillo aprobase lo que me había aconsejado tal vez un poco a la ligera. Eso me dio valor y durante dos meses seguí vistiéndome todos los días de mujer; hacía visitas, iba a la iglesia, al sermón, a la ópera, a la comedia, y me parecía que todo el mundo se había acostumbrado; hacía que mis lacayos me llamaran señora de Sancy y me hice pintar por Ferdinand, famoso pintor italiano, que me hizo un retrato que todos vinieron a ver. En fin, satisfacía plenamente mi afición.

Siempre que Monsieur, el hermano del rey, estaba en París iba yo al Palais Royal; me hacía mil demostraciones de afecto porque teníamos inclinaciones semejantes. Él hubiera deseado poder vestirse también de mujer pero no se atrevía a causa de su dignidad (los príncipes son prisioneros de su grandeza). Por la noche se ponía cucuruchos, pendientes y lunares y se contemplaba en el espejo. Adulado por sus amantes, daba todos los años un gran baile el lunes de carnaval. Me ordenó acudir con vestido de gala, sin máscara, y encargó al caballero de Pradine conducirme a la courante[18]. La reunión fue espléndida: había treinta y cuatro mujeres adornadas con perlas y diamantes.

Me encontraron muy bien; dancé a la perfección, pues estaba hecho para el baile. Monsieur lo abrió con la señorita de Brancas, que era muy guapa (más tarde se convirtió en princesa de Harcourt), y poco después fue a vestirse de mujer y regresó al baile enmascarado; pero todo el mundo lo reconoció, pues no buscaba el misterio, y el caballero de Lorraine[19] le dio la mano, bailó el minué y luego fue a sentarse en medio de las damas. Se hizo de rogar un poco antes de quitarse la máscara, pero no deseaba otra cosa que ser contemplado. Imposible decir hasta qué punto llevó su coquetería, mirándose en los espejos, poniéndose lunares, cambiándolos de lugar, y yo me comporté aún peor. Cuando los hombres se creen bellos se empeñan en su belleza el doble que las mujeres. Sea como fuere, este baile me proporcionó una gran fama y me atrajo muchos cortejadores, la mayoría para divertirse y algunos de buena fe.

Aquella vida era deliciosa hasta que la extravagancia o, mejor dicho, la brutalidad del señor de Montausier[20] lo estropeó todo. Había traído al señor delfín a París, a la Ópera, y lo había dejado en un palco con la duquesa de Usez, su hija, para hacer algunas visitas en la ciudad. No le gustaba la música. Hacía media hora que había comenzado la ópera cuando la señora de Usez me vio en un palco al otro lado de la platea. Mis pendientes brillaban de un extremo a otro de la sala. La señora me quería mucho, tuvo ganas de verme de cerca y envió a La…, que estaba al servicio del señor delfín, a decirme que fuera a visitarla; fui en seguida y no sabría decir los cumplidos que el joven príncipe me hizo. Debía de tener unos doce años. Yo llevaba un vestido blanco con flores doradas y adornos de raso negro, lazos color de rosa, diamantes, lunares. Me encontraron muy guapa. Monseñor quiso que me quedara en su palco y me invitó a tomar parte en la colación que se sirvió; yo estaba en la gloria. Pero llegó Aguafiestas Montausier de sus visitas y la señora de Usez le dijo quién era y le preguntó si me encontraba de su gusto. Me contempló durante unos instantes y luego me dijo:

—Reconozco, señora o señorita, no sé cómo debo llamaros, reconozco que sois hermosa, pero ¿de verdad no sentís vergüenza de llevar semejante vestimenta y hacer de mujer, teniendo la suerte de no serlo? Id, id a esconderos, pues el señor delfín os encuentra muy mal así.

—Perdonadme, señor —respondió el joven príncipe—, pero yo la encuentro bella como un ángel.

Estaba muy disgustada y salí de la Ópera sin volver a mi palco, resuelta a abandonar unos atavíos que me habían valido una reprimenda tan desagradable, pero no pude decidirme a ello. Opté por irme a vivir durante tres o cuatro años a una provincia donde no fuera conocida y donde pudiera hacer la hermosa tanto como se me antojara.

Tras examinar el mapa, pensé que la villa de Bourges[21] me convenía; nunca había estado allí, no era lugar de paso del ejército y podría hacer lo que quisiera. Deseaba ir en persona a conocer el lugar y partí en la carroza de Bourges, con un solo criado llamado Bouju, que estaba conmigo desde mi infancia. Como tenía los cabellos negros, me puse una peluca rubia para que al volver nadie me reconociese. Nos alojamos en la mejor posada y al día siguiente me paseé por la ciudad, que encontré muy de mi gusto. Me informé de si había alguna casa de campo en venta en la vecindad y me dijeron que el castillo de Crespon estaba en subasta y que pertenecía a un tesorero de Francia llamado señor Gaillot. Fui a ver la propiedad y me encontré con un lugar encantador, una casa construida veinte años atrás que se vendía completamente amueblada, un parque de cien hectáreas, arriates, huertos, estanques, un bosquecillo, buenas murallas y, al extremo del parque, una gran verja de hierro que daba a un riachuelo que hubiera sido navegable de no haber tenido varios molinos en los que se molía harina para la ciudad de Bourges; pero observé que frente al parque había alrededor de media legua sin molinos y que podía disponer de una pequeña ribera por donde pasearme. Estaba encantado.

Me dijeron que la subasta se tramitaba en el Châtelet de París: no quise ver nada más y regresé a París, impaciente por adquirir el señorío de Crespon; había allí una importante población.

En cuanto llegué, fui a buscar a los procuradores, cuyo nombre y dirección había tomado; me dijeron que la tierra había sido tasada en veintiuna mil libras y que para conseguirla era necesario elevar la oferta a veintiocho mil. En Bourges me habían asegurado que valía más de diez mil escudos. Yo la deseaba, pujé y me vi en posesión de la tierra. El señor Acarel, mi encargado de negocios, la adquirió en su nombre y el mismo día me hizo una declaración por escrito; partió pocos días después para tomar posesión de ella. Yo le había confiado mi proyecto. Al señor Gaillot le pareció de maravilla, pues ganaba siete mil francos que no se esperaba. El señor Acarel le dijo que la tierra era para una joven viuda llamada condesa Des Barres, que quería establecerse allí. Acarel conservó al portero y el señor Gaillot le prometió que lo vigilaría todo hasta la llegada de la joven condesa.

El señor Acarel regresó encantado de mi nueva adquisición; yo ardía en deseos de partir, pero necesité más de seis semanas para los preparativos. Escribí a mis hermanos que iba a estar de viaje durante dos o tres años y que le dejaba una procuración general al señor Acarel.

La mujer de Bouju era muy diestra y me peinaba a la perfección, y cuando le dije que no quería abandonar los atavíos de mujer me aconsejó que siguiera cortándome los cabellos a la moda y así lo hice; ya no había forma de echarse atrás. Me hice dos trajes magníficos de paño dorado y plateado y cuatro vestidos más sencillos pero muy bonitos; compré adornos de todas clases, cintas, cofias, guantes, manguitos, abanicos y demás, pensando con acierto que en provincias no iba a encontrar nada de aquello. Con el pretexto de mi viaje despedí a todos mis criados y les pagué; luego alquilé una pequeña habitación amueblada cerca del Palais Royal y Bouju alquiló una casa por un mes en el barrio de Saint-Honoré, donde hizo conducir mi carroza, cuatro caballos de tiro y uno de montar; contrató también a un buen cochero, un cocinero, un palafrenero que servía de postillón, una doncella para vestirme y lavar la ropa blanca y tres lacayos, dos principales y uno auxiliar, para llevarme la cola; hizo repintar mi carroza de ébano y poner unas iniciales con un cordoncillo para indicar mi viudedad; y cuando todo estuvo dispuesto, vino a buscarme a mi habitación. Su mujer me trajo una griseta[22] muy apropiada, que me puse con una cofia y una máscara; en aquel tiempo eso era muy cómodo y no había temor a ser reconocido. Bouju pagó a la posadera y subimos a una carroza de alquiler que nos esperaba a la puerta. Fuimos a la casa del barrio de Saint-Honoré, donde mis nuevos sirvientes reconocieron a la señora condesa Des Barres como su ama. Parecían contentos de verme y les prometí tratarlos bien siempre que me sirvieran con afecto y no riñeran entre sí. Dos días después partimos para Bourges y quise que el señor Acarel me ayudase a instalarme; estaba en mi carroza con la señora Bouju. Su marido y Angélique, mi doncella, estaban en la carroza de alquiler; el cocinero montaba el caballo de silla. En los cofres de mi carroza llevaba mi vajilla de plata y, bajo mis pies, mi joyero, que no perdía de vista; mis muebles, camas, cortinajes, trajes y ropa blanca estaban en los compartimentos de la otra carroza, a la que habían enganchado dos caballos de más de tan cargada como iba, a pesar de que estábamos en mayo y los caminos se hallaban en muy buen estado. Partimos todos el mismo día e hicimos las mismas etapas que la carroza de carga a fin de disponer todas las noches de mis sirvientes. En la primera parada vi, al descender de la carroza, a uno de mis primos hermanos en la puerta de la posada, pero no me quité la máscara y no me reconoció; partimos al día siguiente antes de que se levantara.

