No dudo, señora, de que la historia de la marquesa de Banneville os habrá gustado: yo me he sentido encantada al verme en cierto modo autorizada por el ejemplo de una persona tan adorable. Confieso, sin embargo, que su ejemplo no puede seguirse. La marquesita podía hacer cosas que a mí me están vedadas, pues su prodigiosa belleza la autorizaba a todo. Pero, volvamos a mis aventuras. Permanecimos cinco o seis días más en el campo y al fin tuvimos que volver a París y a palacio. La presidenta devolvió a la pequeña Montfleury[13] a su padre y le hizo prometer que la enviaría alguna vez a cenar a su casa y que se quedaría a dormir si se hacía muy tarde. Eso sucedía a menudo. La carroza de la presidenta la devolvía de regreso a la mañana siguiente y su padre ni siquiera aparecía. Mientras tanto, el marqués de Carbon, que había estado ocupado con sus tierras, regresó a París y vino a buscarme. Eran las siete de la tarde. Encontró en el patio al señor presidente, que volvía en ese momento a casa. Ambos se hicieron muchos cumplidos; el presidente estimaba al marqués.
—Venid a ver a mi sobrina —le dijo—. Está más bonita que nunca. Está con mi mujer, os la quiero presentar.
Y subieron juntos. El marqués saludó a la presidenta y me hizo el mismo honor. Comenzó una interesante conversación, que duró hasta que el señor presidente anunció que la cena estaba servida y le pidió al marqués que se quedase. Éste no se hizo de rogar pero se arrepintió de haberse quedado cuando vio aparecer a la señorita Montdory, a la que el presidente había enviado a buscar con su carroza para que cenase con nosotros. Los celos del marqués se despertaron. Hacía lo posible por parecer de buen humor, pero yo leía en su corazón y todo resultaba forzado. Ora me lanzaba miradas de afecto, ora de despecho y, en algún momento, hasta de cólera. La pequeña Montdory triunfaba y me colmaba de caricias.
—Vamos, señorita —me dijo ella maliciosamente—. Es tarde, vayamos a nuestra habitación. Tenemos que rizarnos el cabello para mañana.
El marqués no pudo contenerse más, lo que veía lo ponía al borde de la desesperación, y me dijo muy bajo al oído:
—Os dejo con vuestra actriz. No turbaré en absoluto vuestros placeres.
Y se marchó bruscamente. Yo hubiera querido calmarlo con algunas palabras; no lo quería perder pero mi corazón, siguiendo su costumbre, oscilaba entre ella y él.
Pero cuando acudimos juntos a la comedia por primera vez me sentí realmente conmovida; estábamos en el palco bajo, que el presidente había alquilado; la presidenta, una amiga suya, el marqués y yo estábamos en la fila delantera; se representaba Venceslas, pieza de Rotrou, y la pequeña Montdory hacía el papel protagonista; pero cuando me vio en el palco, engalanada y contenta junto al marqués, se puso a llorar tan fuerte que apenas podía recitar sus versos; yo también me puse a llorar al ver que derramaba tantas lágrimas por mi causa. El marqués se dio cuenta y me dijo por lo bajo:
—Señorita, vos la amáis aún.
—Señor —le repliqué—, no volveré al teatro.
Mi respuesta lo conmovió y, sin decirme nada, fue a rogarle a la señorita Montdory que viniese a verme; ella se negó y se escondió entre bambalinas fingiendo un espantoso dolor de muelas. Para borrarla por completo de mi corazón y disipar mi tristeza decidí irme de viaje muy lejos y abandonar mis niñerías, que ya no tenían ninguna justificación, y dedicarme a algo más sólido. Ya no estaba en esa primera juventud que todo lo disculpa, aunque aún podía pasar por mujer si quería. Reuní todo el dinero que pude, dejé mis asuntos en manos del presidente y partí para Italia con casaca y espada. Viví diez años en Roma y en Venecia y me hundí en el juego. Una pasión aleja a otra y la del juego es la principal de todas; el amor y la ambición se desvanecen al envejecer, pero el juego reverdece cuando pasa todo lo demás. Adiós, señora, cuando queráis os contaré mis viajes por Italia e Inglaterra.