FRAGMENTO PRIMERO

Me ordenáis, señora[4], que escriba la historia de mi vida; ni pensarlo, pues no veríais en mi relato ni ciudades tomadas al asalto ni batallas victoriosas. La política no brillaría más que la guerra. Bagatelas, pequeños placeres, niñerías: no esperéis otra cosa. Un natural feliz, tiernas inclinaciones, nada negro en el espíritu, alegría por doquier, necesidad de gustar, pasiones vivas: virtudes en el bello sexo, defectos en un hombre. Si vos os sentiríais avergonzada de leer, ¿cómo debería sentirme yo al escribir? Podría excusarme en una mala educación, pero no se me disculparía. Mas, sin duda se trata de argumentos inútiles. Vos ordenáis, yo obedezco. Pero aceptad que os obedezca por partes; escribiré algún acto de mi comedia sin ninguna relación con el resto; por ejemplo, me apetece contaros las grandes y memorables aventuras del barrio de Saint-Marceau.

Es extraño que sea imposible deshacerse de una costumbre de la infancia: mi madre me acostumbró a llevar vestidos femeninos desde mi nacimiento y continué llevándolos en mi juventud; hice teatro durante cinco meses como muchacha en una gran ciudad[5] sin que nadie se diera cuenta del engaño; tenía pretendientes a los que concedía pequeños favores, pero era muy reservado con ellos en cuanto a los grandes; todos se hacían lenguas de mi recato.

Disfrutaba del mayor placer que se puede gustar en esta vida; el juego, que siempre me ha perseguido, me curó de esas bagatelas durante algunos años, pero, cada vez que me arruiné y quise dejar el juego, recaí en mi antigua debilidad y volví a convertirme en mujer. Con este propósito, compré una casa en el barrio de Saint-Marceau, en medio de la burguesía y el pueblo, para poder vestirme a mi antojo entre personas que no criticarían lo que yo hiciera. Empecé por volverme a agujerear las orejas, pues los antiguos orificios se habían cerrado, me puse corsés bordados y batas doradas y negras con adornos de raso blanco, un cinturón convexo y un gran moño de cintas detrás para marcar el talle, una larga cola que me arrastraba, una peluca muy empolvada, pendientes, lunares postizos, una cofia y una fontange. Al principio sólo llevaba una bata negra cerrada por delante con una abotonadura que llegaba hasta abajo y una cola de medio metro que me llevaba un lacayo, una peluca pequeña y poco empolvada, pendientes muy sencillos y dos grandes emplastos de terciopelo en las sienes. Vestido así fui a visitar al cura de Saint-Médard, que elogió mucho mi atuendo y me dijo que tenía más encanto que muchos curas, con sus casacas y sus capitas que no inspiraban ningún respeto; pues ése era poco más o menos el hábito de muchos curas de París. Fui también a ver a los sacristanes de la parroquia, que me habían alquilado un banco frente al púlpito del predicador, y después hice todas la visitas de mi barrio, a la marquesa de Usson, a la de Ménieres y a todas mis demás vecinas. No me puse otro vestido durante un mes y no falté ningún domingo a misa mayor ni al sermón del señor cura, lo que lo complació mucho. Iba también una vez por semana, con el señor vicario y el señor Garnier, a quien había escogido como confesor, a visitar a los pobres vergonzantes y a hacerles alguna caridad; pero, al cabo de un mes, me desabroché tres o cuatro botones del escote para dejar entrever un corpiño de moaré plateado que llevaba debajo. Me puse unos pendientes de diamantes que le había comprado cinco o seis años antes al joyero Lambert, mi peluca se hizo más larga y empolvada y cortada de manera que dejaba ver por completo los pendientes, y me puse tres o cuatro lunares pequeños alrededor de la boca y en la frente. Estuve aún un mes sin arreglarme más a fin de que todo el mundo se fuese acostumbrando insensiblemente y creyese verme siempre igual, lo que así ocurrió. Cuando vi que mi plan tenía éxito, me desabroché cinco o seis botones del bajo del vestido para dejar que se viese una falda de raso negro con lunares, cuya cola tenía la misma longitud que la del vestido; llevaba además debajo una enagua de damasco blanco, que sólo se veía cuando me llevaban la cola. Ya no me ponía calzones, pues me parecía que hacía más mujer, y no tenía frío porque era verano. Llevaba una corbata de muselina cuyas borlas caían sobre un gran lazo de cinta negra sujeto a la parte superior del vestido, lo que no impedía que se me vieran los hombros, que conservaba muy blancos gracias al gran cuidado que tuve toda la vida. Todas las noches me lavaba el cuello y el escote con agua de ternera y pomada de pies de carnero, que conservaban la piel blanca: así acostumbré poco a poco a la gente a verme arreglado. Estaba dando una cena a la señora de Usson y otras cinco o seis vecinas, cuando vino el señor cura a visitarme a las siete de la tarde; le rogamos que cenase con nosotras; era un buen hombre y se quedó.

