36

Isla Sapelo

Esqueletos

Empezamos muy temprano a desenterrar los cadáveres en los sitios señalados. El terreno era blando y Erasmus se valió solo de la pala. Aproximadamente a un metro de profundidad encontramos los primeros restos. Un montón de huesos entre la tierra, mezclados en un amasijo de fémures, tibias, pelvis y cráneos, entre otros más pequeños, sin que fuera posible identificar a qué cadáver correspondía cada una de las partes.

Decidimos reconstruir los esqueletos en el suelo, como había visto hacer en televisión, en la serie «Bones». Una extraña reconstrucción pues estaba seguro de que los huesos alineados no correspondían al mismo esqueleto, pero eso daba igual. Thomas, como si fuera un juego de anatomía, intentaba colocar los huesos más grandes, intercambiándolos hasta que quedaron más o menos parejos. Erasmus cavaba maquinalmente y arrojaba los huesos fuera del hoyo, sin contemplaciones, mientras Thomas los cazaba al vuelo. El tiempo y la humedad los había hecho frágiles y algunos se rompían en añicos, pero eso tampoco importaba. Lo único que necesitábamos era que, si pasara alguien por allí, viera nuestra actividad «científica».

Contamos los cráneos; había diez. Los diez muertos del sollado, pensé. En los esqueletos mejor conservados no pude distinguir lesiones que hicieran pensar que aquellos hombres habían muerto con violencia. Había, eso sí, algunos huesos deformados por antiguas fracturas mal curadas, algo que no sería raro en aquellos tiempos. Thomas corroboró mi tesis:

—Debieron morir por alguna enfermedad, o envenenamiento, tal como relataba el manuscrito. Todo coincide —comentó, satisfecho.

—¿Qué haremos después con todo esto? —preguntó Erasmus sin dejar de cavar, ya tan profundo como una trinchera.

—Nos llevaremos un par de esqueletos para seguir la farsa del estudio científico y el resto volveremos a enterrarlos —respondí.

—Podríamos dejar algunos en el hoyo que quede después de sacar el tesoro. Si notaran que hemos removido la tierra, daría una explicación —sugirió Erasmus desde la trinchera.

—Es buena idea.

—Este lugar debería llamarse «Costa Esqueleto» —dijo Thomas, siempre con sus ocurrencias—. ¿En serio los estudiaremos?

—Los arrojaremos al mar —expliqué—. Es donde siempre debieron estar.

—¿Y si el mar los devuelve a la costa?

—Okey, Thomas. Desde este momento te nombro encargado de los esqueletos que saquemos de esta isla. Será tu responsabilidad deshacerte de ellos sin que regresen a tierra.

Todavía no comprendo el motivo por el que yo trataba a Thomas de esa manera. Era algo que me salía sin pensarlo, definitivamente el chico me sacaba de mis casillas.

Me alejé de ellos para hacer mi trabajo en el emplazamiento que me correspondía, muy cerca de la cabaña. No parecía razonable que hubieran enterrado cadáveres junto al oro que pensaban recuperar pero el detector de huesos indicaba lo contrario. Llevaba cavado cerca de un metro cuando la pala tocó algo.

—Esto huele mal —dijo Krista, que había venido conmigo.

—Y que lo digas.

—Me refiero a que lo que sea que esté ahí enterrado no es de hace quinientos años. Huele a podrido.

Aparté la tierra con cuidado y fue apareciendo un cadáver diferente de los que estaba encontrando Erasmus. Era una mujer, la ropa que llevaba puesta lo indicaba, todavía con restos de piel y músculos pegados a los huesos. Definitivamente era una muerte reciente.

—Frank, ¿recuerdas la foto de la chica desaparecida? Podría ser ella…

—No lo creo. Debe haber alguna explicación…

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

No podía seguir engañándome a mí mismo.

—Puede que sea el motivo por el que Asmuldson está tan interesado en lo que hacemos. Si él tiene algo que ver con esta muerte, lo que menos le interesa es que ande alguien por aquí buscando cadáveres. Esto va a ser un problema —afirmé, desanimado—. Será mejor que vuelva a cubrirlo de tierra.