Al llegar a Bourges nos dirigimos a casa del señor Gaillot. El señor Acarel le había comunicado por escrito el día y la hora de nuestra llegada y su carroza vino a nuestro encuentro a un cuarto de legua de la ciudad; subió a la mía, y el señor Acarel y la señora Bouju subieron a la suya. Fue muy agradable hablar con él en privado, me hizo un retrato fiel de toda la ciudad de Bourges y me pareció un hombre sensato pese a que había llevado mal sus negocios, aunque aún le quedaban bienes. Llegamos a su casa, me presentó a su mujer y me llevó a mi apartamento, donde me dejó sin intentar darme conversación, lo que me hizo pensar que no era tan provinciano como creía. Al día siguiente fui a ver mi casa, que me gustó todavía más, e hice que llevaran allí todos mis muebles; tuve que permanecer cuatro o cinco días en casa del señor Gaillot hasta que todo estuvo en orden. No vi a nadie en Bourges ni hice ninguna visita; sólo iba a misa, y cuando advertía que sentían interés por verme me quitaba un momento la máscara, lo que redoblaba su curiosidad. Finalmente fui a establecerme de veras en Crespon, donde conocí a un cura que era hombre de bien sin dárselas de santurrón. Apreciaba el orden y la alegría y sabía conjugar los deberes de su estado con los placeres de la vida. Vi en seguida que nos entenderíamos de maravilla y le di a conocer mi carácter para que pudiera acomodarse a él, lo que era justo, y le aseguré que no quería que se sintiera obligado a nada por mi causa porque yo no pensaba sentirme obligada por la suya. Le dije que iría asiduamente a la parroquia, que procuraría oír los sermones de cuaresma de buenos predicadores, que cuidaría de los pobres, que le rogaba que fuéramos amigos y que viniera a menudo a cenar a mi casa sin cumplidos, que no por ello pondría una cacerola más grande al fuego, y cumplí mi palabra. Para la cena tenía siempre buena sopa y dos abundantes entradas, cocido y dos bandejas de entremeses, buen pan, buen vino, y la carne a punto de entrar en el asador en cuanto llegase alguien.

Había en la aldea dos o tres casas de gentilhombres no demasiado acomodados. El cura me trajo al caballero de Hannecourt, que me pareció un espíritu dulce y mediocre, pero bello como el día, y él lo sabía bien. Había sido mosquetero y había participado en tres o cuatro campañas, pero el oficio le había parecido rudo y hacía dos años que había vuelto a su tierra a verlas venir. En seguida se hizo el apasionado, pero no hice caso de sus carantoñas y pensé que sólo me encontraba bella porque era rica; lo traté sin embargo muy cortésmente y soporté sus asiduidades.

Cuando mi casa estuvo instalada fui a Bourges. Llevaba adrede un vestido muy digno pero muy sencillo, con encajes mediocres, ningún diamante, pendientes de oro, un tocado muy discreto, una cofia que no me quitaba durante las visitas, cintas negras y ningún lunar.

Fui a casa del señor y la señora Gaillot, quienes me llevaron a casa del señor Du Coudray, lugarteniente general. Era un hombre muy feo pero de buen aspecto y con mucho ingenio; me recibió con gran deferencia y me presentó a su mujer y a su hija. La mujer tenía unos cincuenta años y se veía que había sido hermosa; la hija tenía quince o dieciséis años y era negra como una mosca en la leche, pero tan vivaracha y de tan buen humor que resultaba muy simpática.

Mientras me encontraba allí, llegó una visita. Era la marquesa de la Grise con su hija, que me pareció muy bonita. No me dio tiempo a examinarla, pues anochecía y regresé a mi casa.

Hice gran amistad con la lugarteniente general, que me devolvió la visita al día siguiente; tuve el placer de mostrarle los aposentos transformados y arreglados de modo muy distinto a como ella los había visto. Mi alcoba era magnífica, con una tapicería de Flandes de las más finas, un lecho de terciopelo encarnado con franjas de oro y seda, canapés hechos con mis faldas viejas y una chimenea de mármol; sólo faltaban los espejos, pero los tuve muy bellos quince días más tarde. La señora marquesa Du Tronc acababa de morir en su castillo, a tres o cuatro leguas de Bourges, sus muebles fueron vendidos y compré muy baratos dos entrepaños de cristal, otros dos de chimenea, un gran espejo y un candelabro de cristal. Júzguese si mi alcoba estaba o no bien engalanada. En la planta principal tenía una antecámara, la gran alcoba, un gabinete y una galería sobre el jardín, y arriba un dormitorio, un pequeño oratorio y dos guardarropas con una escalerilla de salida. Al otro lado de la escalera había un comedor que comunicaba con la cocina. Tenía también en los bajos un apartamento destinado a los huéspedes, más un corredor a todo lo largo del edificio al que daban cinco o seis habitaciones con buenas camas; por no hablar de las habitaciones de mis criados y de las cuadras, donde no faltaba de nada.

Llevé a la señora lugarteniente general por toda la casa y le ofrecí una excelente comida, a pesar de que había venido pasado el mediodía para que yo no tuviera que preparar nada extraordinario. Me rogó que le hiciera el honor de comer en su casa el jueves siguiente y me dijo que reuniría a las principales damas de la ciudad, que se morían de ganas de conocerme.

Me presenté el día señalado, pero esta vez con mis mejores galas; hasta entonces sólo había ido a Bourges muy descuidada. Me puse un corpiño de tela plateada bordada con flores naturales, una gran cola y una falda también muy larga; el vestido estaba recogido a los lados con cintas amarillas y plateadas y un gran moño detrás para marcar el talle; el corpiño era alto y estaba relleno para hacer creer que tenía pecho, y efectivamente tenía tanto como una muchacha de quince años. Desde la infancia me habían puesto fajas muy apretadas que desplazaban mi carne rolliza hacia arriba. Cuidaba mucho también mi cuello, que frotaba todas las noches con agua de ternera y pomada de pies de carnero, que dejan la piel suave y blanca. Había peinado mis cabellos negros con grandes rizos, lucía mis pendientes de diamantes, una docena de lunares y un collar de perlas falsas más bonitas que las verdaderas. Por lo demás, viéndome con tanta pedrería fina, nadie hubiera pensado nunca que llevara nada falso. Había cambiado en París mi cruz de diamantes, que no me gustaba, por cinco alfileres que me ponía en el cabello; mi peinado estaba guarnecido con cintas amarillas y plateadas, que armonizaban muy bien con mi pelo negro; sin cofia, pues estábamos en junio; una gran máscara que me protegía las mejillas del sol, guantes blancos, un abanico: he aquí mi atavío; jamás se hubiese adivinado que no era una mujer.

Subí a la carroza con la señora Bouju a las once y media para ir a Bourges, y llegué a mediodía a casa de la señora lugarteniente general, que iba a subir a la suya; al verme, quiso volver a su casa, pero se lo impedí cuando supe que iba a escuchar misa a la catedral; era la misa de las perezosas y estarían todas las bellas y los galanes de la ciudad; subí a su carroza y fuimos a la catedral. Me miraron a más y mejor; mi tocado, mi vestido, mis diamantes, la novedad, todo llamaba la atención. Después de misa, los curiosos nos hicieron calle al subir a nuestra carroza y oí varias voces entre la multitud que decían: «¡Qué hermosa mujer!», lo que me produjo un gran placer. Los invitados esperaban en la casa. El señor lugarteniente general vino para darme la mano al bajar de la carroza, y encontré en el apartamento a la marquesa de la Grise y su hija, al señor y la señora Gaillot y al abate de Saint-Siphorien, que tenía una abadía a dos leguas de Bourges; era un anciano con mucho ingenio, que usaba de la galantería de otros tiempos.

—Señora —me dijo—, me han contado mucho pero yo encuentro aún más.

Respondí a sus cumplidos y abracé a la señora de la Grise, que me pareció una buena mujer; tendría unos cuarenta años y no presumía; todo su amor propio se volcaba en su hija, que se lo merecía. Era una de esas bellezas finas, sin artificio, de rasgos pequeños, una linda tez, pequeños ojos llenos de fuego, la boca grande, dientes bonitos, labios encarnados y bien dibujados, cabellos rubios, el pecho admirable y, aunque tenía dieciséis años, sólo aparentaba doce. La acaricié mucho, me gustó, la besé cinco o seis veces seguidas, la madre estaba encantada; le arreglé el peinado, que no tenía buen aspecto, le dije amistosamente que enseñaba demasiado el pecho y le enseñé a ponerse el escote un poco más alto; la pobre madre no tenía palabras para agradecérmelo.