—Desde ahora —me dijo la señora de Usson— os llamaré señora.

Me hizo girar y girar ante el señor cura, diciéndole:

—¿No tenemos aquí a una hermosa dama?

—Es verdad —contestó él—: pero ¿no se trata de un disfraz?

—No señor —le dije yo—, no, de hoy en adelante voy a vestir siempre así. Sólo llevo vestidos negros forrados de blanco o blancos forrados de negro, por lo que no puede reprochárseme nada. Estas señoras me aconsejan, como veis, esta forma de vestir y me aseguran que no me sienta mal. Además, os diré que, cenando hace dos días en casa de la marquesa de Noailles, llegó su señor cuñado de visita y elogió mucho mi vestimenta, y delante de todo el mundo me llamaba «señora».

—¡Ah! —exclamó el señor cura—. Me rindo ante semejante autoridad y reconozco, señora, que estáis muy bien.

Anunciaron que la cena estaba servida; permanecimos a la mesa hasta las once y mis criados acompañaron luego a su casa al señor cura. Desde entonces lo visitaba y ya no tuve reparos en ir a todas partes en bata, y todo el mundo se acostumbró.

He buscado saber de dónde me viene un placer tan extravagante. Helo aquí: lo propio de Dios es ser amado, adorado; el hombre ambiciona lo mismo tanto como su debilidad se lo permite; pero, como la belleza es lo que hace nacer el amor y ella es ordinariamente privilegio de las mujeres, cuando sucede que los hombres tienen o creen tener algunos rasgos de belleza capaces de provocar amor, intentan aumentarlos con adornos femeninos, que son muy favorecedores. Sienten ellos entonces el inexpresable placer de ser amados. Yo he sentido más de una vez lo que digo por dulce experiencia, y cuando, hallándome en bailes o teatros ataviado con hermosos vestidos, diamantes y lunares, he escuchado decir en voz baja a mi alrededor «¡Mira qué persona más hermosa!», he gustado de un placer que no se puede comparar con nada, tan intenso es. Ni la ambición, ni la riqueza, y ni siquiera el amor, lo igualan, porque nos amamos más a nosotros mismos de lo que amamos a los demás.

Con frecuencia invitaba a cenar a mis vecinas, aunque sin pretensión de dar festines. Eso ocurría habitualmente los domingos, pues los días de fiesta los burgueses se arreglan y sólo piensan en divertirse. Un día invité a la señora Dupuis y a sus dos hijas, al señor Renard y a su mujer, a su nieta, que se llamaba Charlotte, y a su nieto, al que llamaban señor de la Neuville. Eran las seis de la tarde y estábamos en la biblioteca, que aparecía muy iluminada por un candelabro de cristal; tenía, además, numerosos espejos, mesas de mármol, cuadros y porcelanas: un lugar magnífico. Ese día yo iba muy arreglado con un vestido de damasco blanco forrado de tafetán negro y adornado de terciopelo negro, con una cola que arrastraba medio metro, un corpiño de tornasol plateado que se veía por completo, un gran lazo de cintas negras en el escote, sobre el que caía una corbata de muselina con borlas, una falda de terciopelo negro y dos enaguas debajo para no pasar frío, porque desde que llevaba faldas no utilizaba calzones, pues me creía de verdad mujer. Llevaba ese día unos bonitos pendientes de brillantes, una peluca muy empolvada y catorce o quince lunares. El señor cura llegó de visita y todo el mundo estuvo encantado de verlo porque era muy querido en la parroquia.

—¡Ah, señora! —exclamó al entrar—. Os veo muy engalanada. ¿Vais al baile?

—No, señor, he invitado a cenar a mis encantadoras vecinas y no deseo otra cosa que gustarles.

Nos sentamos y se comentaron las novedades (al señor cura le encantan). En mi mesa se encontraban siempre gacetas, publicaciones científicas, los Trevoux y el Mercure Galant[6], y cada cual tomaba lo que prefería. Les hice leer una historia del Mercure del mes anterior, en el que se hablaba de un hombre de alcurnia que quería ser mujer porque era guapo, y a quien complacía que lo llamaran señora, se ponía hermosos vestidos, faldas, pendientes y lunares, y tenía cortejadores.

—Veo que el retrato se parece mucho a mí —les dije— y no sé si debo enfadarme.

—¡Oh, señora! —dijo la señorita Dupuis—, ¿por qué habríais de enfadaros? ¿Acaso no es verdad? ¿Y acaso habla mal de vos? Al contrario, dice que sois bella, y yo creo que hubiera debido poner claramente vuestro nombre. Me dan ganas de visitar al que ha escrito eso para decírselo.

