Yo disfrutaba pero, a decir verdad, hicimos demasiado. Al señor de Maulny y a mí se nos veía todos los días en la comedia, en la Ópera, en el baile, en el paseo, en el Cours e incluso en las Tullerías, y más de una vez oí decir a la gente a nuestro paso: «La mujer está bien hecha, pero el marido es mucho más guapo». Eso no me molestaba. Encontré un día al señor de Caumartin, mi sobrino; paseó mucho rato con nosotros pero, al día siguiente, vino a visitarme y me hizo ver con viveza que me exhibía demasiado. Sólo le respondí que se lo agradecía. El señor cura, con quien sin duda había hablado mi familia, me habló también y no fue mejor escuchado que mi sobrino. Recibí asimismo cartas anónimas, de las que no hice el menor caso. He aquí una de ellas, que conservo para demostrar cómo se comportan las personas de espíritu cultivado a la hora de dar consejos:
Carta
«No tengo el honor, señora, de que me conozcáis, mas yo os veo a menudo en la iglesia y también en casas particulares. Sé todo el bien, todas las caridades que hacéis en nuestra parroquia. Reconozco que sois bella y no me sorprende que os gusten los adornos femeninos, que os sientan de maravilla. Pero no puedo aceptaros la alianza, que oso llamar escandalosa, que habéis hecho a la luz del día y de nuestro cura con una señorita vecina vuestra, a la que hacéis vestir de hombre para excitar mejor vuestro interés. Si al menos ocultarais vuestra debilidad… pero en vez de eso, la exaltáis; se os ve en vuestra carroza en los paseos públicos con vuestro pretendido marido y no me extrañaría que un día de éstos representarais el papel de mujer encinta. Reflexionad, mi querida señora, recobrad vuestro juicio; quiero creer en vuestra inocencia, pero juzgamos por las apariencias, y cuando uno ve a ese maridito en vuestra casa, donde no hay más que una cama, en la que vuestros amigos os ven todos los días acostados juntos como marido y mujer, ¿es calumnioso pensar que no os negáis nada el uno al otro? No hay motivo de crítica en que vayáis vestido de mujer, eso no le hace daño a nadie: sed coqueta, lo acepto, pero no os acostéis con una persona con la que no estáis casado. Ello contraría todas las reglas del decoro y, aun cuando no hubiera en ello nada ofensivo contra Dios, lo habría siempre contra los hombres. Por lo demás, mi bella señora, no atribuyáis mi reprimenda a un carácter agrio: es pura amistad por vos, pues no se os puede ver sin amaros».
Leí esta carta varias veces y tomé buena nota de ella. Si todas las reconvenciones fueran tan bien sazonadas, les sacaríamos más provecho. No volví a salir en público y tomé más precauciones que antes. Pero seguía amando a Charlotte y no nos hubiéramos separado nunca de no ser por la aventura que voy a referir. Un burgués muy rico, que sabía de sobras que el señor de Maulny era una muchacha y que yo no había manchado jamás su honor porque no pensaba más que en mi belleza, se enamoró de ella y la pidió en matrimonio. Era moldeador de madera, tenía cien mil francos de patrimonio y ofreció darlo todo en contrato de matrimonio. El señor cura vino a hablarme, su tía lloró conjurándome a no impedir la fortuna de su sobrina y, de repente, la veo vestirse de mujer muy contenta; todo aquello no parecía disgustarla. Sin duda había contado todo lo que pasaba entre nosotros y le habían dicho que un verdadero marido le daría placeres muy distintos a los míos, que sólo la acariciaba y la besaba.
Consentí en su matrimonio, le devolví todas sus cartas y le hice muchos regalos. Pero, una vez celebrada la boda no la volví a ver, pues desde entonces no he podido soportar a las mujeres casadas. Caí en una profunda tristeza, pero aquello no podía durar, había nacido para la alegría y la Providencia me envió pronto una sustituta.
