Finisterre
La ermita de San Guillermo
15 de Septiembre, 2011
Y allí estábamos los cuatro en la madrugada, frente a la puerta del hotel. Fuimos directamente hacia el coche aparcado a unos veinte metros y enfilamos hacia la tortuosa carretera que nos llevaría a la ermita. Unos cien metros más arriba el aire golpeaba con fiereza, anunciando tormenta. Pocos minutos después empezaron a caer los primeros goterones. Nos apresuramos a caminar hasta la gran piedra y bajamos por la ladera hacia poniente, tal como indicaba la nota. El rollo de cinta métrica marcó los cincuenta metros. Alumbramos con las linternas el suelo escarpado, cubierto por piedras y hierba. Vi que Thomas se quitó los lentes para limpiarlos y se los volvió a colocar. Se agachó y miró con atención. Levantó el rostro y nos buscó con la mirada.
—¡Aquí! —gritó para hacerse escuchar a través del ruido del viento.
Todos fuimos donde señalaba Thomas. A la luz de las linternas vimos una piedra plana, bastante grande, rodeada de cuatro piedras más pequeñas perfectamente alineadas formando una cruz griega. Era evidente que esa forma no había aparecido de manera natural, las piedras habían sido colocadas intencionadamente así por alguien, marcando el lugar. Pocos habrían caminado por esa parte escarpada y, los que lo hicieran, no debieron notar aquella señal. Antes de tocar nada saqué mi cámara y tomé una foto.
Erasmus hundió la pala y empezó a cavar con cuidado. A unos cuatro palmos de la superficie la pala chocó con algo duro. Se arrodilló y con las manos enguantadas levantó una loseta. Debajo quedó al descubierto una botella sellada, que me entregó con una emoción inusitada en él. El vidrio oscuro y con tierra adherida hacía imposible ver el contenido pero no me cupo la menor duda de que era lo que habíamos ido a buscar.
—Tapa el hoyo, Erasmus —dijo Krista—, dejemos todo tal como lo encontramos.
Él obedeció sin decir palabra y cuando terminó, Krista dispuso encima las piedras de una manera similar a como las habíamos encontrado.
Se desató la tormenta. Yo mantenía la botella apretada bajo mi anorak como si me fuera la vida en ello. Los cuatro caminamos hacia el coche. De pronto Krista ordenó en un susurro:
—Thomas, Frank… ¡Al suelo! —Y eso hicimos de inmediato a pesar de la tierra empapada.
Ella y Erasmus avanzaron con precaución hacia el vehículo. De las sombras aparecieron dos sujetos, uno de ellos se acercó a la pareja y el otro iluminó la oscuridad con su linterna, buscándonos a Thomas y a mí. En ese momento hubiera deseado formar parte del paisaje. Entonces se oyó un grito y el haz de luz dejó de alumbrarnos.
—¡Corre! —le dije a Thomas, me incorporé y lo arrastré conmigo. Caímos rodando por la ladera, mientras yo intentaba proteger la botella.
Permanecimos en silencio. Gritos y ruidos de lucha provenían de la zona donde habíamos dejado el coche. Nos acercamos sigilosamente. A la luz de la luna llena que en ese momento se asomó entre las nubes vi como Erasmus tomó a uno de los tipos por el cuello, levantándolo para arrojarlo contra el suelo mientras este se debatía dando golpes al aire. A su lado, Krista lanzó al otro un par de patadas en el centro del pecho que lo dejaron sin respiración. Todo fue rápido y violento. Los dos hombres alzaron los brazos, pidiendo una tregua.
—¡Spiros Dionisius quiere hablar con ustedes! No hemos venido a hacerles daño… —dijo uno de ellos.
—¿Hacernos daño? —El rostro de Erasmus era todo un poema. Sonreía como pocas veces le había visto hacer. Era obvio que la situación le parecía graciosa. Thomas y yo nos acercamos. Krista ya ataba las manos del otro hombre con una cuerda que sacó del maletero.
—Explícame de qué quiere hablarnos Spiros —ordené.
—No lo sé.
—No tengo nada de qué hablar con él. —Di media vuelta y miré a Krista.
—Puedo llamarlo ahora, señor Cordell… —insistió el hombre a mi espalda.
—Sería bueno saber qué tiene que decirte, Frank —sugirió Krista—, tal vez nos sea útil.
Pero yo estaba decidido a mantener a Spiros al margen. ¿Qué beneficio podría traernos? No confiaba en él.
—Dile a tu jefe que no tenemos nada de qué hablar.
El hombre no se dio por vencido.
—Dígaselo usted mismo, por favor. Nosotros solo recibimos órdenes.
Krista le ató las manos y los pies y lo obligó a sentarse en el suelo, lejos de su compañero. Sentí las miradas de Krista, Erasmus y Thomas en mí. ¿Qué esperaban que hiciera? Comprendí que debía consultarlo. Nos apartamos unos pasos y me detuve.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Tal vez Spiros nos sea útil, él tiene lo que nosotros no tenemos: contactos. También facilidades de transporte, posee un avión privado y cualquiera de sus lanchas nos podría servir para ir a la isla que dice Krista. Piénsalo —dijo Erasmus.