—Guardaos bien —le dije—. Me agrada mucho estar bella para vosotros, pero voy a la ciudad engalanada así lo menos posible. La gente es tan malvada y es una cosa tan rara que un hombre desee ser mujer, que es fácil exponerse a bromas desagradables.

—¡Qué decís, señora! —me interrumpió el señor cura—. ¿Es que habéis encontrado alguna vez a alguien que haya condenado vuestra conducta al respecto?

—Ya lo creo, señor. Tengo un tío consejero de Estado, llamado señor de… que, al saber que me vestía de mujer, vino a verme una mañana para reñirme. Yo estaba en mi tocador, acababa de ponerme la camisa y me levanté. «No, sentaos y vestíos», dijo, y se sentó frente a mí. «Ya que me lo ordenáis, querido tío, os obedezco. Son las once y hay que ir a misa». Me pusieron un corpiño anudado a la espalda y un traje de terciopelo negro de brocado, una falda del mismo tejido sobre una enagua corriente, una corbata de muselina y una pañoleta negra y dorada en el escote. Me quité mi cofia de noche y me puse una peluca muy rizada y empolvada. El buen hombre no decía una palabra. «Acabo en seguida, querido tío —le dije—, ya sólo me falta ponerme los pendientes y cinco o seis lunares», lo que hice al momento. «Por lo que veo, debo llamarte sobrina. En verdad, eres muy bonita», dijo. Le salté al cuello y lo besé varias veces. No me dirigió ningún otro reproche, me hizo subir a su carroza y me llevó a misa y a comer con él.

La historieta divirtió a la reunión.

El señor cura hizo ademán de marcharse pero se quedó. Se comió bien, con alegría e inocencia y, al final, bebimos vino caliente.

Le dije en voz baja a la señorita Dupuis que deseaba mucho ir al pabelloncito del jardín y le rogué que se lo propusiera a los demás invitados. El señor de la Neuville me tomó de la mano y llamé a un lacayo para que me llevara la cola.

—No, no, la quiero llevar yo —dijo la señorita Dupuis—. Las damas de honor les llevan la cola a las princesas.

—Pero ¡yo no soy una princesa!

—Pues, esta noche lo seréis, señora, y yo seré vuestra dama de honor.

—¿Sólo esta noche?, se rió el señor de la Neuville.

Me eché a reír también y le dije gravemente:

—Ya que soy princesa, os nombro dama de honor. Llevadme también vos la cola.

Descendimos al pabellón, tan pequeño que el grupo apenas cabía. Nos tumbamos en los canapés que había alrededor de la estancia y, para divertir a mis amigas, les dije que les permitía venir a saludarme y besarme. Todo el mundo desfiló y, convencido de que el señor cura no guardaba su turno por discreción, me levanté y lo abracé de todo corazón.

Tenía un banco frente a su púlpito, los sacristanes me enviaban siempre un cirio encendido para asistir a la procesión y yo los seguía inmediatamente. Un lacayo me llevaba la cola y, el día del Santísimo Sacramento, como la procesión daba una gran vuelta, pues llegaba hasta los Gobelinos, el señor de la Neuville me daba la mano y me servía de escudero.