—Señora —le dije—, tengo conmigo a una mujer que me ha criado y que es muy hábil, ella es quien me peina y me parece que no estoy del todo mal.

Todo el mundo exclamó que no podía estar mejor peinada y que se veía que venía de París, donde las mujeres son tan elegantes.

—No es que no sepa peinarme —añadí—, una es a veces perezosa, pero para una señorita es una gran ventaja poder prescindir de su doncella cuando lo desea. Señora, si queréis confiarme a la señorita vuestra hija durante ocho días, os garantizo que sabrá peinarse perfectamente. La haré estudiar ese bonito oficio tres horas al día, no la perderé de vista, dormirá conmigo y será mi hermanita.

La señora de la Grise me respondió que tendría el honor de ir a visitarme para agradecerme todas las bondades que tenía con su hija y no insistí más.

Se anunció la comida; éramos doce a la mesa; la comida fue abundante pero bastante mal servida; el marido y la mujer daban continuamente órdenes, a veces contradictorias; era un griterío incesante. En cuanto a mí, hablé con mis sirvientes[23] y no me preocupé de nada más; todo iba a la buena de Dios pero, en general, fue bien.

Después de la comida, bebimos todos un vasito de rosolío de Turín; en aquella época no se conocían ni el café ni el chocolate, y el té empezaba a introducirse. A las cuatro pasamos a un amplio gabinete, donde nos esperaba la orquesta; estaba compuesta por una tiorba, una viola, un bajo de viola y un violín; una muchacha tocaba el clave y pretendía acompañar, pero lo hacía muy mal, aunque no era culpa suya, pues se había resistido a ello todo cuanto pudo; el organista de la catedral, que era quien debía tocar, estaba enfermo, pero la señora lugarteniente quería darnos un concierto a toda costa, fuera malo o bueno. Comenzó y se encaminó en seguida a una ruidosa confusión. No pude evitar darle algunos consejos a la señorita y decirle que el clave estaba un semitono demasiado bajo, que había que hacer ciertas pausas y observar algunos silencios en determinadas partes; pero mis consejos fueron inútiles porque no sabía bastante música para seguirlos.

—Pero, señora —me dijo el anciano abate de Saint-Siphorien—, habláis como si conocierais perfectamente la música. Sentaos y haced vos el acompañamiento.

La pobre muchacha dejó inmediatamente su lugar y todos insistieron tanto que me senté al clave. Primero quise dar una idea de mi capacidad e interpreté algunos preludios de fantasía y La descente de Mars, que exige una gran ligereza de manos; los músicos comprendieron con quién se las tenían y me rogaron que condujera el concierto. No me costó mucho; acompañé de corrido toda clase de música, incluso italiana. El concierto sonó preciso y con ritmo, de modo que a las ocho todos creyeron que no eran más que las seis. La señora Bouju vino a avisarme de que mi carroza me esperaba. No me gustaba andar de noche con mis joyas, así que me despedí de la reunión, les rogué que vinieran a verme y me lo prometieron. No creí que cumplieran su palabra tan pronto. Al día siguiente a mediodía los vi llegar en una carroza grande y vieja con cortinillas de la marquesa de la Grise; de ella salieron la marquesa y su hija, el lugarteniente general, su mujer y su hija, y el abate de Saint-Siphorien. Era un buen hombre y todos deseaban su compañía. Vi la carroza desde la ventana. Me encontraba en negligé: una bata de tafetán encarnado cerrada con una hilera de lazos blancos, chal, cofia con cucuruchos de encaje y cintas encarnadas en la cabeza, ni un lunar, pequeños pendientes de oro; bajé las escaleras y los recibí con la misma alegría que si hubiera estado muy ataviada.

—Señoras —les dije—. Ya me habéis visto de todas las maneras.

—Y yo no sé —dijo el viejo abate—, de qué modo estáis mejor, lo que sé es que hace cuarenta años me habría gustado más la pastora que la princesa.

Se echaron a reír. Les propuse visitar el jardín y los conduje hasta el bosque a fin de darle tiempo a mi cocinero de preparar el asado. Media hora después vino a decirnos que estaba servido; la comida fue ligera y buena.

—Señoras —les dije—, sólo os he ofrecido lo imprescindible, pero en mi casa siempre lo hallaréis y deseo que vengáis a menudo.

La señorita de la Grise me pareció más bonita que nunca, y con el pretexto de enseñarle algo en el clave pude hablarle a solas:

—Mi bella niña —le dije—, no me queréis nada.

Se me echó al cuello por toda respuesta.

—Habladme con franqueza. ¿Os gustaría pasar ocho días conmigo?

Se echó a llorar y me abrazó con tanta ternura, que comprendí que había tocado su corazoncito.

—Pero —añadí—, ¿consentirá en ello vuestra señora madre?

—Mi querida madre se muere de ganas, pero no se atreve a decíroslo. Teme que todo lo que me habéis dicho sea tan sólo un cumplido.

—Pues bien, querida niña —le dije, besándola con toda mi alma—, haré que la conversación recaiga sobre vuestro peinado y veremos qué dice.

Volvimos a la reunión y, con el pretexto de dar alguna orden, le hice una seña a la señora Bouju, que poco después pasó por la sala donde estábamos para ir al guardarropa; la llamé y le dije:

—Señora, mirad el peinado de la señorita de la Grise. ¿Qué os parece?

Ella la hizo girar y dijo:

—La verdad, señora, es una lástima que una muchacha tan guapa y con unos cabellos tan hermosos lleve un peinado tan poco acorde con su rostro.

Después nos hizo notar que llevaba demasiado cabello sobre la frente y que los rizos le oscurecían la cara y le ocultaban las bonitas mejillas. Tomé la palabra y le dije a la señora de la Grise:

—¿Queréis que os envíe mañana a la señora Bouju para que peine a la señorita de la Grise? Veréis qué diferencia.

El viejo abate nos interrumpió:

—¿Es justo señora, que os privéis de vuestra servidumbre? Ayer ofrecisteis a la señora de la Grise tener ocho días a su hija y devolverla experta en peinados.

—Si la señora condesa le ofreciese lo mismo a mi hija, le tomaría la palabra —dijo la señora lugarteniente general.

—Y yo —dijo su hija— estaría muy contenta.

—¡Ay, señora —exclamó la señora de la Grise—, no os mezcléis en nuestro trato!

—Mis bellas señoritas —les dije, riendo—, me quedaré con la que más me quiera.

—¡Yo, yo! —exclamaron las dos al mismo tiempo, lanzándose a mi cuello.

Su pequeña disputa regocijó a la reunión.

—No os enfadéis —les dije—. Podemos contentar a las dos, una después de la otra.

Lo dije para que creyeran que quería a las dos por igual.

—Es justo —dijo la señora de la Grise— que mi hija sea la primera: vedla ya dispuesta.

—No soy celosa —dijo la lugarteniente general—, con tal de que la mía tenga su ocasión.

—Como gustéis —dije—. Las quiero mucho a las dos y estaré encantada de rendirles este pequeño servicio.

Se decidió que la señorita de la Grise se quedaría en mi casa y la señorita Du Coudray vendría después a hacer el mismo aprendizaje. Las damas regresaron a Bourges y aquella misma noche se le trajeron a la señorita de la Grise sus tocados de noche y su ropa. Mandé a buscar al señor cura para que cenase con nosotras, trajo al caballero de Hannecourt y yo les presenté a mi pequeña huésped, que reía sintiéndose en la gloria. Después de cenar, despedí al cura y al caballero. Estaba impaciente por acostarme y creo que la chiquilla lo deseaba tanto como yo. La señora Bouju le hizo un peinado de noche y la hizo acostar la primera en mi cama del lado de la pared, yo llegué poco después y cuando estuve acostada le dije:

—Acercaos, corazoncito.

No se hizo de rogar y nos besamos con mucha ternura, nuestras bocas se pegaron la una a la otra. Tuve largo tiempo a la pequeña entre mis brazos y besé su pecho, que era muy bonito, y puse también su mano sobre el poco que yo tenía, a fin de que se asegurase del todo de que yo era una mujer; el primer día no fui más lejos; me conformé con ver que me quería con todo su corazón. Al día siguiente recibimos visitas del vecindario. La pequeña se aburría y me decía en voz baja «¡Mi bella dama (nombre que decidió darme), qué largo se me hace el día!», y comprendí lo que quería decir. Una vez acostadas no hubo que decirle que se acercara, quiso comerme a caricias, yo estallaba de amor y me impuse el deber de darle verdaderos placeres. Primero me dijo que le hacía daño, y luego lanzó un grito que obligó a la señora Bouju a levantarse para ver qué sucedía. Nos encontró muy cerca una de otra; la pequeña lloraba, a pesar de lo cual tuvo el coraje de decirle a la señora Bouju:

—Señora, no es más que un calambre muy doloroso que me da a menudo.

La besé de todo corazón sin soltar la presa.

—¡Ay, qué dolor! —gritó de nuevo.

