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Krista, Frank, Erasmus, Thomas

El cementerio

No volví a ver a Thomas hasta poco antes de Navidad, en el entierro de la madre de Erasmus. Apareció con el sempiterno manuscrito bajo el brazo. Se veía delgado, sus anteojos lucían más grandes, o su rostro más angosto, debajo de su rubio cabello alborotado.

Después del último adiós, todos caminamos hacia el aparcamiento.

—¿Vieron el periódico de hace unos días? Asesinaron a Yarik Bogdanovich en su casa de Moscú. Parece que fue un ajuste de cuentas —anunció Erasmus.

—Ese desgraciado recibió su merecido —dije—. A saber dónde acabará nuestro oro. ¿Por qué sigues cargando con ese maldito manuscrito, Thomas?

—Anoche me pareció verlo brillar, pero lo abrí y estaba en blanco. Lo he traído por si volvía a ocurrir.

—No quiero saber más de él. Solo nos ha traído problemas —repliqué.

Krista me tocó el brazo. Su mirada estaba clavada en el manuscrito, que volvía a emitir leves destellos. Sentí deseos de escapar, me invadió un temor irracional.

—Yo sí quiero saber lo que dice, dámelo. —Prácticamente Erasmus se lo arrebató de debajo del brazo.

Dio un par de pasos hacia un largo banco de piedra. Se sentó, nos acomodamos a su alrededor y empezó a leer en voz alta.