Al cabo de cinco o seis meses me trajeron el pan bendito[7] para que lo repartiera en la parroquia; lo hice magníficamente, pero sin necesidad de hacer sonar los clarines. Los sacristanes me habían dicho que era necesario que una mujer presentase el pan bendito e hiciera la colecta, y que estaban seguros de que les haría ese honor. Yo no sabía qué hacer, pero la señora marquesa de Usson me convenció. Me dijo que ella también había hecho la colecta y que eso gustaría a toda la parroquia. No me hice más de rogar y me preparé como para una fiesta que debía convertirme en espectáculo de la multitud. Me hice un traje de damasco blanco de China forrado de tafetán negro anudado por delante con lazos negros, cintas en las mangas y, detrás, una gran lazada de cintas negras para marcar la cintura. Pensé que la ocasión requería una sobrefalda de terciopelo negro, pues estábamos en octubre y el terciopelo estaba de moda. Desde entonces siempre he llevado dos faldas y me he hecho recoger la de encima con grandes lazos. Mi peinado era muy galante: llevaba una cofia de tafetán negro constelada de cintas y ajustada sobre una peluca muy empolvada. La señora de Noailles me prestó unos pendientes de brillantes, y además llevaba tres o cuatro grandes alfileres para el pelo de diamantes y rubíes en el lado izquierdo, y tres o cuatro lunares grandes y más de una docena de los pequeños. Siempre me han gustado mucho los lunares y no hay nada que siente mejor. Llevaba también un velo de encaje de Malinas que fingía cubrir un seno. En fin, iba muy bien ataviada. Presenté el pan bendito e hice la ofrenda con bastante buena traza, por lo que me dijeron, y luego hice la colecta. No es por presumir, pero jamás se había recogido tanto dinero en Saint-Médard. Hice la colecta por la mañana durante la misa mayor, y por la tarde durante las vísperas y durante la salve. El señor de la Neuville era mi escudero y me seguían una doncella y tres lacayos, uno de los cuales me llevaba la cola del vestido. Se me lanzaron pullas por haber estado algo coqueta, sobre si al pasar entre las sillas me paraba a veces, mientras el macero me abría paso, o me divertía mirándome para arreglarme los pendientes o la pañoleta, pero sólo lo hice por la tarde durante la salve y poca gente se dio cuenta. Durante todo el día estuve muy ajetreada, pero sentí un placer tan grande al verme aplaudida por todo el mundo, que no noté el cansancio hasta que me acosté. Olvidaba decir que recogí doscientas setenta y dos libras. Tres apuestos jóvenes que no conocía me dieron cada uno un luis de oro. Me pareció que eran forasteros. Es verdad que vino mucha gente de otras parroquias al saber que yo iba a hacer la colecta y confieso que por la tarde, durante la salve, experimenté un gran placer. De noche se habla con mayor libertad. Dos o tres veces, en diferentes lugares de la iglesia, escuché decir: «¿Será verdad que es un hombre? Pues, entonces, tiene razón en hacerse pasar por mujer». Yo me volví hacia ellos y fingí que pedía un óbolo a alguien para darles el placer de mirarme. Se comprenderá que todo ello me confirmase extrañamente en el gusto de ser tratado como una mujer.

Aquellas alabanzas no eran forzadas: esas personas no me conocían y no pretendían agradarme.

La vida que llevaba en mi casita del barrio de Saint-Médard era muy agradable. Mis asuntos marchaban bien, mi hermano acababa de morir y me había dejado, una vez pagadas todas las deudas, casi cincuenta mil escudos. Tenía muebles muy bonitos, vajilla de plata, algo de plata sobredorada, pendientes de brillantes, dos anillos que valían por lo menos cuatro mil francos, y una hebilla de cinturón y brazaletes de perlas y rubíes. Mi casa era muy cómoda. Tenía una carroza de cuatro plazas y otra de dos, cuatro caballos de tiro, un cochero y un postillón que hacía de portero, un limosnero, un ayuda de cámara cuya hermana me hacía la compra y se ocupaba de vestirme, tres lacayos, un cocinero, una fregona para la vajilla y un saboyano para limpiar mi apartamento. A menudo les daba cenas a mis vecinas, y a veces al señor cura y al señor Garnier, y, sin presumir de ofrecer grandes comidas, la verdad es que eran muy buenas. Algunas veces ofrecía conciertos, para lo que enviaba mi carroza a recoger a mi viejo amigo Descoteaux. Hacía pequeñas loterías con chucherías y eso me daba cierto aire de magnificencia. Llevaba a mis vecinas a la ópera y a la comedia. En mi casa se encontraba siempre café, té y chocolate[8]. Todos los días a mediodía hacía decir misa a mi limosnero y no faltaba ninguna de las perezosas del barrio y, como me acostaba muy tarde, venían a despertarme para advertirme de que la misa estaba a punto de comenzar; me ponía rápidamente una bata, una falda y una cofia de tafetán para ocultar mi peinado de noche, y corría a escucharla. No me gustaba perdérmela.

En fin, me parecía que todo el mundo estaba contento de mí, cuando el amor vino a turbar mi felicidad.

Dos muchachas vecinas mías me demostraban una gran amistad y no tenían reparo en besarme; eso me convenía y les daba cenas a menudo; venían temprano y sólo pensaban en engalanarme; una me colocaba la cofia y la otra me ajustaba los pendientes, y cada una de ellas me pedía como un gran favor ocuparse del suministro de lunares; nunca estaban colocados a su gusto y, mientras los cambiaban de sitio, me besaban en las mejillas y en la frente. Un día se tomaron la libertad de besarme en la boca de un modo tan insistente y tierno que abrí los ojos y comprobé que aquello se debía a algo más que a la amistad.

A la que más me gustaba, que era la señorita Charlotte, le dije en voz baja:

—Señorita, ¿tendré la felicidad de ser amado?

—¡Ay, señora! —me respondió apretándome la mano—. ¿Se os puede ver sin amaros?

No bien hubimos establecido nuestras condiciones, nos prometimos un secreto y una fidelidad inquebrantables.

—No me he resistido —me decía un día— como lo hubiera hecho con cualquier hombre. Yo no veo más que a una hermosa dama, así que, ¿por qué privarme de amarla?

