Nueva York
16 de septiembre de 2011
El principal problema que surge entre la gente cuando existe de por medio una fortuna es sin duda la falta de confianza. Yo sentía que todos desconfiábamos de todos. Como no queríamos perdernos de vista, decidimos alojarnos en el inmenso penthouse de Spiros en Manhattan. Así sabríamos dónde estaba cada uno de nosotros. Si debíamos ir a algún sitio, íbamos acompañados. Evitamos siempre que alguien se quedara solo. Sé que parece infantil, pero eso hicimos.
Erasmus tuvo que ir con Krista a solucionar el problema de la cuidadora de su madre; yo me convertí en la sombra de Spiros y Thomas a su vez parecía un conejo atento al movimiento de cualquiera de nosotros, siempre abrazado al manuscrito, por si en algún momento se le ocurría volver a contarnos algo de su valioso contenido. Y no lo perdí de vista en esos días.
El problema más grave se presentó la tarde siguiente, cuando presencié una conversación telefónica de Spiros con Huguette. Por lo que entendía, ella no había querido quedarse en Grecia y en esos momentos se hallaba rumbo a Georgia a bordo del Unicornio. Fue lo peor que me pudo pasar. No estaba preparado para enfrentarme a ella. ¿Dije enfrentarme? No tendría por qué hacerlo, estaba claro, ella había escogido su camino y de eso hacía casi tres años. Pero en ese momento comprendí que verla de nuevo significaría para mí todo un reto.
—Discúlpame Frank, no era mi intención que Huguette tomara parte en esto.
—¿En qué? Supongo que ella no querrá su parte «equitativa», ¿no? —pregunté con cinismo.
—Por supuesto que no, Frank. No me refería a eso, sino a que…
—Lo sé, lo sé, Spiros. También sé cómo puede ser ella de terca.
—La idea era que no se enterase de nada. Ni siquiera sabe que estoy en quiebra, me asusta decírselo —afirmó Spiros mirando al suelo—. No quiero que me vea como a un fracasado. Habrá que inventar algo para que ella no sospeche lo que vamos a hacer, pues le parecerá muy extraño verte en estas circunstancias, Frank.
—No pienso inventar historias. Y si no eres capaz de decirle a tu mujer lo que va mal en tu vida, algo no está bien entre ustedes.
En cierta forma volví a sentir lástima por Spiros. Su seguridad aparente era solo una máscara de la que Huguette se había enamorado. Si es que lo había hecho. Reconozco que muy dentro de mí deseaba que no estuviese enamorada de él, pero yo no ganaba nada con ello. Si yo fuese muy rico, ¿volvería Huguette conmigo?, me pregunté. Si esa fuese su intención, yo no la aceptaría. No podría soportar a mi lado a una mujer que no me amase por mí mismo, como sí parecía poder hacer Spiros. Es el precio de ser rico, nunca se sabe quién es un verdadero amigo, ni quién el verdadero amor.
Le puse una mano en el hombro, con ese gesto protector que llevo como un lastre conmigo.
—No te preocupes, Spiros. Sé que es difícil…
No sé por qué se lo dije, fue algo que me salió en el momento.
—Perdóname si te hice sufrir, Frank, yo…
—Ni lo digas. Cuando llegué a comprender que estaba con la mujer equivocada, todo quedó atrás. Te mentiría si te dijera que no tengo miedo a verla otra vez, pero no por lo que crees. No puedo explicarlo. Pero dime: ¿cómo llegaste a esta situación? ¿Por qué estás en bancarrota?
—No estaba acostumbrado a manejar los negocios. Al morir mi padre compré una flota de cargueros que resultó un fraude. Me engañaron. La situación bancaria en Grecia es otro grave problema, los bancos no me apoyaron, no confiaron en mí. Con mi padre todo hubiera sido diferente. Tengo comprometido mi jet, el yate, esta casa y unas cuantas propiedades más, y no me queda mucho tiempo. Ojalá encontremos esa fortuna en Sapelo, parece mi única salvación.
—Siempre te quedará al menos una casa donde vivir decentemente, y podrías abrir un pequeño negocio, ¿no?
—No es tan fácil. Quisiera ser como tú, pero no creo que pueda, amigo. Y mucho menos, privar a Huguette del nivel de vida al que está acostumbrada.