—Es verdad —confirmó Krista.
—Yo también lo había pensado, pero no quise decir nada… —murmuró Thomas acomodándose los anteojos. Su apariencia era desastrosa, tenía barro hasta en el pelo. Recordé que yo estaba en las mismas condiciones.
—Ya veo que todos tenían sus planes y no me los habían dicho —me quejé—. Al menos destapemos este frasco. No quiero toparme con más sorpresas.
Saqué la botella que tenía arrebujada dentro de mi anorak.
—Es mejor que lo hagamos dentro del coche. El contenido se podría estropear si se mojara —aconsejó Krista.
—¿Hasta cuándo debemos esperar aquí? —gritó el hombre sentado bajo la lluvia.
Me volví hacia él y grité en el mismo tono:
—¡Si no te callas, juro que te dejaremos amarrado en uno de los acantilados!
Fuimos al coche y ocupé el asiento trasero.
—¡No nos irán a dejar aquí amarrados en plena lluvia! —seguía vociferando el sujeto.
Con una navaja suiza rompí el sello y destapé la botella. Tenía el cuello bastante ancho por lo que fue relativamente fácil extraer el contenido: un mapa color beige oscuro en un material parecido a una tela rígida y otro rollo más pequeño de papel grueso, en el que estaba escrita una lista. La misma que hacía unas horas estuve leyendo en el manuscrito y detallaba el contenido del tesoro. Todas las linternas iluminaban el mapa. Era un esquema rudimentario; aparecía una isla alargada en el Mar del Norte, de nombre: isla de los Guales. Al norte, una equis marcaba un sitio no muy lejos de la costa. A un lado, una nota: «500 metros de la orilla, Dos metros bajo la choza de piedra que tiene tres mojones a la entrada». No había más indicaciones, ni coordenadas, ni otras referencias.
—No dice nada que no supiéramos —mascullé desilusionado.
—El pergamino es auténtico, y confirma lo que dice el manuscrito. Ahora estamos seguros de que el tesoro existe realmente —dijo Thomas, eufórico.
—En esa zona solo hay una construcción así, que yo recuerde —afirmó Krista.
—No veo para qué necesitamos más indicaciones —comentó Erasmus.
—Esperaba encontrar más detalles, han transcurrido casi quinientos años, todo debe haber cambiado.
—Frank, yo fui por esa zona un par de veces, y de eso no hace más de dos años —dijo Krista—. Ese no es el problema, sino cómo podremos entrar en un territorio que pertenece al gobierno de los Estados Unidos de América. El noventa y siete por ciento de esa isla es una reserva comprada por el estado de Georgia. Necesitamos permisos como arqueólogos respaldados por una sociedad científica, si Spiros tiene los contactos que dice Erasmus, con seguridad sabrá solucionar esos detalles.
—¿Y qué me dicen del reparto? Él querrá participar, si colabora…
—Es preferible un poco de algo a quedarnos sin nada —razonó Krista.
—¿Crees que podemos confiar en Spiros? —pregunté a Erasmus.
—Él se encuentra en estos momentos en mala situación. Ese oro podría ayudarlo a salir del aprieto, no es una mala persona aunque reconozco que está acostumbrado a salirse con la suya. Fue criado así. Pero confío en él.
—Está bien. Hablaré con Spiros —dije, no muy convencido de que fuera una buena decisión; pero todos parecían estar de acuerdo, así que acepté la idea.
Salí del coche y antes de que el hombre sentado en el suelo, empapado por la lluvia y embarrado hasta el cuello, terminara de abrir la boca le dije:
—¡Dame el maldito teléfono para hablar con tu amo!
—Si me liberas las manos lo haré con gusto.
Krista cortó la cuerda y minutos después me encontraba escuchando la voz de Spiros por el teléfono vía satélite.
—Hola, Frank, amigo, qué gusto volver a hablar contigo.
—Vayamos al grano, Spiros. Estos hombres me cuentan que deseas decirme algo.
—Así es, Frank. Pero es mejor que nos veamos en persona, estoy volando hacia Santiago de Compostela, llego en unas tres horas, si van al aeropuerto les saldré al encuentro. Podremos ir a Manhattan y planear todo con calma.
—¿Qué te parece si nos encontramos en Manhattan? —respondí. No tenía sentido encontrarnos en Santiago.
—Es preferible que viajemos juntos en mi avión. Estaremos más cómodos y conversaremos con tranquilidad.
—¿En tu avión? Tenemos pasajes de regreso. —La suficiencia de Spiros estuvo a punto de sacarme de mis casillas. Vi las caras de los expedicionarios y me contuve—. Está bien. Nos veremos en el aeropuerto en tres horas.
—Tres horas y veinticinco minutos, para ser exactos —puntualizó Spiros.
Le entregué el teléfono a su hombre. Los dejamos libres y arrancamos rumbo a Santiago. Miré el reloj: seis y diez de la mañana. Todo estaba aún en la sombra, incluso mi mente.