Estaba en casa de la señora Durier, mi lencera, cerca de la catequesis, para encargarle algunas cosas, cuando vi a una muchacha que me pareció muy bonita; no tendría más de quince años, el cutis precioso, la boca bermeja, los dientes bonitos, los ojos negros y vivos. Le pregunté a la lencera desde cuándo tenía a aquella muchachita y me contestó que desde hacía quince días, que era huérfana, que la había tomado por caridad y que era su segunda dependienta. Cuatro días después, pasé por allí y me detuve; me dijeron que mi ropa todavía no estaba lista. Volví a ver a la muchachita y me pareció aún más bonita. El domingo siguiente, a las nueve (acababa de despertarme) me dijeron que la señora Durier me enviaba mi ropa con una de sus dependientas; la vi entrar y reconocí a la pequeña. La señora Durier había notado que me gustaba. Le pedí que se acercara a mi lecho y que desenvolviera la mercancía, lo que hizo de muy buena gana. Le dije a continuación:
—Amiguita, acercaos para que os bese.
Ella hizo una profunda reverencia, se acercó y me presentó su piquito, que besé tres o cuatro veces.
—¿Os gustaría —le dije— que os metiera conmigo en mi dodo[10]?
—Sería un honor, señora —respondió.
La pobre niña creía que yo era una mujer. La despedí y al día siguiente le dije a su ama que quería pagar su aprendizaje y le di para ello cuatrocientos francos. Es imposible expresar la alegría de la pequeña Babet.
—Enviádmela esta tarde —le dije a su ama—. Cenará conmigo. Quiero examinarla un poco antes de seguir protegiéndola.
Esa misma tarde vi llegar a la muchachita con su ama; ésta quería marcharse, pero la retuve y cenamos los tres juntos. Babet nunca había comido crías de perdiz y su ama tampoco las comía a menudo.
Después de cenar, mis criados se retiraron y le dije a la lencera:
—Siento inclinación por Babet, pero antes de comprometerme del todo quiero ver cómo es.
Hice que se acercara, le miré los dientes, el seno, que comenzaba a notarse, y sus brazos, que eran un poco delgados.
—Señora —me dijo la lencera— quedaos con Babet esta noche, acostadla con vos y examinadla a gusto. Duerme conmigo y os respondo de que es muy limpia.
Me pareció bien lo que decía, me quedé con Babet y envié un lacayo a por su cofia de noche, que era muy sencilla (las tuvo pronto mucho más bonitas). Yo tenía conmigo a una vieja solterona que había servido a mi madre, y a la que pagaba una pensión de cien escudos, y la hice venir:
—Señorita —le dije—, aquí tenemos a una muchachita a la que se me quiere dar como doncella, pero antes querría saber si es limpia. Examinadla de los pies a la cabeza.
No se lo hizo repetir y dejó a la pequeña desnuda como la palma de la mano (estábamos los tres solos) y únicamente le echó una bata sobre los hombros. Nunca había visto un cuerpo tan bonito; la figura erguida, caderas pequeñas, un pecho naciente y blanco como la nieve. Volvió a ponerle la camisa y le dije:
—Bonita mía, acostaos en mi cama.
Me hice mis arreglos y me acosté en seguida; tenía muchas ganas de abrazar a mi capullito.
—Señora —me dijo la vieja solterona—, dentro de dos años será la muchacha más bonita de París.
La besé tres o cuatro veces con gran placer, la metí toda entera entre mis piernas y la acaricié durante mucho rato; al principio ella no se atrevía a responder a mis caricias, pero pronto se envalentonó y en ciertos momentos me vi obligada a decirle que me dejara descansar.