—¡No digas tonterías! Hubo un tiempo en que ella planchaba mis camisas, Huguette nunca tuvo vida de millonaria hasta que te conoció.
—No lo comprendes. Ella se enamoró de Spiros Dionisius, el triunfador, no de un Spiros cualquiera. Es como si yo me hubiese enamorado de ella y de pronto se transformase ante mis ojos en otra persona. Pero yo la amo con todos sus defectos y virtudes. Así es mi amor por ella.
Traté de comprender su lógica. Me convencí de que él la quería más de lo que yo la quise nunca.
—No te preocupes, Spiros, pronto tus problemas estarán resueltos, solo prométeme una cosa: dile la verdad a Huguette, ella merece saberlo. No voy a mentir, odio las farsas. Por otro lado, a ella le conviene tanto como a ti. Yo… ya veré cómo me las arreglo para soportar su presencia.
—Está bien. Frank, te prometo que lo haré. Espero que no te sientas incómodo, apenas la verás, nosotros permaneceremos en la isla y ella en el yate.
—¿Cuándo crees que podremos salir hacia Sapelo?
—El Unicornio llegará en una semana. Se quedará fuera de las aguas territoriales norteamericanas. Dos lanchas se acercarán a la costa, supongo que serán detectadas por la guardia costera, pero como tendremos permisos oficiales no creo que nos den problemas. Les diremos que transportan equipos para excavar en las ruinas; de hecho es lo que haremos. Hablé con un contacto ruso, el mismo con el que arreglé la venta de mi yate; él se ocupará de introducir el oro en barras en el mercado. Si, como creo, son de 24 quilates alcanzarán un precio muy elevado. Es preferible que no te involucres directamente, Frank, tu reputación podría verse comprometida.
—¿Y las monedas?
—Primero veamos la cantidad que existe y el valor que pueden tener. No debemos inundar el mercado. Podrás tomar unas cuantas, Frank, pero yo te aconsejaría que nunca te conectaran directamente con ellas, pues vamos a cometer un expolio, tanto al Estado de Georgia como a España, ya que ese oro perteneció a los españoles. Lo mejor será que nadie sepa quién lo rescató de su tumba.
—¿Entonces cómo haremos el reparto? —pregunté un poco preocupado por el rumbo que tomaban las cosas.
—No podemos hacerlo en los Estados Unidos. Hemos de abrir cuentas en paraísos fiscales, es la única forma de que el fisco no detecte los movimientos de dinero. Después, lo mejor será ir transfiriendo en pequeñas cantidades el dinero que vayan necesitando, pero cada uno sabrá lo que hace.
—Tenemos que hablar con los demás. No creí que fuera tan arriesgado —dije.
El asunto tomaba otro cariz, lo que menos deseaba era terminar en la cárcel o tener problemas con la justicia.
—Míralo de esta manera —aclaró Spiros—: nosotros tenemos tanto derecho como esos dos gobiernos a adueñarnos de esa fortuna. Las leyes las hicieron los hombres, y no siempre son justas. ¿A quiénes les llegó la información del oro? A Thomas con su misterioso manuscrito y a ti, por medio de un reloj en miniatura. Los demás formamos parte del equipo. No veo qué hayan hecho España o los Estados Unidos para reclamarla.
—Me preocupa que nos descubran. Temo especialmente por Thomas. Es demasiado joven, y no hay nada más difícil de ocultar que el dinero —aduje.
—Tienes razón. En mi caso no será problema, aunque todos saben que por ahora estoy medio arruinado, mis negocios son aún lo bastante amplios para maquillar una cantidad así sin levantar sospechas. Pero en el caso de ustedes, que aparezcan de improviso con varios millones en su poder sería motivo para una investigación. Frank… ¿por qué tenía que estar Erasmus metido en esto?
—Me pareció que podría necesitar su ayuda, es un hombre fuerte, y absolutamente honesto, tú lo sabes mejor que yo.
—Sí. Lo conozco. —Dio un suspiro—. Es cierto lo que dices.