Mientras tanto, Spiros había salido de su hoyo y se acercó a nosotros.

—Sólo encontré tres esqueletos. Deben de ser los dos marineros y el oficial Ruiz. Los últimos que Martín enterró. Según el manuscrito no ha de haber más cadáveres y hasta ahora todo coincide exactamente. ¿Qué tienes tú, Frank?

Le puse al corriente de mi hallazgo.

—Ummm. Podría servirnos para negociar.

—Explícate —urgí.

—Si Asmuldson nos creara algún problema, podemos decirle que hemos encontrado un cadáver reciente.

—Y las investigaciones podrían conducir hasta él. Supongo que encontrarían pistas en el cuerpo de la chica, siempre las hay —continuó Krista—. Estoy segura de que Asmuldson volverá por aquí.

—Es cierto, puede aparecer en cualquier momento. Debemos tener los esqueletos dispuestos, que vea que estamos trabajando, no conviene levantar ninguna sospecha. Solo como último recurso haremos uso del… chantaje —dijo Spiros, con una sangre fría que me dejó helado.

—¿No denunciaremos a un asesino? —pregunté, sabiendo la respuesta.

—No estamos en posición de hacerlo, Frank —contestó Spiros—. Además, puede que no sea el asesino. Si descubren el cadáver será un problema. Pronto todo esto quedaría acordonado por la policía y adiós a nuestro oro. Debemos cubrirlo de nuevo y colocar encima el equipo, como si ese lugar quedara fuera de nuestros planes de excavación.

Así lo hicimos. Nadie hubiera pensado que debajo del montón de cosas que apilamos en aquel sitio estaba enterrado el cuerpo de una mujer muerta.

Yo esperaba que Asmuldson no regresase, pero me equivoqué. Por segunda vez en ese día apareció, esta vez solo. Al verlo, Erasmus empezó a cavar con delicadeza y yo me dediqué a examinar con mirada de experto los huesos que estaban sobre la arena. Después de saludar, Asmuldson explicó:

—Vine a decirles que dentro de unos días acampará un grupo de excursionistas a unos quinientos metros de aquí.

Sus ojos estaban clavados en el sitio donde habíamos amontonado el equipo. Después nos miró de un modo extraño, como si nos interrogara.

—Necesitamos espacio —replicó Thomas.

—¿Esos son los restos que desenterraron? —preguntó Asmuldson, señalando los huesos alineados en el suelo.

Thomas colocaba con la precisión de un relojero el último cráneo de una hilera de diez.

—Así es. Y creo que debe haber más, estamos confirmando nuestra investigación, hubo aquí españoles. Y muchas muertes en muy poco tiempo —expliqué.

—¿Cómo sabe que eran españoles?

—Porque eran europeos, según indican las características de los cráneos. Los individuos blancos tienen el rostro con nariz alta y mentón prominente; los negros poseen fosas nasales más amplias y rasgos más huidizos. En los indios americanos y los asiáticos los pómulos se proyectan hacia delante. También cada uno de ellos tiene rasgos dentales característicos.

Sentí sobre mí las miradas de asombro de Krista, Spiros y Thomas. Asmuldson añadió:

—Podrían ser ingleses, portugueses, franceses…

—Mi teoría es que son españoles. Estamos buscando pequeños objetos que siempre se encuentran en los enterramientos. Eso lo confirmará. Hebillas, botones, alguna daga… ya sabe, nada de valor.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Podría usted determinar la causa de la muerte en un esqueleto?

—No. Eso tendría que determinarlo un médico forense, y no siempre es posible. Yo soy arqueólogo forense. Nos llevaremos algunos restos para estudiarlos debidamente. Lo que puedo asegurar es que absolutamente todos pertenecen a varones.

—Vaya, no imaginé que habría tantos esqueletos por aquí. ¿Seguirán excavando?

—Allá y allí —señalé un par de sitios al azar, lejos de la cabaña—. No hay más.

