Krista, Frank, Erasmus, Thomas
El cementerio
Erasmus se aclaró la garganta después de la lectura.
—No hay nada nuevo, era de suponer algo así —dijo.
—Sabemos cuál era la intención de Giulio Clovio. Parece que también sintió la rara influencia del mapa. Hizo bien en deshacerse de él.
—¿Ustedes creen en las maldiciones? Antes que nada debimos mandar hacer un exorcismo a ese mapa y a la lista del tesoro.
—No más sandeces, Thomas. ¿No me digas que crees en esas cosas? Además, ya no tenemos el dinero, ¿te parece poco «exorcismo»? —respondí algo molesto.
—¿Saben? Yo sí creo en los exorcismos. ¿Conservas el mapa y la lista, Frank? —preguntó Erasmus.
—Claro. Son antigüedades.
—Dámelos, te los devolveré.
Miré a Erasmus con suspicacia. ¿Qué se traería entre manos? Accedí a dárselos, no me gustaba tenerlos aunque no quería admitirlo.
—Están en casa. Mañana los llevaré a la tienda.
Nos despedimos. Thomas subió a su moto y desapareció por el largo camino del cementerio. Los demás subimos a nuestros respectivos coches y nos alejamos de allí.
—¿Para qué querrá Erasmus la lista y el mapa? —preguntó Krista.
—Parece que tiene la intención de exorcizarlos.
—No sé para qué. De haber un maleficio, ya no nos puede alcanzar, no tenemos ninguna fortuna.
—Cosas del griego. No quiero saber más de eso, amor —dije, dando el tema por terminado.
Al día siguiente Erasmus se presentó en la tienda para despedirse. Dijo que tenía algo muy importante entre manos, que se mantendría en contacto con nosotros y se marchó llevando consigo el mapa y la lista.
Ya dudaba de volver a verlo cuando unos meses después llamó por teléfono. Pidió reunirse con todos en mi casa esa noche, dijo que era urgente y que debíamos estar presentes los cuatro. Me comuniqué con Thomas, que aún no se había ido a la Patagonia.
Cuando llegó Erasmus, me costó reconocer en él al guardaespaldas de Spiros, tampoco vi al dependiente de la tienda de antigüedades ni al expedicionario de la isla Sapelo. Lucía bronceado, vestido con un traje de lino de color claro, y se movía con una prestancia que no le había visto antes. Se alegró de vernos de nuevo y nos abrazó uno a uno. Todos celebramos el reencuentro.
—Tengo buenas noticias —anunció.
—Ardo en deseos de conocerlas —bromeé, sin tomarlo en serio.
Erasmus sacó del bolsillo interior de su chaqueta tres sobres. Nos entregó uno a cada uno y esperó a que los abriéramos. Cada sobre contenía un cheque por valor de poco menos de dos millones y medio de dólares. Erasmus miraba con una sonrisa nuestras caras de asombro.
—¿Qué es esto, Erasmus? —atinamos a preguntar casi al unísono.
—Es la parte que les corresponde de lo que encontramos en Sapelo. Equitativamente —recalcó.
—¿De dónde lo has sacado? No puedo creer que…
—¿Recuerdan la noche que Spiros nos enseñó el tesoro? Tomé cuatro doblones de oro y los guardé disimuladamente en un bolsillo del pantalón. Tengo algunos conocidos entre las amistades de Spiros, me comuniqué con uno de ellos que tiene una enorme fortuna y suele estar interesado por este tipo de piezas antiguas. Me pagó cerca de dos millones y medio por cada moneda. Valen más, pero no quise complicaciones. Dijo que las pondría en una subasta privada, estaba muy entusiasmado por la antigüedad y por la rareza de las piezas.
Miré a Krista y luego a Thomas. Estábamos reticentes a aceptar el dinero.
—Parece que hayas olvidado que el tesoro está maldito.
—Frank, aquí la única maldición es la que anida en cada una de las personas con las que hemos tratado. La codicia, que llevó a traicionar a los demás. Y nosotros nunca hemos caído en eso.
—No sé… Erasmus… Tú robaste esos doblones.
—¿Que los robé? ¿A quién? ¿A Yarik? ¿A Spiros? Ese tesoro no tenía dueño y nosotros lo encontramos. Era nuestro, Frank, y ellos nos lo quitaron. No soy yo el ladrón. Tomé las monedas, una para cada uno, para conservar un recuerdo de esos días. Cuatro monedas entre catorce mil. Pero después el dinero desapareció y preferí venderlas. No lo hice por egoísmo o ambición. Es nuestro futuro, Frank, y trabajamos mucho por él. No deberías dejarlo pasar.
—Yo sí aceptaré ese cheque —dijo Thomas—. Todos los que murieron obraron mal de una forma u otra. Pizarro robó el oro a los incas, Martín robó a Pizarro. Spiros nos robó a nosotros, si después se arrepintió fue por su conveniencia y quién sabe si dijo toda la verdad. Yarik nos robó a todos, Asmuldson era un hombre sin escrúpulos que quizá mató a una mujer, Huguette es el paradigma de la ambición… Pero nosotros no hicimos más que seguir las instrucciones del manuscrito. No tenemos nada que temer.
Aquel chiquillo me convenció con su ingenua lógica. Aceptamos los cheques y sellamos el negocio con fuertes abrazos. Al despedirnos, pregunté a Erasmus:
—¿Por fin llevaste el mapa al exorcista?
—Hice algo mejor, Frank: se lo devolví al diablo. Va con las monedas, en el mismo paquete. Quizá alguien lo tome en serio y vuelva a empezar la historia. —Erasmus rio a carcajadas.
Fue la última vez que lo vi en persona. De vez en cuando hablamos por teléfono. Viaja constantemente por todo el mundo, es su pasión. Thomas se fue a su soñada Patagonia y debe de estar escribiendo la novela de su vida.
Cecile Madock falleció trece meses después de que la lleváramos a vivir con nosotros. Krista logró hacerla feliz en la última etapa de su vida, y yo nunca olvidaré a aquella amable y misteriosa dama, depositaria del secreto que dio inicio a toda una aventura. Cuando le contamos lo ocurrido con el reloj, ella comprendió el verdadero significado del tesoro del que le hablaba Giacomo, el hombre que tanto la amó. Aún recuerdo las últimas palabras de la anciana: «El único tesoro es el amor».
Ewin, el sobrino de Cecile Madock, se me acercó el día del entierro de su tía y preguntó por el reloj. Dijo que le pertenecía. No era cierto, pero preferí entregárselo. Ya había cumplido su misión.
Krista y yo estamos felizmente casados y llevamos una vida tranquila, parece que la mafia tailandesa se olvidó de ella. Cuando Krista iba a decirme su verdadero nombre sellé sus labios con mi dedo índice; no quise saberlo. Para mí siempre será Krista, la mujer de la que me enamoré.
Somos socios en la tienda de antigüedades. El dinero sigue en el banco. Ganamos suficiente en el negocio y hemos llegado a la conclusión de que, si hemos de morir, no sea por la ambición de tener lo que no necesitamos.