Aquellos días que pasamos juntos nos dieron la oportunidad de intimar un poco, No puedo negar que Spiros era un hombre muy agradable. Del tipo de personas que nacían con un aura especial, de cortesía impecable y de presencia intimidante por su don de gentes unido a un aristocrático rostro de hombre maduro, en cuyas elegantes sienes se advertían finas hebras plateadas. Era imposible guardarle rencor. A menos que se estuviera lejos de él. Pero ahora lo tenía enfrente cada día y, muy a mi pesar, el tipo me caía bien.
En esos días Krista había rejuvenecido o al menos a mí me lo parecía. Había dejado de recogerse el cabello en su acostumbrado moño y su rostro lucía distendido. Antes no la había visto reírse con la misma frecuencia, y su preciosa sonrisa, arrugando un poco la nariz, le daba un aire pícaro. Hubo noches en las que deseé tocar la puerta de su cuarto, pero recordé lo que había escuchado en alguna parte: «No mezcles los negocios con el placer». También es cierto que tenía miedo de su rechazo, así que no sé hasta qué punto es verdad lo que estoy tratando de explicar.
La noche antes de partir para la «expedición», como habíamos empezado a llamarla, nos reunimos en el despacho de Spiros para dejar claros todos los puntos.
—Partiremos hacia Sapelo en el Pegasus. Tenemos los permisos aprobados por el departamento de investigaciones arqueológicas de la gobernación del estado, pero debemos presentarlos al Instituto Marino de la Universidad de Georgia que está en la parte sur de la isla.
—Casi todo está en el sur —confirmó Krista.
—Haremos un reconocimiento de la zona mientras esperamos que llegue el Unicornio con las lanchas. Creo que estará frente a las costas de Georgia en dos días. Yo me haré pasar por un filántropo aficionado a la investigación arqueológica, como ya saben. Déjenme a mí el peso de la conversación con las autoridades —dijo Spiros.
En lo que mí respecta, estaba satisfecho de que él se hiciera cargo de los detalles. Para mí hubiera sido imposible. Soy un hombre acostumbrado a seguir las normas, ni siquiera me atrevo a cambiar de acera con luz roja, o tirar un papel en la calle. Sin embargo me estaba metiendo hasta el cuello en una empresa cuyo fin era uno de los más importantes expolios de la historia. En cierta forma era Spiros el cabecilla, lo cual me hacía sentir más tranquilo.
Di todas las vueltas que pude dar en la inmensa cama de uno de los dormitorios del piso de Spiros. Parecía que para él todo debía ser enorme. El insomnio de esa noche hizo que me percatase del sonido del pomo de la puerta. Me puse en alerta. La silueta inconfundible de una mujer en la penumbra me tranquilizó. ¿Quién podría ser, sino Krista?
Alzó la sábana con naturalidad y se echó junto a mí. ¡Ah, las mujeres! Ellas sí saben hacer las cosas.
—¿Tampoco duermes? —preguntó.
—Me siento un poco inquieto. Creí que todo sería más sencillo.
—No hablemos ahora acerca de lo que pasará mañana, Frank.
Sus palabras eran elocuentes, ¡ya lo creo! El momento que había estado esperando desde que durmió la primera noche en mi casa parecía que finalmente había llegado.
La besé con desesperación porque era así como me sentía. Y ella me correspondió. Mansamente me dejó quitarle la bata y recorrí con mis labios cada centímetro de su cuerpo, como no había hecho desde que Huguette se fue. Krista tenía la piel suave, no tan voluptuosa como aquella, pero no me importó, era la mujer que cuando ponía su mano sobre la mía me daba calor y seguridad, la que con una mirada parecía saber lo que yo necesitaba. Y ahora la tenía conmigo, desnuda y con deseos de ser poseída, ya no era mi guardaespaldas o socia en la misión. Era una mujer.
Escuché los gemidos apenas audibles que salían de su boca, tan quedos que me pareció que intentaba disimularlos, mientras sus dedos acariciaban mi cabeza. Y a pesar de que mi miembro hubiera podido reventar en cualquier momento, la penetré despacio, poco a poco, porque quise prolongar al máximo su deseo. Y el mío.
Supe que era la primera vez que había hecho el amor. Hablo de mí. Antes solo había tenido sexo. La estreché entre mis brazos y la retuve a mi lado. No dijimos ni una palabra. Y así nos quedamos dormidos.