Mandé llamar a la señora Durier y le dije que tomaba a Babet como doncella, pero que quería que aprendiese el oficio de lencera, que iría tres días por semana a trabajar a la tienda y que los otros tres se quedaría conmigo y aprendería a peinar; que ella le daría de cenar pero que todas las noches la enviaría a dormir a mi casa, lo que fue ejecutado fielmente. Encargué para Babet vestidos mejores y gran cantidad de ropa interior. Pronto la quise con todo mi corazón; me seguía a todas partes, a las visitas y a la iglesia, y en todas partes la encontraban muy bonita, con su aire delicado y risueño, y muy modosa. Mi afecto por ella aumentaba a ojos vistas y no pude evitar la tentación de hacerle trajes magníficos y la ropa interior más bonita de París; compré para ella al joyero Lambert pendientes de brillantes que me costaron ochocientas cincuenta libras; la hice peinar con cintas plateadas y azules y le puse siete u ocho lunares pequeños. Pronto se vio que no era una doncella, de modo que tomé a otra que se ocupaba más de ella que de mí. Le pregunté por su apellido y me pareció muy bonito: la hice llamar señorita Dany y no se habló más de Babet. ¿Cómo expresar su alegría al verse festejada así? Me lo debía a mí y me demostraba en todo momento su agradecimiento. La llevaba a mi banco de la iglesia de Saint-Médard y la hacía sentarse a mi lado para demostrar lo mucho que me importaba. Al fin las cosas llegaron tan lejos que prefería que fuera más engalanada que yo y hasta habría descuidado mi arreglo si no hubiera sido porque ella se preocupaba mucho de mí y sólo pensaba en ponerme cosas que pudieran embellecerme. La señorita Dany me devolvió pronto todo mi buen humor y volví a ofrecer cenas a mis vecinas; una noche invité al señor cura, al señor Garnier, mi confesor, al señor Renard y a su esposa, a la señora Dupuis y a su hija mayor; la pequeña, que había sentido cierta inclinación por mí, se había casado con un joven que tenía una comisión cerca de Lille y se había marchado con él. Cuando se sirvió la cena y nos sentamos a la mesa, el señor Renard, al no ver a la señorita Dany, me preguntó que dónde estaba; le dije que cenaría en su habitación y todo el mundo me rogó que la llamase porque sabían que ello me complacía; la mandé bajar y apareció en seguida, bella como un ángel; llevaba una falda y una sobrefalda de moaré plateado, la cabeza constelada de cintas color fuego, el pecho muy descubierto, sin collar de perlas, porque tenía el cuello muy hermoso; le había dicho que se pusiera mis bonitos pendientes y quince o dieciséis lunares. Sabía que, al no verla, me pedirían que la trajera. Se hicieron grandes alabanzas de su belleza, se sentó a la mesa y cenamos; al terminar, la señorita Dupuis sacó del bolsillo unos caramelos grandes, contó con los dedos a los ocho que éramos y me pidió que escogiese otros tantos caramelos.
—Señora —me dijo—, la persona más inocente del grupo debe distribuirlos a su gusto.
La encargada fue la señorita Dany, quien nos dio un caramelo a cada uno al azar.
—¡Rompedlos y encontraréis una máxima! —dijo la señorita Dupuis.
Así se hizo. Una decía «Nada me gusta excepto el buen vino», y a la pequeña le tocó «¿A quién le daré mi corazón?».
—¡Oh, ya lo he dado! —exclamó.
—¿A quién? —le preguntaron.
Me miró tiernamente y no respondió. Les pareció encantadora, la llamé a mi lado y la besé.
—Y yo, preciosa, os doy el mío —le dije.
El señor Renard, que estaba junto a mí, le hizo sitio y ella no me dejó durante el resto de la cena. Yo la provocaba para hacerla hablar:
—Dicen que sois bonita. ¿Qué pensáis vos?
—Algo me dice mi espejo —contestó—, pero lo que me lo hace creer es que la bella señora me ha dado su corazón.
—¿Os disgustaría coger la viruela? —añadí.
—Hasta el desespero, señora, pues ya no me amaríais.
—Y si yo la tuviese, bonita, ¿dejaríais vos de amarme?
—No es lo mismo —respondió—. Tenéis tanto ingenio, mi bella señora, y tanta belleza que, aunque os volvierais tan fea como Marguerite (mi cocinera), se os seguiría amando.
Estas agudas respuestas gustaron a la reunión y yo la besé de todo corazón; trajeron una excelente ratafia y la botella se vació en seguida; me serví un vasito y dejé la mitad, entonces la pequeña cogió el vaso de manos del lacayo y me pidió permiso con una seña para tomárselo.
—Qué persona tan amable —dijo la señora Renard—. No me extraña que la señora la quiera tanto.
—¡Ay! —le respondí—. La quiero como a una hermanita, dormimos juntas, nos besamos y nos vamos a dormir.
—¡Oh, señora! —dijo el señor cura—. Estamos convencidos de vuestra prudencia.
—Yo la garantizo —dijo mi confesor—. Tenéis razón, señora, en amar a la señorita Dany, pero permitidme que os diga que enseña demasiado el pecho.
—En ese caso le pondré una pañoleta —dije.
Todo el mundo se opuso, diciendo que no estaba de moda, pero yo le aseguré al señor cura que llevaría siempre pañoleta en la iglesia. Cumplí mi palabra, pero la pañoleta era tan estrecha que no cubría nada, y a menudo yo recurría al pretexto de arreglársela para poder tocarle el pecho delante de todo el mundo.