—Bueno, espero que terminen su trabajo. Volveré al instituto, si me necesitan, saben dónde encontrarme —ofreció como de costumbre.

—Espere, Asmuldson, lo acompaño. Voy a estirar un poco los huesos —bromeó Spiros.

Se perdieron entre los árboles en dirección al coche del vikingo. Quedé un poco preocupado, pero confié en la sagacidad de Spiros.

—¡Qué buen discurso, Frank! No sabía que fueras experto en medicina forense —comentó Krista.

—No lo soy. Pero no me pierdo un capítulo de «Bones».

Me acarició el pelo cortado al rape. Sonreí, la situación me divertía, pero al mismo tiempo me inquietaba que pudiéramos estar tratando con un asesino.

Cuando regresó Spiros salimos a su encuentro.

—Definitivamente Asmuldson tiene algo que ocultar. Se puso eufórico al comprobar que no habíamos detectado el cadáver de la mujer, lo noté de inmediato, por eso quise hablar con él. Cuando le insinué que tal vez examináramos la zona cercana a las ruinas, se puso tenso de nuevo.

Spiros nos miró como esperando alguna pregunta. Al no haberla, prosiguió.

—Le dije que nos gustaría sacar los esqueletos sin declarar el hallazgo pues para nosotros es valiosísimo y no deseamos compartir el descubrimiento con ninguna sociedad arqueológica, que siempre acaban apuntándose todo el mérito. Que es nuestro trabajo y queremos darlo a conocer al mundo por nosotros mismos. Le pregunté qué posibilidades habría de hacerlo en un bote, por la noche, sin que nos moleste la guardia costera. Que si lo lográbamos, nos iríamos en seguida, sin más prospecciones.

—¿Y qué dijo?

—Insistió en preguntar si seguiríamos excavando, y me adelanté a decirle que lo que teníamos era más que suficiente, siempre que no fuera necesario dar cuenta del hallazgo a ninguna autoridad. Algo bien fácil para él, que es la autoridad aquí.

—Supongo que aceptó encantado.

—Exacto. Hasta se ofreció a ayudarnos. Insistí en que no era necesario, sólo debía evitar que nos descubriese el guardacostas. Se me ocurrió ofrecerle una cantidad de dinero. Dijo que se encargaría de que nadie nos molestara. Pareció dispuesto a colaborar, pero no me sorprendería que apareciera por aquí otra vez. Creo que le sigue preocupando que podamos encontrar «algo más».

—Tal vez no sea culpable y te sigue el juego para ver qué es lo que nosotros tratamos de ocultar —se me ocurrió decir.

—Pronto lo averiguaremos. Me comuniqué con el Unicornio y ya está en posición. A las 18:00 horas vendrán las lanchas con dos botes inflables de los grandes. Traen la oruga. Sacaremos el oro, lo trasladaremos a los botes con la oruga, los botes lo llevarán a las lanchas y cuando la carga esté completa iré con ellos al barco y los esperaré allá. Una de las lanchas regresará para llevarlos al yate. Todo se ha de hacer muy rápidamente.

—¿Qué haremos con las furgonetas? —pregunté.

—Asmuldson se encargará de devolverlas a la agencia. Por ese lado puedes estar tranquilo.

Parecía un buen plan… si nadie nos descubría. Continué la explicación de Spiros:

—Mientras la lancha regresa a buscarnos enterraremos los huesos tal como dijimos y taparemos de nuevo todos los hoyos. Has de llevarte un par de esqueletos en bolsas de plástico, para tener algo que enseñar en caso de que surja algún imprevisto. Más vale responder del expolio de unos pocos huesos que de un tesoro semejante —dije. Serían unas horas frenéticas.

A las cinco de la tarde empezamos a excavar en el suelo de la choza. Tal como esperábamos, a unos dos metros de profundidad encontramos una superficie dura. Eran las cajas. Las fuimos colocando en una esquina. No nos atrevimos a abrirlas, sabíamos lo que había en ellas. Todos trabajábamos a destajo, Erasmus y yo, cavando y Thomas y Spiros, recibiéndolas. Krista vigilaba fuera. Se fijó en su reloj.