Por muchas ventajas que supongan los vestidos femeninos, es el corazón del hombre el que guía nuestros deseos y los encantos del bello sexo nos asaltan de golpe, impidiéndonos tomar precauciones. Respondí a su ternura con la mía. Pero, a pesar de que la amaba mucho, me amaba aún más a mí mismo y sólo pensaba en gustar al género humano. Charlotte y yo nos escribíamos todos los días y nos veíamos continuamente, pues la ventana de su habitación estaba justo enfrente de la mía gracias a la estrechez de la calle Sainte-Geneviève. Sus cartas eran de una candidez encantadora. Le devolví más de cien, de las que sólo conservo dos por casualidad.

Primera carta

«Qué adorable fuisteis anoche, mi bella dama; disfruté mucho durante la cena y cien veces sentí el deseo de besaros delante de todo el mundo. Dicen que os amo, ¿y acaso no es verdad? No quiero ocultarlo y, si vos no lo decís, yo lo haré. Mi abuelo me dice en secreto: “Hija mía, creo que la señora de Sancy te ama y eres muy afortunada”. Oh, señora, no me pude contener y le respondí: “Abuelo, nos amamos de todo corazón, pero la señora no quiere que se sepa”. Adiós, mi madrastra acaba de entrar (aquella madrastra la atormentaba).»

Segunda carta

«En verdad, señor, estoy desesperada. Quisiera no haberos conocido jamás, por malo que eso fuera, por la tristeza que me causáis. Creo que han descubierto nuestra amistad; vos tenéis la culpa; ¿por qué me habláis tan íntimamente al oído? Hace tiempo que me espían. No sé si es porque me han visto ir al pabellón, pero el caso es que me han hecho reprimendas que me disgustan. Cuando vengáis no dejéis de hablarme, haced como si nada, a fin de que crean que están equivocados. El Espíritu Santo me ha inspirado la idea de no volver a vuestra casa. Fui a la de la señorita Dupuis y vinieron a buscarme, después fui a casa de mi tía y también vinieron. Guardaos muy bien de echarme nada desde vuestra ventana. En verdad, señor, amaros me hace muy desgraciada. Os escribo esta carta a duras penas, pues no pasa un momento sin que vengan a mi habitación a ver qué hago. No me esperéis más en el pabellón. No sé si se han dado cuenta de que me enviáis cartas; cuando enviéis alguna, hacedlo con suficientes precauciones para que nadie se dé cuenta. Os confieso que estoy muy apenada. Si pudiera me iría a pasar tres meses a un convento. ¿Qué decís?

No me preguntéis si tengo algo que daros. Si tengo alguna carta os la daré cuando encuentre la ocasión».

En esa época se celebró una boda en casa de una persona de condición perteneciente a mi familia y buena amiga mía. Había comido allí y decidí volver enmascarado después de la cena. Habría música de violines. Fui al punto a mi casa y les propuse a mis bonitas vecinas cenar y luego disfrazarse. Los jóvenes no piden nada mejor. Hice que la señorita Charlotte se vistiese de muchacho y para ello alquilé un traje adecuado, junto con una hermosa peluca, y resultó un caballero muy guapo. Me reconocieron en seguida porque habían visto antes mi vestido y me vi obligado a quitarme la máscara y a ponerme en la fila de las damas del baile. El resto del grupo permaneció enmascarado. Charlotte me invitó a bailar y el minué que bailamos gustó mucho. La agitación me sentó bien y me retiré a mi lugar con la cara arrebolada. La señora de la casa, que no solía ser halagadora, vino a abrazarme y me dijo en voz baja: «Reconozco, querida prima, que os sienta muy bien el traje y que esta noche estáis bella como un ángel». Cambié de tema y llamé a Charlotte, que se quitó la máscara y mostró una carita muy linda. «Señora, aquí tenéis a mi amante. ¿Verdad que es guapo?». Todos vieron que era una muchacha. Volvió a ponerse la máscara y me dio la mano para bailar. La pequeña Charlotte me sirvió de escudero durante toda la velada y eso aumentó mi cariño. Ella se dio cuenta y me dijo con ternura:

—¡Vaya, señora, me doy cuenta de que os gusto más con chaleco, que no siempre me está permitido llevar!