Nos levantamos de la mesa y comentamos las novedades. El señor Garnier contó una historia del barrio muy divertida sobre un marido que, al volver una noche del campo, había encontrado a su mujer en la cama con una persona con gorro de dormir de hombre que resultó ser su hermana. Entre tanto, la señorita Dany había ido a desnudarse por orden mía y se había metido en mi cama sin que la vieran; a medianoche sonó el reloj de péndulo y todos se levantaron para marcharse; pero al pasar junto a mi lecho, la señorita Dupuis descubrió a la pequeña Dany y cogió una vela para que la viéramos; estaba medio incorporada, con su bella cofia de cucuruchos de cintas color fuego y un camisón de encaje con un escote tan pronunciado que se le veía enteramente el pecho que, desde luego, no era colgante, sino dos manzanitas muy blancas de las que se veía todo el contorno, con un botón de rosa en el centro da cada una; se había puesto un gran lunar para que parecieran aún más blancas. Yo le había dicho que no se quitase los pendientes ni los lunares; era verano y hacía calor y aunque iba muy destapada no temía resfriarse; todos la besaron.
—Vámonos —dijo la señorita Dupuis— y dejemos que la señora se acueste con esta hermosa niña.
Llamé a mis sirvientes, que encendieron un candelabro y acompañaron al señor cura y al señor Garnier; el señor Renard y su esposa sólo tenían que cruzar el arroyo[11] y la señora Dupuis y su hija, que habitaban en la Estrapade, esperaron a que volvieran mis sirvientes. Me desvestí delante de ellas, me puse la cofia, me acosté, tomé a la niña entre mis brazos y la besé varias veces, sin olvidar su pecho; la coloqué en el centro del lecho para que la señorita Dupuis la viera mejor, le levanté el camisón por detrás y me pegué a su cuerpecito, colocándole la mano derecha en el pecho; la había instruido bien: se mantenía boca arriba con la cabeza vuelta hacia la izquierda para darme un pretexto para echarme sobre ella fingiendo que quería besarla.
—Ved, señorita —le dije a la Dupuis—, ved a la pequeña ingrata que no quiere que la bese.
Mientras, me echaba encima de ella. Una vez bien colocada, ella volvió un poco la cara y me dio su piquito y la besé con un placer increíble sin cambiar de postura, con la intención de hacerlo varias veces.
—¿Me quieres, corazoncito? —le pregunté.
—¡Ay, sí, señora!
—Llamadme maridito o mujercita.
—Me gusta más maridito.
Volví a besarla, nuestras bocas no podían separarse, cuando de pronto se puso a gritar:
—¡Qué bien me siento, querido maridito, maridito de mi corazón!
Yo también me sentía muy a gusto, pero no dije una palabra; al fin me eché de espaldas y permanecimos un rato sin decir nada, lanzando grandes suspiros.
—¡Confesad —dijo entonces la señorita Dupuis— que queréis mucho a la señorita Dany!
—¿No tengo acaso razón y no es ella bien amable, y no soy feliz de poder amarla inocentemente sin ofender a Dios ni a los hombres? Ya habéis oído lo que ha dicho el señor Garnier, no le oculto nada y él está dispuesto a ser mi garante.
Vinieron a avisar de que mi sirvientes habían regresado, las damas se fueron y nosotros dormimos hasta la once y media, hora en que nos despertaron para ir a misa. Era día de fiesta y tuvimos el tiempo justo de ponernos una falda, un vestido suelto y una cofia.
Vivíamos felices cuando se produjo otra pequeña tormenta por parte del señor cardenal[12]. El superior del seminario que acababa de establecerse en el barrio de Saint-Marceau fue a contarle que se me veía todos los días en la iglesia tan adornada, tan arreglada, tan guapa, con tantas cintas y diamantes, que no se atrevía a llevar a sus seminaristas. La causa era la señorita Dany, pues el buen superior, que no veía muy bien, la había confundido conmigo; y al verla con brillantes trajes dorados y plateados había creído su deber advertir al señor cardenal. El señor cura fue llamado e interrogado y respondió que no había nada nuevo, que yo iba todos los días a la iglesia vestido muy discretamente y que, sin duda, habían confundido a la señorita Dany conmigo. Me aconsejó ir a ver al señor cardenal vestida como de costumbre, llevando conmigo a la señorita Dany muy arreglada. Fui un día de audiencia, con mi traje negro y una sobrefalda también negra, con mi corpiño de moaré oculto, una corbata de muselina, la peluca con pocos polvos, pendientes pequeños de oro y emplastos de terciopelo en las sienes. Por contra, la señorita Dany iba muy arreglada, con un traje de paño dorado con flores naturales, bien peinada, con mis pendientes de brillantes y siete u ocho lunares. Esperamos en la antecámara hasta que el señor cardenal apareció despidiendo a la duquesa D’Etrées, me vio y vino hacia mí.