—Señorita —dijo la Bouju, que era una vieja socarrona—, se os pasará el dolor y luego estaréis muy gusto.

En efecto, el mal pasó y las lágrimas de dolor se convirtieron en lágrimas de placer; me abrazaba con todas sus fuerzas y no decía palabra.

—¿Me quieres de verdad, corazoncito? —le pregunté.

—¡Ay, sí, estoy fuera de mí, no sé lo que me hago! Y vos, ¿me amaréis siempre, mi bella dama?

Le respondí con cinco o seis besos húmedos y empecé con la misma canción. No fue tan penoso como la primera vez y la pequeña dejó de gritar, sólo lanzaba largos suspiros que le salían del corazón. Nos dormimos, pues nuestros placeres no nos hacían olvidar lo que le habíamos prometido a su madre. La Bouju se aplicó a la tarea de enseñarle a peinarse, pero le dije que alargase sus lecciones por lo menos quince días. Sentía temor de perder a mi amiguita y pensaba con desdén en la que iba a sucederle. Tres días después, la señora de la Grise vino a comer con nosotras. Le advertí a la pequeña que no era necesario decirle lo mucho que nos amábamos, y me respondió:

—¡Oh, me guardaré muy bien de hablarle a mi querida madre de los placeres que sentimos una con otra! Se pondría celosa, pues dormimos casi siempre juntas y no estamos tan a gusto. Quiero mucho a mi madre, pero quiero mil veces más a mi bella dama.

La inocencia de esta pobre niña me causaba placer y un poco de pena, pero aparté un pensamiento que hubiera podido turbar mi alegría.

La señora de la Grise encontró a su hija muy bien peinada, pero no tuvo el placer de verla aplicada a la tarea.

—Señora —le dije—, permaneced el resto de la jornada con nosotras y mañana veréis cómo se desempeña. Mi cama es grande, nos acostaremos juntas y la pequeña se acostará con la Bouju.

Se hizo de rogar un poco, pero aceptó; luego me sentí muy contrariada porque era una noche perdida pero, por otra parte, me aseguraba de maravilla la confianza de la madre. Comimos, paseamos por el parque, y por la noche después de cenar le hice recitar unos versos a la señorita de la Grise. Yo era buena actriz: había sido mi primer oficio.

—He escogido —le dije a la madre— una comedia religiosa (se trataba de Polyeucte), en la que sólo encontraréis buenos sentimientos.

La chiquilla recitaba los versos bastante mal, pero observé que con un poco de aplicación los diría tan bien como yo; los entendía, y basta entender para recitar bien. La señora de la Grise no se cansaba de darme las gracias; le hice pequeñas confidencias sobre su hija para que la reprendiese un poco: no se mantenía bastante erguida, era desaliñada, no ordenaba su vestuario; esto obró maravillas y le hizo comprender que sólo quería su bien y que no estaba colada por ella. Cenamos y nos acostamos; sólo habían puesto sábanas blancas para la señora de la Grise. Una vez acostadas, me acerqué a ella, la besé dos o tres veces, me acomodé luego en mi rincón y le dije:

—Durmamos. Así es, señora, como hago con vuestra niña y os aseguro que duerme como un lirón. Hace ejercicio todo el día, corre por el jardín con Angélique y necesita dormir.

Al día siguiente, la pobre madre quedó encantada cuando le vio enrollar un rizo con una destreza sorprendente. La Bouju le decía:

—Os aseguro, señora, que en quince días la señorita sabrá tanto como yo.

Comimos y la señora de la Grise se marchó, lo que nos puso muy contentas.

—¡Cuánto nos besaremos esta noche! —decía la pequeña—. Me parece que hace diez años que no abrazo a mi bella dama.

En cuanto cenamos, nos acostamos. Había que recuperar el tiempo perdido. Nos dimos nuestros placeres de costumbre, la pobre niña no entendía de sutilezas. Cuatro o cinco días después, la lugarteniente general y su hija, la señora de la Grise y el buen abate vinieron a comer con nosotras y se quedaron todo el día. La pequeña Du Coudray, que era muy aguda, decía insistentemente:

—La verdad, señorita de la Grise, me parece mucho tiempo para aprender a peinar. Creo que yo habría acabado con el asunto en cuatro lecciones. Pidieron sólo ocho días y ya van más de quince.

Creía ganar algo para su causa, pero la perdía. Yo hubiera querido tenerla bien lejos, amaba a mi amiguita y a ella no la quería en absoluto.

Disfrutamos tres semanas más de placeres. La señorita de la Grise se peinaba perfectamente bien; la llevé con su madre, pero ese día quise que se peinara sola, sin ayuda de la Bouju. Antes de salir, le puse en las orejas unos bonitos pendientes con un rubí rodeado de doce diamantes pequeños.

—Os haría un regalo mejor —le dije—, pero eso daría que hablar, corazoncito.

La señora de la Grise quedó encantada; la mostraba a todo el mundo y aseguraba que tenía mi palabra de que se había peinado ella sola; puso algunos reparos a dejarle tomar los pendientes.

—Es una fruslería —le dije—. Los tengo desde niña y ya no me sirven.

La señora lugarteniente general le dijo, riendo:

—Me daría por satisfecha si la señora condesa le diese otro tanto a mi hija.

Me la estaba ofreciendo y tenía que tomarla, me había comprometido a ello. Me la llevé, pero sólo la tuve ocho días conmigo. La Bouju le enseñó a peinarse tan prodigiosamente deprisa que yo estaba asombrada. Era un espíritu vivo, ardiente, que se peinaba por la mañana y, en lugar de irse a pasear, se despeinaba después de comer y se volvía a peinar por la noche. Dormía conmigo, la besaba al acostarnos, recibía sus pequeñas caricias, pero no me atrevía a nada con ella. Aunque menos atrayente que la señorita de la Grise, me parecía más perspicaz y tal vez más instruida. Nunca hubiera creído como Agnes que los niños se hacen por la oreja. Era zalamera a más no poder y quizá la hubiera amado si no hubiera conocido a la otra. En fin, al cabo de ocho días la devolvía a Bourges triunfalmente: se peinaba muy bien y creía haber ganado una batalla al aprender tan rápido. Su madre compartió su triunfo. La señorita de la Grise reconoció que había necesitado un mes para aprender lo mismo.

—Vos sabéis a qué se debe, mi bella dama —me dijo en privado—, pero no me importa que todo el mundo piense que soy tonta con tal de que vos no penséis lo mismo.

Dos días después, vinieron a decirme que el señor intendente general había llegado a Bourges para la recaudación de impuestos; se llamaba señor de la Barre y había sido recaudador en Auvernia; más tarde tomó la espada, llevó a cabo grandes acciones militares y se convirtió en virrey del Canadá, donde murió. Creí mi deber y mi interés hacerle una visita. Me presenté muy discretamente vestida, sólo llevaba mis pendientes de diamantes y tres o cuatro lunares. La lugarteniente general me presentó y el señor de la Barre me recibió de maravilla. Le habían hablado de mí. Tres o cuatro días después, la lugarteniente general me avisó por la mañana de que vendría a visitarme y que le había rogado formar parte de la reunión. Le preparé una pequeña fiesta. Ese día me puse mi mejor vestido. Me peiné con cintas amarillas y plateadas, mis grandes pendientes, un collar de perlas y una docena de lunares, nada olvidé en mi arreglo. Llegó a mediodía, con el lugarteniente general, su mujer y su hija, y en cuanto vi su carroza en la avenida, bajé a recibirlo; los intendentes son los reyes de las provincias y cualquier honor que se les haga es poco. Pareció sorprendido de la belleza de mi casa y la prestancia de mis muebles. Les propuse dar un paseo por el jardín mientras esperábamos que nos sirviesen. El señor cura y el caballero de Hannecourt me ayudaron a hacerle los honores. Media hora después volvimos a casa y vimos llegar a la señora y la señorita de la Grise con el abate de Saint-Siphorien. Nos sentamos a la mesa, la comida fue abundante y delicada, todo era bueno. Pasamos luego a mi gabinete, donde la música nos esperaba ya. Había hecho venir a los músicos de Bourges y me senté al clave para acompañarlos.

—¡Cómo! —exclamó el señor intendente—. ¿La señora condesa también toca?

Respondí con tres o cuarto piezas de La Chambonnière, que toqué sola, y después comenzó el concierto. La orquesta estaba compuesta por una viola y una viola baja, una tiorba, un violín y mi clave, y sólo interpretamos piezas que habíamos ensayado bien. El intendente pareció complacido; el concierto duró hasta las seis de la tarde. Se propuso un paseo, pues sólo habíamos llegado hasta la entrada del parque, así que fuimos hasta la verja y vimos a orillas del riachuelo una pequeña ensenada que había mandado construir hacía poco. Contaba con asientos bien acolchados y en el centro una mesa cubierta con todas las frutas de la estación; las señoritas se mostraron encantadas y comieron una gran cantidad de melocotones.