Al día siguiente compré el traje que había alquilado para ella, y que parecía hecho a su medida, y lo hice guardar en un armario junto con la peluca, los guantes, la corbata y el sombrero y, cuando vinieron a verme mis vecinitas, el azar quiso que el armario se abriera y vieran el traje; se echaron encima de él, que era lo que yo quería, pues se lo pusieron a la chiquilla y hétela aquí convertida de nuevo en un guapo mozo. Cuando se fueron la visitas quiso desvestirse; yo no podía soportarlo y dije que le regalaba el traje, que yo no iba a ponérmelo y que, en pago, sólo le pedía que se lo pusiera siempre que mis vecinas me hicieran el honor de cenar conmigo. La tía de Charlotte —pues no tenía padre ni madre— puso algunos reparos, pero se rindió cuando las demás dijeron que estaban dispuestas a hacer un trato semejante cuando yo quisiera. Así tuve el placer de tenerla a menudo como muchacho y, como yo era mujer, formábamos un verdadero matrimonio. Yo poseía un pabellón al extremo del jardín, por cuya puerta trasera ella venía a verme siempre que podía, gracias a las señales que teníamos para entendernos. En cuanto entraba en el pabellón, le colocaba la peluca para imaginarme que era un muchacho y ella, por su parte, no tenía ninguna dificultad en imaginar que yo era una mujer, así que, contentos los dos, disfrutábamos mucho. Tenía en mi pabellón muchos retratos hermosos y les propuse a mis dos jóvenes vecinas hacerlas pintar, a condición de que Charlotte fuera retratada como caballero. Su tía, que se moría de ganas de tener un retrato suyo, consintió, y yo quise a mi vez ser retratada como mujer para hacer pareja con mi amiguita. No había vanidad en mí, pues ella era mucho más guapa que yo. Hice llamar al señor de Troyes[9], que vino a pintarnos al pabellón. Esto duró un mes y, cuando los retratos estuvieron acabados y colocados en bellos marcos, se colgaron en el pabellón uno junto al otro y mis vecinos decían:

—Qué buena pareja, habría que casarlos y se querrían mucho.

Y se reían, sin saber cuánta razón tenían: ni en mil años las madres hubieran desconfiado de mí y creo, Dios me perdone, que hubieran dejado que me acostase con sus hijas sin sentir escrúpulos. Nos besábamos en todo momento sin que ellas lo encontraran mal.

Una vida tan dulce fue turbada sin embargo por los celos. La señorita de… (que también me amaba) se dio cuenta de que no la quería, que no me daba prisa en pintarla, y observó a su compañera y la vio entrar en el pabellón por la puerta trasera. Corrió a advertir a la tía, que en seguida quiso reñir a la sobrina, pero la pobre niña le habló con tanto candor que no tuvo valor para hacerlo.

—Querida tía —le dijo, abrazándola—, es cierto que le señora me ama. Me ha hecho mil pequeños regalos y puede hacer mi fortuna. Sabéis muy bien, querida tía, que no somos ricos. Ella me pide que la visite a solas en su pabellón y he ido cinco o seis veces, pero ¿en qué creéis que pasamos el tiempo? Pues en vestir a la señora cuando tiene que hacer una visita, ponerle sus pendientes y sus lunares, hablar de su belleza. Os aseguro, querida tía, que ella no piensa en otra cosa y yo le digo sin cesar «¡Señora, que hermosa estáis hoy!». Entonces, ella me abraza y me dice «Querida Charlotte, si pudieras ir siempre vestida de muchacho nos casaríamos. Es necesario que encontremos el modo de acostarnos juntos sin ofender a Dios. Mi familia jamás daría su consentimiento, pero podríamos hacer un matrimonio de conciencia. Si tu tía quiere venir a vivir con nosotros le daré un apartamento en mi casa y un lugar en mi mesa. Pero quiero que vayas siempre vestida de muchacho y que uno de mis lacayos te sirva». Ya veis, querida tía, en qué nos entretenemos y, si todo eso ocurriera, ¿no veis que íbamos a ser muy felices?

Tras estas dulces palabras, la tía se ablandó y mi amiguita, para jugar mejor su juego, la condujo al pabellón. Esa primera vez la colmé de atenciones y le ofrecí establecer con su sobrina una alianza inocente. Dijo que haría cuanto yo quisiera. Así que mandé preparar todo lo necesario para la fiesta del jueves de carnaval. Invité a todos los parientes de Charlotte.

Vinieron dos primos hermanos curtidores con sus mujeres y tres de sus hijos. Cenaron todos en mi casa. Me atavié con toda mi pedrería y un vestido nuevo. A la chiquilla le había mandado hacer un traje y la hice llamar señor de Maulny, nombre de unas tierras con diez mil libras de renta que pensaba regalarle. Celebramos la ceremonia antes de cenar para disfrutar mejor de la velada. Yo llevaba un vestido de moaré plateado y un ramito de azahar prendido en la nuca como todas las novias. Y delante de todos los parientes dije en voz alta que tomaba al señor de Maulny allí presente por marido, y él dijo que tomaba a la señora de Sancy por esposa. Nos cogimos de la mano, él me puso una alianza de plata y nos besamos. Llamé «primos» a los curtidores y «primas» a las curtidoras y creyeron que les hacía un gran honor. Cenamos espléndidamente y después paseamos por el jardín, donde se cantó y se bailó. Les hice pequeños regalos a todos, tabaqueras, corbatas bordadas, cofias, guantes y chales. A la tía le di un anillo de cincuenta luises y, cuando todos los ánimos estuvieron bien dispuestos, mi ayuda de cámara, ya advertido, anunció que era medianoche. Todos dijeron que los novios debían acostarse. El lecho estaba preparado y la habitación muy iluminada; me senté al tocador y me hicieron un tocado de noche con bonitos cucuruchos y muchas cintas y me ayudaron a acostarme. El señor de Maulny, a ruegos míos, se había hecho cortar los cabellos al modo masculino, de suerte que después de acostarme apareció en bata, con su gorro de dormir en la mano y los cabellos recogidos con una cinta color fuego. Hizo algunos remilgos y luego se acostó junto a mí. Toda la parentela vino a besarnos, la buena tía corrió las cortinas y cada cual se fue a su casa.