—Monseñor —le dije—, vengo a justificarme. Tened la bondad de observar mi vestimenta, no voy de otro modo a Saint-Médard y, si no me encontráis bien, cambiaré lo que Vuestra Eminencia guste.
—Estáis muy bien —me dijo, después de haberme examinado a fondo— y veo que se os ha tomado por esta bella señorita que os acompaña.
Me preguntó quién era y le conté su historia. Alabó mi caridad y me exhortó a cuidar de ella.
—Señorita —le dijo graciosamente—, sed tan honesta como bella.
Y se fue a conceder audiencia a otras personas. Al marcharnos fuimos objeto de las miradas de doscientos monjes que se encontraban en las antecámaras. El señor cura de Saint-Médard me esperaba en la sala; le conté la recepción que nos había hecho el señor cardenal, entró él a su vez y al día siguiente me comentó que el señor cardenal le había dicho que mi atuendo era muy discreto y que estaba satisfecho, pero que había olvidado agradecerme las obras de caridad que hacía en la parroquia. Se comprenderá que esto me complació mucho y, a ruegos del señor cura, volví a la audiencia tres meses después para proponerle un nuevo establecimiento para veinte huérfanos de la parroquia. Me ofrecía a pagar el alquiler de la casa y a darles quinientas libras al año, y muchas esposas de curtidores, que eran ricas, ofrecían también sumas considerables. Me escuchó y me prometió visitar el lugar para estudiar el asunto. Había ido sola, sin la pequeña Dany. Eso debió de enfadar al cardenal, pues me dijo que me estaba volviendo coqueta, pero que me perdonaba a causa de mis buenas obras. Quizá se había fijado que enseñaba mi corpiño de moaré plateado, que no había visto la vez anterior, y que llevaba pendientes más bonitos y siete u ocho lunares. Me puse roja como la grana. «Seréis coqueta pero al menos sois recatada. Vaya lo uno por lo otro», me dijo en voz baja. Le hice una profunda reverencia y me marché. Quince días después vino a Saint-Médard; el señor cura me advirtió y estuve presente cuando descendió de su carroza. Tuvo a bien ir a pie a visitar la casa que yo quería alquilar para los huérfanos y le pareció cómoda; recorrió dos calles a pie, y al observar que mi vestido y mis faldas arrastraban, y a pesar de que me negaba por respeto, quiso a toda costa que uno de mis lacayos me llevara la cola. No había vuelto a caer en el error de la última audiencia y advirtió que no llevaba ni lunares ni pendientes.
—Monseñor —respondí—, es que esperaba a Vuestra Eminencia.
Se echó a reír y elogió mi atuendo.
—Sería deseable —dijo en voz alta— que todas las damas fueran vestidas tan discretamente.
Más de una que pensó para sus adentros que cuando él no estaba presente yo era más presumida. El orfanato fue un éxito y funcionó muy bien.
¿Quién podía pensar que algo pudiese turbar una vida tan deliciosa? Fue el señor de Mansard, superintendente de la construcción, quien por amistad vino a avisarme de que cinco o seis personas pedían mi apartamento del Luxemburgo y que le habían dicho al rey que no me ocupaba de él y que tenía una casa en el barrio de Saint-Marceau, donde vivía permanentemente; que él me había defendido siempre, pero que al fin no podría evitar que perdiera la casa si no volvía a habitar en el Luxemburgo. Le creí y tuve ocasión de arrepentirme. Volví a aquella desgraciada morada y por la noche fui a casa del señor Terrac, donde se jugaba continuamente, volví al juego y perdí sumas inmensas; perdí todo mi dinero y luego mis pendientes y mis sortijas: ya no había modo de poder hacer la hermosa. La rabia se apoderó de mí, vendí mi casa del barrio de Saint-Marceau, perdí el dinero de la venta, ya no pensaba en vestirme de mujer y me fui de viaje para disipar mi pesadumbre. Antes de partir, metí a la pobre Dany en un convento, donde se comportó de maravilla, se hizo monja dos años más tarde y yo pagué su dote.