—Ya han de estar los botes llegando a la orilla. Vamos, Spiros, debemos traer la oruga —apremió Krista.

Nosotros seguimos trabajando febrilmente, ya habíamos sacado unas treinta cajas de cuarenta centímetros de lado, y había muchas más. Cada vez estábamos más abajo, y era difícil elevarlas hasta la superficie, que había quedado muy por encima de nuestras cabezas. Eran muy pesadas y había que manejarlas con cuidado, podrían romperse con facilidad y no deseábamos un reguero de oro o de monedas. La excitación nos mantenía trabajando sin descanso, parecíamos máquinas.

Sacamos las últimas cajas con la ayuda de cuerdas y cuando nos cercioramos de que no quedaba ni una sola más salimos del agujero, agotados pero satisfechos. Thomas se encargó de manejar la oruga, lo hacía con habilidad a pesar de que no era tan sencillo como dijo Erasmus. Cuatrocientos metros de ida y otro tanto de vuelta. Los botes de goma tenían el fondo de madera y soportaron la carga, bien repartida. Cada seis cajas, se alejaban a remo hasta el par de enormes lanchas que esperaban unos doscientos metros mar adentro, para regresar y empezar la maniobra de nuevo, mientras la oruga transportaba la carga y la dejaba junto a la orilla. No recuerdo haber hecho un esfuerzo físico como aquel en mi vida. Sin la ayuda de Erasmus hubiera sido imposible.

Terminado el trabajo, me fijé en la hora: eran las cuatro de la mañana. Montamos la oruga en uno de los botes, Spiros subió en el otro con las últimas cajas y fueron hacia las lanchas. Los demás regresamos al campamento para seguir el plan previsto. Todo quedó sin rastro de nuestro paso por allí. Después nos dirigimos a la playa. Ya había amanecido.

Ni los botes ni las lanchas estaban al alcance de la vista. Allí no había nadie. Spiros había cargado con todo y se había desvanecido.

—¡Maldición! —rugí con violencia—. El muy hijo de puta…

—No lo puedo creer —murmuró Erasmus—. Ha de haber una explicación.

Yo miraba el horizonte con las manos sujetándome las rodillas escrudiñando el mar. Spiros nos había dicho que iría a dirigir la descarga de las lanchas y que después regresarían a por nosotros. ¿Cuánto podría tardar?

—Tengamos paciencia. —Me senté en la arena. No tenía intenciones de moverme de allí hasta que aparecieran las lanchas. Miré mi reloj. Habían transcurrido dos horas.

—Yo creo que Spiros vendrá —comentó Thomas, ahora con el manuscrito bajo el brazo.

Pasaron treinta y nueve interminables minutos más, y nada. Yo seguía aferrándome a la idea de seguir esperando. Y creo que los demás también aunque nadie decía una palabra.

—Él dijo que iría con la carga y enviaría una lancha a recogernos, ¡demonios! ¿Cómo pude creerle? Cuando lo…

—¡Miren! Allí está la lancha —exclamó Thomas.

Si hay algo que debo cambiar en mi forma de ser es la imprudencia. Me mordí la lengua por haber empezado a maldecir a Spiros. Era la lancha. Se detuvo y los dos botes inflables llegaron hasta la orilla, como siempre, a remo.

—Debemos cerciorarnos de no dejar absolutamente nada —dije. Sólo quedaban nuestras huellas, que el viento borraría en pocas horas.

Embarcamos en uno todo el equipo y en el otro, nosotros. Nos miramos entre sonrientes y avergonzados, especialmente yo. La transpiración nos adhería la ropa al cuerpo, lleno de picaduras de mosquitos y arena hasta en las pestañas y, aun así, nos sentíamos satisfechos. Abracé a Krista y le di un beso en la mejilla.

Veinte minutos después de abordar la lancha divisábamos la fabulosa silueta del Unicornio.