Entonces nos abandonamos a la alegría sin traspasar los límites de la decencia, lo que es difícil de creer y sin embargo es la verdad.

Al día siguiente de nuestra alianza o supuesto matrimonio, hice colocar un letrero conforme alquilaba el segundo piso. La tía lo alquiló y vino a vivir con Charlotte, que por casa iba siempre vestida de muchacho porque ello me complacía, y mis criados no osaban llamarla de otro modo que señor de Maulny. Algunas mañanas mandaba llamar a los comerciantes de telas para que me viesen en la cama con mi querido marido; delante de ellos desayunábamos pasteles de hojaldre y nos dábamos pequeñas muestras de afecto; después, el señor de Maulny se ponía la bata e iba a vestirse a su apartamento, y yo me quedaba con los comerciantes escogiendo telas. Algunos, simpáticos, me hablaban del bonito rostro y de los encantos del señor en cuanto éste salía.

—¿No soy afortunada —les decía— de tener un marido tan agraciado y tan dulce, que no me contradice en nada y al que amo de todo corazón?

—Señora —replicaban—, no merecéis menos. A una hermosa dama le corresponde un apuesto caballero.

Por lo demás, nuestra casa funcionaba muy bien. Aparte de mi pequeña debilidad de querer pasar por mujer, no podía reprochárseme nada. Iba a misa todos los días, a pie, a alguno de los conventos que había en los alrededores de mi casa; un lacayo me llevaba la cola y los otros un escabel de terciopelo negro para arrodillarme y mi libro de horas; iba una vez por semana con el señor cura o el señor de Garnier a visitar a los pobres a hacerles caridad; esto me hacía conocido en la parroquia y oía a las aguadoras y a las vendedoras de fruta decir en voz alta a nuestro paso:

—Qué señora tan buena. Dios la bendiga.

—¿Por qué será —dijo otra un día— que cuando las mujeres son tan bellas se aman tanto a sí mismas y tan poco a los pobres?

En otra ocasión, una vendedora de manzanas, a la que le compré todo lo que llevaba en el delantal para dárselo a una pobre familia, me dijo, juntando las manos:

—Dios sea con vos, buena señora, y os conserve cincuenta años más tan lozana como ahora.

Estas ingenuas alabanzas resultaban muy agradables y me di cuenta de que no dejaban insensible al señor cura.

—Como veis, señora —me decía—, Dios recompensa las buenas obras con pequeños placeres terrenales. Vos amáis un poco vuestra persona, reconocedlo, y como hacéis buenas obras sois recompensada con las alabanzas del pueblo, de modo que me veo obligado a aplaudir algo que en otro hombre me parecería debilidad.

Discurriendo de este modo finalizábamos nuestros paseos y luego íbamos a la parroquia a oír misa; allí encontraba a mis lacayos y les ordenaba volver a una hora determinada para acompañarme de vuelta a casa.

Un día me arriesgué a ir a la comedia con mi querido Maulny y su tía, pero me miraron y examinaron demasiado; más de veinte curiosos me esperaban a la salida para verme subir a la carroza y algunos fueron tan insolentes como para hacerme cumplidos por mi belleza; les respondí con un semblante reservado y desdeñoso, y, para evitar el escándalo, me abstuve de volver en mucho tiempo. La ópera es distinta. Como las entradas son caras y todos quieren disfrutar del espectáculo, el público guarda la compostura y he estado allí veinte veces sin que nadie me dijera nada. Tomé entonces la resolución de quedarme en casa o en mi barrio, donde podía hacer lo que me viniera en gana sin que nadie me criticase.