Nos paseamos durante más de hora y media, y después de tomar un refrigerio propuse hacer teatro para el señor intendente; le había enseñado a la señorita de la Grise una escena de Polyeucte.

—Vamos, señorita —le dije—, tomad el sombrero del señor intendente, os traerá suerte. Vos seréis Sévère y yo Pauline.

Empezamos; el pobre intendente lanzaba continuas exclamaciones.

—He visto a la Duparc, pero ni se aproxima a la señora condesa.

—Ah, señor intendente —le dije—, éste fue mi primer oficio. Mi madre organizó una compañía con sus vecinos y vecinas y todos los días interpretábamos Cinna o Polyeucte o cualquier otra pieza de Corneille.

La pequeña de la Grise no lo hizo del todo mal. Se acercaba la noche y volvimos al parque, pues había bastante camino; las carrozas esperaban; el grupo se fue muy contento de la recepción y mi parroquia quedó en buen lugar; el señor cura no olvidó recomendarla al señor intendente.

La señora de la Grise tenía tanta necesidad del señor intendente como yo y también quiso ofrecerle un festejo; me consultó un día en que fui a visitarla a Bourges. Le aconsejé que le ofreciese una buena cena y un baile, y nada de música, pues no se le podía ofrecer nada nuevo en ese aspecto.

—Pero si queréis, señora —añadí, riendo—, volveré a ser actriz por deferencia hacia vos. La señorita de la Grise interpreta muy bien su personaje.

Me dijo que necesitaba ocho días para prepararlo todo y me rogaba que viniera a ver la casa para controlar que todo estuviera bien.

—¡Pero, señora, mi hija actúa tan mal comparada con vos!

—No —le respondí—, es asombroso que lo haga tan bien. Sólo le he dado cinco o seis lecciones y con otras tantas lo hará mejor que yo. No le irá mal un viajecito a Crespón, se perfeccionará en su peinado.

—Señora —me dijo—, sois demasiado bondadosa con mi hija y tengo miedo de abusar.

La llamó.

—Hija mía —le preguntó—, ¿queréis pasar cinco o seis días con la señora condesa?

Ella no respondió y corrió a hacer su pequeño equipaje, que se colocó debajo del brazo.

—Me parece, hija mía, que no os fastidia separaros de mí.

—Querida madre —le respondió—, estoy muy contenta de irme con la señora condesa.

La abrazamos las dos. ¡Su respuesta había sido tan graciosa!

Regresé a mi casa; fue una verdadera alegría para la servidumbre ver a la chiquilla; la querían y se habían percatado de que yo la amaba con todo mi corazón.

—Señorita —le dijo la Bouju—, ¿venís a aprender alguna otra cosa? Ya sabéis rizar, pero no tan bien cardar.

Era tarde y cenamos. Nos moríamos de ganas de acostarnos; la noche nos pareció más agradable que nunca, pues una breve separación aguza el apetito.

Al día siguiente me puse a pensar que era una ingrata porque en más de seis semanas no había dado signos de vida en casa del señor y la señora Gaillot; al momento les envié mi carroza con una carta en la que los emplazaba a venir a pasar dos o tres días en mi casa, de la que ellos serían siempre los dueños. No se hicieron de rogar y los vi llegar antes del mediodía; quisieron alojarse en el dormitorio común, conocían bien las camas y eligieron la mejor. Los agasajé lo mejor que pude y dimos un paseo después de comer; no había rincón del parque que no quisieran ver, y siempre para admirar las mejoras que yo había hecho. Finalmente me rindieron de cansancio y a la señorita de la Grise, también; se dieron cuenta un poco tarde y me pidieron mil excusas.

—Se arreglará en cuanto hayamos dormido bien —les dije.

Cenamos y la señora Gaillot insistió en que me acostara.

—No estoy acostumbrada —les dije— a dormirme tan temprano, pero no me molestará acostarme y descansar siempre y cuando charlemos hasta medianoche.

Vinieron la Bouju y Angélique, mi otra doncella, me rizaron el cabello y me pusieron papillotes, me colocaron la cofia de cucuruchos, me pusieron una camisola adornada con encajes de Alençon, me quité los pendientes de diamantes y me puse los de oro, los lunares se caían por sí solos, y me metí entre las sábanas.

—No todas las damas se os parecen —me dijo la señora Gaillot—. Hay que ser tan bella como sois para tener tan poca necesidad de afeites. Os basta vuestro espejo, que os dice continuamente que lo tenéis todo por vos misma.

La señorita de la Grise estaba allí muy tiesa.

—Vamos, vamos, pequeña —le dije—, venid a acostaros, estáis tan cansada como yo.

Angélique la desvistió en un momento y se acostó en su lugar acostumbrado, contra la pared; los señores estaban en la parte de fuera[24] y comenzaban a contarme una historia acontecida hacía poco en Bourges, cuando le dije a la señorita de la Grise, que se hacía la seria:

—Acercaos, niña, venid a darme las buenas noches y luego dormiréis; no queremos molestaros.

Se acercó, la tomé entre mis brazos y la hice pasar al otro lado, bien a la vista; estaba boca arriba y yo contra la pared, la mano derecha sobre su pecho, nuestras piernas entrelazadas; me eché encima de ella para besarla.

—Fijaos —le dije a la señora Gaillot— qué pequeña insensible, me obliga a hacer todo el camino y no responde a mis demostraciones de cariño.

Mientras, yo iba a lo mío, besaba su boca más roja que el coral mientras le proporcionaba más sólidos placeres; no pudo contenerse y exclamó a media voz, con un suspiro:

—¡Ay, qué placer!

—Parece que os habéis espabilado, mi bella señorita —le dijo el señor Gaillot.

Ella se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia.

—Es cierto —dijo—, cuando me acosté estaba muerta de frío y ahora he entrado en calor y estoy muy a gusto.

Dejé de besarla y me tendí también boca arriba.

—No me quiere —les dije— y podéis ver que yo la quiero mucho.

—Es imposible —respondió la señora Gaillot— que no ame a una dama tan bella.

—¡No es verdad, quiero a la bella dama con todo mi corazón! —exclamó la chiquilla incorporándose, a la vez que se lanzaba impetuosamente sobre mí y me besaba con un transporte que demostraba que lo que decía era verdad.

—A cada uno su turno —le dije—. Hace un momento estabais fría como el hielo, ahora yo desearía estarlo pero no me siento con fuerzas.

Así diciendo, la hice volver a su lugar, y con el pretexto de besarla adopté la postura que convenía a nuestros verdaderos placeres, que las personas que los contemplaban hacían más intensos, pues es delicioso engañar los ojos del público. Luego nos recostamos de nuevo tranquilamente en la cabecera; nuestras cabezas estaban juntas y nuestros cuerpos estaban aún más unidos.

—Hijo mío —le decía la señora Gaillot a su marido—, ¿has visto alguna vez dos rostros más encantadores?

—Es verdad —dije— que mi corazoncito es muy linda.

—Y vos, no sois linda, sino bella como un ángel.

Al oír esto nos besamos.

—Mi niña es muy bonita —le dije a la señora Gaillot—, pero a su lado soy una vieja, pensad que tengo veinte años[25].

Así transcurrió la velada; nuestros huéspedes se retiraron y nosotras nos dormimos.

Al día siguiente, el señor cura y el caballero de Hannecourt cenaron con nosotros; la señora Gaillot insistió mucho para que me acostara como la noche anterior.

—No es lo mismo —le dije—, hay más invitados y debemos ser más comedidos.

Sin embargo, me dejé convencer.

—Por mí no os abstengáis —dijo el señor cura.

La chiquilla se acostó también y se me acercó: nuestras cabezas se tocaban pero no nos besamos.

—Así que hoy no os amáis —dijo la señora Gaillot— ni os besáis.

—Tal vez al señor cura no le parecería bien —dije riendo.

—¿A mí, señora? ¿Y qué cosa hay más inocente? Es como una hermana mayor besando a la pequeña.

Con su permiso, coloqué a la señorita de la Grise como la víspera, del lado de los invitados; se acostó boca arriba (sabía muy bien cómo colocarse) y me eché sobre ella para besarla. Fue un beso largo, nunca habíamos experimentado tanto placer; de tanto en tanto, dejaba su boca y me recostaba en la cabecera junto a ella, pero sin cambiar la postura de nuestros cuerpos.

—Es mi mujercita —le dije al señor cura.

—¡Entonces, vos sois mi maridito! —exclamó la chiquilla abriendo los ojos, que había tenido largo rato cerrados.

—Consiento —le dije—. Seré tu maridito y tú serás mi mujercita. Y el señor cura también consentirá.

—De todo corazón —dijo riendo.

—Y yo —dijo el señor Gaillot— me comprometo a alimentar a todos los niños que nazcan de este matrimonio.

Mientras ellos se divertían, nosotros también nos divertíamos; había vuelto a tomar a mi mujercita y la besaba aún más que antes; no proferíamos palabra, sólo a veces «¡mi maridito, mi corazoncito!», y muchos suspiros.

