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Giulio Clovio

Roma

Víspera del 4 de enero de 1578

Recostado en su cama, Giulio Clovio tenía entre sus manos el diminuto reloj, obsequio de su querido discípulo Doménikos, a quien todos conocían ya por el sobrenombre de El Greco. Buenos años los que pasó el joven pintor a su lado, pero terminó por irse a la corte de Felipe II, como todos, como Sofonisba…

Mientras forzaba la vista para observar la miniatura, recordó la última vez que estuvo de viaje. De ello hacía mucho tiempo. Fue a Galicia, a conocer el sitio donde el sol moría, ansiaba retener la belleza de la que tanto había oído hablar, los colores rojizos y dorados, inimitables, que no pudo reproducir jamás. Se estremeció al recordar lo que dejó allí oculto. Siempre creyó que el mapa era demasiado ambiguo, que no se podría encontrar el lugar que señalaba, sin embargo él mismo llegó a pensar en algún momento que podría intentar el viaje…

Y todo por Sofonisba. Al comienzo su amor por ella fue platónico, oculto, le avergonzaba que ella llegase siquiera a imaginarlo. Después se convirtió en una obsesión que Sofonisba supiera sus intenciones, que ella debía sospechar desde mucho antes. Habían mantenido una comunicación epistolar con cierta regularidad, pero las mujeres… ¡Ah, las mujeres! Tienen un modo particular de hacer y entender las cosas. O de hacerse las desentendidas. Estaba claro que él no tenía suerte en el amor y su pupila aspiraba ir a la corte española. No importó que le dijera que podría llegar a ser un hombre rico, ni siquiera le prestó atención.

Recordó que mientras tuvo el mapa en sus manos multitud de pensamientos acudieron a su mente. No todos buenos. Como si ese trozo de lienzo y una hoja arrancada de un viejo libro hubieran tenido el poder de apropiarse de su voluntad y lo impelieran a abandonar todo para ir tras una quimera. Pero recuperó la razón, a Dios gracias. Y después de expiar sus culpas en el Camino de Santiago por el pecado de ambición, decidió quemar aquel maldito mapa junto a sus ropas de peregrino. Pero no se atrevió a destruir lo que él no había creado. Por eso lo enterró en el fin del mundo, no fuera Dios a reclamarle, ni el diablo tampoco. Dejaría las señas del lugar en alguna parte, para quien fuese el elegido del destino.

Suerte que el buen Greco le diera el minúsculo reloj cuando aún podía ver. Lo mantuvo en secreto durante tantos años… ¿A quién dejar ese legado? ¿Quién podría darle el uso debido? Si tuviese un hijo, o al menos, parientes… Pero solo tenía a Albertino, ya un hombre que pasaba de los cuarenta, al que por costumbre seguía llamando como cuando era pequeño. No conocía a nadie más en quien tuviese confianza, solo él, recogido por el cardenal Farnesio para ayudar en la cocina.

Una tos seca interrumpió sus pensamientos, los estertores lo dejaron agotado. La muerte debía de estar rondando, pensó. Había vivido demasiado, mucho más que la mayoría de sus conocidos. Logró sobrevivir a sus médicos, a bastantes colegas e incluso a algunos de sus alumnos. Era tiempo de partir.

Sintió una presencia en el cuarto, seguramente Albertino atraído por el sonido desesperado de la tos que desde hacía días agobiaba sus pulmones. Era el único que siempre acudía presto y solícito.

—Maestro Giulio, tome un poco de agua, verá cómo podrá respirar con sosiego.

—Gracias… Albertino… tengo que decirte algo importante.

—Ahora no, maestro, beba, beba el agua y primero aquiete esa tos que lo debilita.

—Toma. —Le tendió el diminuto reloj.

Di più, che cosa è questo, maestro, che mi sta dando!

—Guárdalo. Es muy valioso, Albertino, contiene…

La tos cortó sus palabras. Esta vez el acceso parecía asfixiarle. Albertino lo sentó en la cama, sujetando el menguado cuerpo de Giulio Clovio por la espalda y la cabeza.

—Está bien, maestro, está bien. Lo guardo, no se preocupe. Ahora serénese, vamos, recuéstese tranquilo.

La tos dio una tregua y Albertino lo ayudó a poner su espalda sobre la cama. Agotado, el viejo maestro respiraba con dificultad. Levantó la mano y señaló la miniatura, pero no le salieron las palabras. Albertino adivinó su intención y le mostró el reloj que tenía entre los dedos.

Questo? E’questo per me? Grazie, maestro! Le prometo que lo guardaré con mi vida.

Giulio Clovio asintió. Apenas distinguía el rostro de Albertino, sin embargo, imaginaba su cara, sus gestos.

—Tesoro… —alcanzó a murmurar.

—Claro, Don Giulio, es un tesoro, ahora no se esfuerce, que puede hacerle daño.

El anciano le cogió la mano con fuerza. Albertino se mantuvo a su lado, hasta que esa mano que había pintado maravillas languideció en la madrugada.

Albertino conservó durante toda su vida el pequeño reloj y se lo dio a su hijo más joven antes de morir, como único legado. Un reloj que cambiaría de dueño muchas veces a lo largo de los siglos, conservando románticamente la leyenda que Albertino creyó escuchar de los labios de su amado maestro Giulio Clovio: era un tesoro.

Y así fue como lo recibió Cecile Madock.