Un día que me paseaba por mi jardín me ocurrió un pequeño accidente. Sufrí un esguince tan violento que tuve que guardar cama durante ocho o diez días y permanecer en mi habitación otras tres semanas más. Procuraba divertirme. Mi apartamento era magnífico; mi lecho era de damasco carmesí y blanco, y lo mismo la tapicería, los cortinajes de las ventanas y el revestimiento de las puertas. Un gran entrepaño de cristal, tres grandes espejos, otro sobre la chimenea, porcelanas, bargueños del Japón, cuadros con marcos dorados, una chimenea de mármol blanco, un candelabro de cristal, siete u ocho placas con velas que se encendían al anochecer… Mi lecho era de estilo duquesa, con cortinajes recogidos con cintas de tafetán blanco; las sábanas eran de encaje y había tres grandes almohadones y tres o cuatro cojines atados en las esquinas con cintas de color fuego. Normalmente estaba sentada, con un corsé de Marsella sujeto con cintas negras, una corbata de muselina y un gran moño de cintas en el escote, una peluca corta muy empolvada que dejaba ver mis pendientes de diamantes, cinco o seis lunares y mucha alegría, pues no estaba enferma.

Mis vecinos y vecinas me hacían compañía todas las tardes y por la noche invitaba a cinco o seis a cenar; a veces había música pero nunca juego porque no podía soportar las cartas. Estando así recibí muchas visitas y todos alababan mi atuendo, que no podía ser más discreto, ya que debo señalar que sólo llevaba cintas negras. En cuanto mi pie se restableció un poco, me levanté y pasaba las jornadas tendido en un canapé con batas más dignas que magníficas.

No por ello dejaron de ir a contarle al señor cardenal que llevaba vestidos dorados cubiertos de cintas color fuego, lunares y pendientes de brillantes, y que iba así de emperifollada a la misa mayor de mi parroquia, donde distraía a cuantos me veían. Su Eminencia, que deseaba que todo estuviera en orden, envió a un abate amigo mío en quien él confiaba a visitarme y ver lo que sucedía; éste me lo refirió amigablemente y me aseguró que le diría a Su Eminencia que mi indumentaria era discreta y nada ostentosa, que mi vestido era negro con florecillas doradas que apenas se veían y estaba forrado de raso negro; que llevaba pendientes de brillantes muy bonitos y sólo tres o cuatro lunares pequeños; que así me había encontrado en el momento justo en que me dirigía a misa y que, por tanto, todo lo que le habían contado de mí era pura maledicencia.

Quedé tranquila y continué llevando una vida muy agradable. Se inventaron coplas sobre mí y yo les dejé cantar. Hasta me dan ganas de dar a conocer algunas estrofas, como éstas:

Según la tonada de «Vuestro juego hace demasiado ruido»:

Sancy, del barrio de Saint-Marceau,

viste como una belleza.

No andaría tan guapo, no,

estando entre la nobleza.

Es amable y es galante:

él tendrá muy pronto amantes.

Todo el mundo en Saint-Médard

contempla maravillado

sus lunares, sus pendientes,

sus trajes de oro y brocado,

su cutis y ojos brillantes:

él tendrá muy pronto amantes.

Gran placer produce verlo

con su perifollo extremo,

en la mano un espejito

con que se idolatra el bello.

Dulzura y aire elegante:

él tendrá muy pronto amantes.

Sentado está en la parroquia

y se mira para ver,

como una joven esposa,

si están sus lunares bien

y gustar al que está delante:

él tendrá muy pronto amantes.

Cuando ofreció el pan bendito,

los gastos a sus expensas

por no hacer la cosa a medias,

mostró su magnificencia.

Cura y sacristán, radiantes:

él tendrá muy pronto amantes.

Luego las limosneras

le mostraban las prebendas.

Decían muy zalameras:

«Ella es la flor de la fiesta».

No hay alabanzas bastantes:

él tendrá muy pronto amantes.

Nada sabría rehusar

mientras la llamen señora.

Con tal de oírse incensar

el alma da en buena hora.

Da regalos deslumbrantes:

él tendrá muy pronto amantes.

El reúne en su mansión

al curtidor y la curtidora.

Y allí ofrece a toda hora

música y buen resopón,

tabaqueras y hasta guantes.

El tendrá muy pronto amantes.

En su casa y sin parné

se juega a la lotería.

Todo lo que hace está bien.

Quiere que se cante y ría

y que lo pasen en grande:

él tendrá muy pronto amantes.

¿No hay motivo de deleite

con la vida que escogió?

Si su cara lo consiente,

¿es que ha de darnos cuentas? ¡No!

Criatura fascinante:

él tendrá muy pronto amantes.

Si es débil con su beldad,

si se cree el Amor mismo,

hay que decir la verdad:

merece todos los mimos.

Virtuoso y tolerante:

él tendrá muy pronto amantes.

Ama a los mendicantes,

los busca en el tercer piso;

de seguirlo en ese viaje

está el cura bien servido.

Acaricia a los infantes:

él tendrá muy pronto amantes.