—Asunto terminado —dijo la señora Gaillot—. La señora condesa ya está casada y sus pretendientes tendrán que probar suerte en otra parte.

Lo decía con malicia a causa del caballero de Hannecourt, que no veía nada gracioso en lo que hacíamos. Nos incorporamos de nuevo, envueltas en chales forrados, ya que comenzaba a hacer frío. Luego charlamos muy alegremente; les leí mis cartas de París (en provincias gustan de las novedades) y nos fuimos todos a dormir.

Los siguientes días los pasamos igual de agradablemente y se hicieron continuas bromas sobre nuestro matrimonio. El señor y la señora Gaillot regresaron a Bourges y lo comentaron con todo el mundo. Y cuando la señora de la Grise vino a verme, me dijo:

—¿Cómo, querido señor —me dijo riendo—, os casáis con mi hija sin decírmelo?

—Al menos, señora —le respondí—, se ha hecho en buena compañía y en presencia del cura.

—Señora —me dijo—, mi casa está preparada. ¿Queréis hacerme el favor de venir a verla? Hoy es jueves y el domingo quiero ofrecerle una cena al señor intendente.

Le aseguré que iría a su casa a las tres de la tarde, y no falté pero no le llevé a la señorita de la Grise; le dije que tenía migraña y que se había acostado, pero que el domingo iríamos a comer con ella.

—Tendremos tiempo suficiente para vestirnos. El intendente no llegará hasta las ocho de la noche.

Encontré la casa muy bien dispuesta; una gran salón para los criados, la alcoba de la señora de la Grise para el baile (había quitado la cama), su gabinete, bastante amplio, como lugar de descanso, lo cual despejaría mucho el salón de baile, y su dormitorio pequeño como vestidor. Lo aprobé todo y regresé a Crespon, donde encontré a mi mujercita tan contenta de verme como yo.

Aún teníamos tres días para estar juntas y fueron bien empleados. El señor cura nos hizo compañía por las noches. El caballero de Hannecourt no vino; estaba enfermo o fingía estarlo; se sentía un poco celoso.

El domingo, después de oír la misa mayor, subí a mi carroza con la señorita de la Grise y la Bouju. Llevábamos todo lo necesario para engalanarnos. Nos habíamos rizado el cabello la víspera y, con los papillotes puestos, hicimos una comida muy ligera, tantas ganas teníamos de arreglarnos. Quise que la Bouju peinase primero a la señorita de la Grise: ella debía ser la reina del baile. Cuando estuvo peinada y vestida, le quité los pendientes de rubíes que le había regalado y le puse mis hermosos pendientes de diamantes. La madre protestó que no podía tolerarlo, pero le aseguré tan enérgicamente que me ofendía, que finalmente consintió. Le puse también en el cabello mis alfileres de diamantes. Estaba encantada de verla tan guapa y de tanto en tanto la besaba como premio a mi esfuerzo.

—Y vos, señora —dijo la señorita de la Grise—, os habéis quedado sin nada. Aunque es cierto que sois bella y no tenéis necesidad de acicalaros.

Le puse también a mi mujercita doce o quince lunares. Nunca resultan demasiados con tal de que sean pequeños. En cuanto a mí, llevaba un traje precioso, un bonito peinado, un collar de perlas, pendientes de rubíes (falsos) que pasaban por finos: ¿quién hubiera pensado que la señora condesa quisiera llevar piedras falsas teniéndolas tan bonitas? Había doce damas invitadas y cada una debía contar con un caballero para que la llevase a la primera courante. A las siete todo estaba a punto. El señor intendente llegó a las ocho; permanecimos en el gabinete hasta la hora de la cena y, según lo planeado, recitamos dos escenas de Cinna; la chiquilla las recitó de maravilla y convinieron en que yo era una buena maestra, pero también que ella era una buena alumna. Se habían colocado dos mesas en la sala de baile con doce cubiertos cada una, ambas servidas por igual; las damas se repartieron. La cena fue muy buena. A las diez y media volvimos todos al gabinete y ordenaron la sala de baile, se encendieron las bujías y el baile comenzó a las once. Primero la courante y luego los bailes más ligeros. A medianoche vinieron a decirle a la señora de la Grise que abajo había unas máscaras que deseaban entrar. Todo el mundo estuvo encantado. Aparecieron dos grupos muy bien arreglados y se les hizo danzar en seguida. Pero uno de los enmascarados se distinguía entre todos; llevaba un traje magnífico y danzaba a la perfección; nadie lo reconoció. Yo bailaba a menudo con él y me moría de ganas de saber quién era, pero no quería quitarse la máscara. Lo llevé al gabinete y, cuando estuvimos a solas, insistí tanto que se descubrió: era el caballero de Hannecourt. Confieso que esta galantería me conmovió y le rogué que no se quitara la máscara, ya que sólo había venido al baile por mí. Nunca se lo hubiera reconocido. Se había gastado en el traje la renta de un año. Salió sin que nadie lo advirtiera y regresó a su casa. Danzamos hasta las cuatro de la mañana y la señora de la Grise no quiso de ninguna manera que me fuera a esa hora; había mandado poner sábanas blancas en el dormitorio pequeño y me acosté. Ella se empeñó en dormir con su hija en la cama de su doncella.

Al día siguiente regresé a Crespon y cené con el señor cura y el caballero de Hannecourt; lo traté mejor que de costumbre y tuve con él muchas atenciones. Esto le dio el atrevimiento de confiarle al señor cura su propósito de ofrecerme sus servicios. Me veía como una joven viuda muy atrayente y muy rica, y deseaba casarse conmigo. El señor cura, que era amigo suyo, me hizo llegar la proposición, pero como de lejos, y yo la mandé aún más lejos:

—Señor —le dije—, soy feliz y dueña de mis actos, y no quiero convertirme en esclava. Confieso que el caballero es muy amable y buscaré complacerlo en lo posible, pero nunca me casaré con él.

Después le dije que me contrariaba que el caballero se hubiera hecho un traje tan bonito por amor a mí y le di una bolsa con cien luises de oro, rogándole que la dejara en la mesa del caballero sin que éste lo advirtiera y que, si me hablaba de ello, yo lo negaría. El cura elogió mi generosidad y me aseguró que no podía emplearla mejor.

Sólo quedaban tres semanas de carnaval cuando llegó a Bourges una compañía de comediantes; la señora lugarteniente general me avisó en seguida y me rogó que cenáramos juntas después de la representación; no falté y lo pasé muy bien. El señor de Rosan, que hacía el papel de enamorado, interpretaba como Floridor[26] y lo acompañaba una muchachita de quince o dieciséis años que sólo hacía papeles de dama de compañía y en la que descubrí una gran actriz. El resto de los actores estaban por debajo de la mediocridad. En las ciudades de provincias se dan comedias todos los días y era un problema regresar todas las noches a Crespon, por lo que la señora de la Grise me propuso pasar el resto del carnaval en su casa.

—Señora —me dijo—, no me incomodaréis en absoluto, pues duermo siempre en el dormitorio pequeño. Os cedo la alcoba grande y un guardarropa para vuestras doncellas.

—Pero —repliqué—, ¿dónde dormirá la señorita de la Grise?

—¡Buena pregunta! —contestó riendo—. Con su marido.

—Acepto —añadí, riendo también.

Durante todo el carnaval cumplí con mi deber de marido sin que la pequeña sospechara nada; vivía en la inocencia, pero los tiempos de la pequeña Montfleury habían pasado.

Al día siguiente fui a mi casa y ordené que me llevasen diariamente a Bourges capones de los que se criaban en mi corral, verduras del huerto y fruta de invierno, de la que tenía una buena provisión. Todo ello sería bien recibido en la cocina de la señora de la Grise. Fuimos todos los días al teatro; al cabo de dos o tres días, mandé llamar al señor de Rosan y le dije que la pequeña actriz era capaz de interpretar grandes papeles.

—Es verdad, señora —me dijo—, pero nuestras primeras actrices nunca consentirán en ello a menos que empleéis vuestra autoridad.

Hablé con el señor intendente, quien se lo pidió a las actrices muy amablemente, y al día siguiente la señorita Roselie (así se llamaba) hizo el papel de Chimène en el Cid y cumplió muy bien su cometido. La chiquilla me gustaba, era muy bonita y yo había nacido para amar a las actrices. La hice venir a mi palco y le di algunos consejos.

—Querida —le dije—, hay pasajes en los que hay que recitar muy deprisa y en otros muy lentamente; hay que cambiar de tono, unas veces alto y otras bajo; meteos en la cabeza que sois Chimène, no mirar a los espectadores, y llorar cuando es necesario o al menos fingirlo.

Practicaba las lecciones delante de ella y pronto comprendió que era una maestra consumada. Desde el siguiente día reconocí mi mano en su manera de actuar, y su tía y todos los actores me lo agradecieron.

—Tenéis un tesoro sin saberlo —les dije— y quizá llegue a ser la mejor actriz del siglo.

Los aplausos del público los convencían de lo mismo y los ingresos, que aumentaban día a día, los convencían todavía más. La chiquilla estaba encantada de verse convertida en princesa y festejada por todos.

El arzobispo de Bourges llegó en esa época; pertenecía a la casa, un buen hombre nada imponente, de conducta recta, pero amante de los placeres inocentes. La señora lugarteniente general me llevó a su casa; me recibió de maravilla y habló de mi mansión, de la que le habían hecho un retrato demasiado halagador. Me prometió ir a verla y le rogué que me hiciese el honor. El domingo de carnaval fui a Crespon a prepararlo todo para recibirlo; mis apartamentos estaban muy bien amueblados, pero hice montar un teatro como es debido en una estancia donde debía de haber más de cien bujías encendidas. Quería ofrecer una comedia al buen obispo por sorpresa; avisé en secreto a los actores. Llegó el domingo siguiente a las cuatro, hacía un sol espléndido y lo conduje al jardín, pero el frío nos empujó en seguida a casa, adonde habían acudido todas las damas de Bourges. Conduje a monseñor al teatro y lo hice sentar en un sillón casi a la fuerza.

—Estamos en el campo —le dijimos—, no hay que darle mayor importancia.

La comedia empezó y no pudo echarse atrás; además, se trataba de Polyeucte, una obra sacra; se tranquilizó por completo.

La pequeña Roselie hizo el papel de Pauline y encantó a toda la reunión. El buen arzobispo la llamó, tenía muchas ganas de besarla pero no se atrevió. Yo lo hice por él. Empezaba a amarla en serio y la miraba como a obra mía. La cena siguió a la comedia y fue muy buena y prolongada, y se bebió a la salud del arzobispo. Era medianoche cuando regresaron todos a la ciudad, sólo se quedaron la señora de la Grise y su hija. Yo le había pedido, y tenía mis razones para ello, que ofreciera su carroza para devolver a los comediantes después de que hubieran cenado bien, ya que la mía no era lo bastante espaciosa; a mi vez, le cedía la cama de mi alcoba, pero el truco sólo sirvió para chasquearme, pues hizo acostar a su hija con ella, y yo me guardé de insistir.

Al día siguiente volví a Bourges con ellas con el pretexto de darle las gracias al arzobispo, pero en realidad para ver a Roselie, a la que quería tener tres o cuatro días a solas en Crespon. Con ese fin fui al teatro dos horas antes de que comenzase la comedia y todos los actores y actrices vinieron a demostrarme su agradecimiento, pues estaban encantados con Roselie. Llevé aparte a su tía y le dije que no era cuestión de matarla haciéndola trabajar todos los días, y que, como máximo, podía actuar dos días por semana, teniendo que hacer los papeles principales y teniendo a veces que recitar hasta quinientos o seiscientos versos.

—Soy del mismo parecer, señora —me dijo la buena tía—, pero nuestros compañeros no piensan más que en ganar dinero y cuando ella actúa acude más gente al teatro.

—Dádmela —le dije—. Hoy es domingo, os la devolveré el jueves y, en el futuro, creedme, no la hagáis trabajar más que el domingo y el jueves, eso la descansará. Os prometo además hacerle repasar su papel y así no perderá el tiempo.

Me lo agradeció mucho y yo llevé a su sobrina a dormir a Crespon. Como es natural, se acostó conmigo. La acaricié como mejor sabía y quise ponerla en seguida en la misma situación que a la señorita de la Grise, pero se resistió. Era realmente muy honesta, pude comprobarlo en seguida, pero estaba mejor instruida que la pequeña de la Grise; una actriz de dieciséis años sabe más que una muchacha distinguida de veinte. Insistí, me estaba obligada, bien veía que la amaba y le prometí no abandonarla jamás. La tenía entre mis brazos y la besaba con toda mi alma; nuestras bocas no podían separarse, nuestros cuerpos eran uno solo.

—Confiad en mí —le decía— como yo confío en vos, corazoncito mío. Mi secreto, la tranquilidad de mi vida, están en vuestras manos.

Ella no respondía y suspiraba, yo insistía cada vez más, sentía que su resistencia flaqueaba, redoblé mis esfuerzos y acabé con esa suerte de combate en el que vencedor y vencido se disputan el honor del triunfo. Me pareció que experimentaba más placer aún que con la señorita de la Grise; la condición y la inocencia de la una quedaban compensadas por la gentileza de la otra, que tenía todos los encantos de la coquetería. Este primer ensayo se convirtió en nuestra norma de vida; su placer la hizo creer que la amaría siempre; me abrumaba de atenciones y me vi obligada a conjurarla para que moderara su ternura en público, a pesar de que podíamos darnos las mayores muestras sin temor a la maledicencia.

El jueves siguiente no dejé de llevar a Roselie a Bourges; opinaron que lo hacía cada vez mejor. Fui a cenar a casa del lugarteniente general, donde estaba la señorita de la Grise, muy desaliñada y muy triste; aún la quería, pese a que la pequeña actriz hubiera tomado el primer lugar, y le pregunté con cariño qué le pasaba; se puso a llorar y escapó. Volví a hablarle después de cenar.

—¡Ay, señora! —me dijo—. ¿Cómo podéis preguntarme qué me pasa? Ya no me amáis y os acostáis con Roselie en Crespon. Ella es más atrayente que yo, pero no os quiere tanto.

No supe qué responderle, cuando su madre me rogó que pasara a su gabinete y me dijo que el señor conde Des Goutes había pedido a su hija en matrimonio. Era un gentilhombre del país, que poseía ocho o diez mil libras de renta; le aconsejé que no desaprovechara la ocasión, tanto para librarme del estorbo de la chiquilla como porque era buena y también a causa de mis remordimientos. Temía siempre que nuestro pequeño comercio tuviera consecuencias que hubieran incomodado grandemente a mi círculo, mientras que con Roselie podía lanzarme a rienda suelta sin temor a dar un paso en falso.

Ocho días después se anunció la boda de la señorita de la Grise con el conde Des Goutes y fui a Bourges a cumplimentarlos. Me creí obligada en conciencia a aleccionar a la señorita de la Grise.

—Querida niña —le dije—, vais a casaros y debéis intentar ser feliz. Vuestro marido es apuesto y parece un hombre honrado. Os ama pero no siempre será cariñoso y tendréis que disculpar sus malos humores. Sois prudente: no hay que darle motivos para estar celoso. Pensad sólo en gustarle, en dedicaros a vuestra casa, en cuidar de vuestros hijos, si Dios os concede la gracia de tenerlos. Son la bendición del matrimonio y el lazo más tierno entre las personas casadas. Mas escuchadme, querida niña. Estoy segura de que os acordáis de las felices noches que hemos pasado juntas; acordaos también la noche de bodas de hacer por conveniencia con vuestro marido lo que hicisteis conmigo de modo natural y sin saber lo que hacíais. Dejad que insista un buen rato, defendeos, llorad, gritad, a fin de que crea que os enseña lo que ya sabéis. De ello depende la tranquilidad de vuestra vida. Os abro los ojos ahora porque es absolutamente necesario. No debéis temer por vuestro secreto, pues estoy tan interesada en guardarlo como vos.

La pobre muchacha se echó a llorar. Su madre entró en el gabinete donde nos encontrábamos.

—Señora —le dije—, está llorando. Su recato es digno de elogio.

Su madre la besó.

—Hija mía —le dijo—, debéis estarle muy agradecida a la señora condesa. Enjugaos las lágrimas y seguid sus consejos.

Volvimos a la habitación de los invitados. Al día siguiente los casó el propio arzobispo y tres días más tarde los recién casados se establecieron en sus tierras, a siete leguas de Bourges. Les prometí visitarlos y cumplí mi palabra dos meses después. Ella estaba ya encinta; la encontré ocupada con su marido y con la satisfacción de tener una casa bien dispuesta. Convertirse en ama y señora es una gran dicha para una mujer joven que acaba de dejar las faldas de su madre. Me pareció que aún no le era del todo indiferente, pero finalmente la virtud había obrado en ella lo que la inconstancia había obrado en mí.

Después de Pascua, el arzobispo se marchó a París; el intendente ya no estaba en Bourges y todos los nobles que pasaban allí el invierno se habían vuelto a su pueblo. Los comediantes no ganaban ni para velas y anunciaron su partida. Roselie lloraba noche y día por el temor de tener que dejarme; yo estaba tan afligida como ella. Traje a su tía a Crespon y le dije que quería hacer la fortuna de su sobrina, que si me la daba la llevaría a París al cabo de seis meses y conseguiría que fuera recibida en el Hotel de Borgoña[27], pues su capacidad y mis amistades me daban la seguridad de lograrlo. Reforcé mi proposición poniendo una bolsa de cien luises de oro en las manos de la buena tía, que nunca había visto tanto dinero junto.

—Tendría que haber perdido el juicio, señora, para rechazar la fortuna de mi sobrina. Os la entrego y espero que no la abandonaréis.

Concluido nuestro trato, regresó a Bourges y le dijo a la compañía que ya no le preocupaba el porvenir de su sobrina porque la señora condesa la había tomado a su cargo. Fue una gran pérdida para ellos, mas tal es el destino de los cómicos ambulantes, en cuanto uno de ellos destaca, los deja y se marcha a París. En efecto, Rosan les hizo pronto la misma jugada. Floridor conocía su valía y hacía seis meses que insistía para que se reuniera con él en París. Era el director de la compañía y amaba a la pequeña Roselie, seguro de que algún día sería una gran actriz, y eso lo retenía. Pero cuando vio que yo me había quedado con la chiquilla, no lo dudó más y fue a ofrecerse al Hotel de Borgoña, donde el público lo recibió con aclamaciones.

Cuando los comediantes partieron, regresé a mi casa y no volví más a Bourges. Tenía conmigo a Roselie, a la que amaba mucho; la señora condesa Des Goutes se había marchado con su marido. Ya no pensaba en ella: la mujer casada no me decía nada, pues el sacramento borra en ella de inmediato todo encanto. El señor cura y el caballero de Hannecourt nos hacían compañía; el caballero había tomado una decisión de hombre prudente y se limitaba a comportarse como un amigo.

Convertí a Roselie en algo muy distinto de una actriz. Le hice trajes espléndidos. Envié a París cuatro de mis alfileres de diamantes para cambiarlos por hermosos pendientes, que le regalé. La llevaba siempre conmigo en todas mis visitas por el vecindario; su belleza y su discreción encantaban a todo el mundo. Se me ocurrió ir de caza y vestirme de amazona, hice vestir también a Roselie y me pareció tan encantadora con peluca y sombrero que, poco a poco, la hice vestir por completo de muchacho. Era un jinete muy guapo y me parecía que así la quería más. La llamaba maridito mío. Todos la llamaban condesito o señor Contin. Me hacía de escudero. Me cansé de verla con peluca y le hice cortar un poco los cabellos. Tenía una cabeza encantadora y de aquel modo estaba mucho más bonita. La peluca envejece a los jóvenes. Esta inocente diversión duró siete u ocho meses; pero por desgracia el señor Contin empezó a sentir náuseas, perdió el apetito y adquirió la mala costumbre de vomitar todas las mañanas. Sospechaba lo que le había sucedido y la hice volver a sus trajes de mujer, por ser éstos más convenientes a su nuevo estado y más adecuados para ocultarlo; hice que se pusiera amplias batas sueltas sin cinturón, y corrió la voz de que estaba enferma; las migrañas y los cólicos vinieron en nuestra ayuda. La pobre niña lloraba a menudo, pero la consolaba asegurándole que nunca la abandonaría. Me confesó que no tenía padre ni madre y que no sabía de dónde era; que su tía era una tía postiza que le había cogido cariño cuando tenía cuatro años. Ya no me sorprendía que me la hubiera entregado tan fácilmente. Al cabo de cinco o seis meses vi claramente que todo se descubriría en la vecindad, y con gran escándalo. Como la quería mucho, pensé en ponerla en manos de personas hábiles que la pudiesen curar de un mal que no es peligroso siempre que no se lo irrite queriéndolo ocultar demasiado. Había que ir a París, donde es fácil esconderse. Puse mi casa bajo la protección del señor cura y partí en mi carroza con Roselie, Bouju, su mujer, y mi cocinero, que iba a caballo. Le había pedido al señor Acarel que me alquilase una casa con un bonito jardín en el barrio de Saint-Antoine, resuelta a ir poco a la ciudad hasta que la pequeña estuviese bien.

En cuanto llegamos, instalé a Roselie en casa de una comadrona[28], que la cuidó muy bien; iba a verla todos los días y le hacía pequeños regalos para alegrarla. Sólo pensaba en ella, no pensaba en mí ni en engalanarme. Llevaba siempre vestidos discretos y cofia, y nunca me ponía pendientes ni lunares. Al fin, Roselie trajo al mundo a una niña que hice educar convenientemente y que casé a la edad de diecisiete años con un gentilhombre que contaba con cinco o seis mil libras de renta; es muy feliz. Al cabo de seis semanas, su madre se tornó más bella que nunca y entonces volví a pensar en mi propia belleza. Me arreglé mucho y fui a la comedia con dos damas vecinas mías. Roselie hizo su aparición como un pequeño astro y quedó, como yo, muy sorprendida cuando vio a Rosan en el papel de Maxime de Cinna. Nos reconoció en seguida y nos visitó en nuestro palco. ¡No cabía en sí de alegría y me pareció que Roselie no estaba disgustada! Le dije dónde vivía y lo autoricé a visitarme. Lo vimos al día siguiente, no se cansó de elogiar la belleza de la chiquilla: su pasión se despertó.

—Señora —me dijo—, mi fortuna está asegurada. Por el momento sólo dispongo de la mitad, pero pronto la tendré entera. Son ocho mil libras de renta. Si me queréis dar a Roselie me casaré con ella, y presumo que, tal como es y si no se ha olvidado de decir versos, haré que la reciban en la compañía.

Le respondí que le hablaría de ello y que volviese al cabo de tres o cuatro días. Hablé con ella aquella misma noche, mientras la abrazaba con toda mi alma:

—Pensad —le dije llorando— si queréis dejarme.

Me respondió muy fríamente que haría lo que yo quisiera. Aquello no me gustó y decidí casarla. Desde el siguiente día la hice dormir en una habitación separada de la mía; eso la afectó y creyó que estaba encolerizada; cuando todos estaban acostados, vino a mi cama y me pidió mil veces perdón.

—¡Oh, señora! —me dijo—. ¿Dejaréis de amarme cuando esté casada?

—Sí, querida niña —le respondí—. Una mujer casada sólo debe amar a su marido.

Se puso a llorar y me abrazó tan tiernamente que la perdoné y me imaginé que estábamos aún en Crespon.

Rosan volvió e insistió. Le dije que como Roselie carecía de bienes, primero era necesario saber si la compañía estaba dispuesta a aceptarla.

—No, señora —respondió como buen enamorado—, no pido nada. Su persona es su mayor tesoro.

No quise escucharlo y le dije que al día siguiente iría a la comedia, que Roselie estaría en mi palco con sus mejores galas, que hiciera notar su presencia a sus compañeros y que, después de la representación, y una vez que el público hubiera salido, vinieran todos a rogarme que subiera al escenario con la muchacha para que ésta recitara algunos versos. Así se hizo. Se representaba Le menteur[29]: Después de la pieza, Floridor nos condujo al escenario y me divertí interpretando con la chiquilla las escenas de Polyeucte que habíamos hecho juntas más de cien veces. Los comediantes estaban extasiados y, sin otro examen, decidieron aceptar a Roselie. Pero yo me opuse.

—Hay que consultar al público —les dije—. Anunciadla, que actúe cinco o seis veces, y después veremos.

A Rosan le pareció mucho tiempo y a mí muy poco. Desde la noche de bodas tenía que renunciar para siempre a la persona amada; sin embargo, había tomado una decisión y no quería impedir el establecimiento de mi querida niña. Me había percatado de que Rosan no le desagradaba. Actuó en público en el Hotel de Borgoña y desde el primer día el parterre[30] la hizo callar a fuerza de aclamaciones. Los comediantes la aceptaron formalmente y para empezar le ofrecieron la mitad de los ingresos. Ella no tenía ropa de teatro, pues era muy cara. Le di mil escudos para que la comprase y Rosan le dio otro tanto. Él comenzó a apremiar la boda; yo le daba largas; unas veces, eran los trajes que mandaba hacer, otras la ropa interior, o que quería celebrar la boda en mi casa. Al fin llegó el día fatal; Roselie se casó y nunca más le toqué ni la punta del meñique. La boda se hizo a mis expensas y la colmé de pequeños regalos. En Crespon le había regalado ya pendientes de cuatro mil francos.

En cuanto la chiquilla se casó volví a pensar solamente en mí; el deseo de ser bella volvió a poseerme con furor; me hice trajes magníficos, me puse otra vez mis preciosos pendientes, que no veían la luz desde hacía tres meses, las cintas, los lunares, los aires coquetos, las muecas, de nada me olvidé. Sólo tenía veintitrés años[31], aún me creía deseable y quería ser amada. Iba a todos los espectáculos y a todos los paseos públicos. En fin, tanto hice que algunas personas me reconocieron y me siguieron para saber dónde vivía. A mis familiares no les pareció bien que siguiera interpretando un personaje que se me había perdonado en gracia a mi juventud; vinieron a verme y me hablaron de ello tan seriamente que decidí dejar toda aquella broma y con ese fin emprendí un viaje a Italia. Una pasión quita otra: jugué en Venecia, gané mucho dinero, pero acabé devolviéndolo con creces. La pasión del juego me ha poseído y ha trastornado mi vida. Feliz si hubiera jugado siempre a hacer la hermosa, incluso cuando ya me hubiera vuelto fea. El ridículo es preferible a la pobreza.