Martín de Paz
Mar del Norte, 1539
A bordo del Santo Tomás
Martín de Paz tenía su turno en la guardia del capitán, como se le llamaba a esa hora, desde las cuatro de la tarde hasta medianoche, y debían cumplirla tanto los marineros como los oficiales. Había que permanecer de pie mirando a proa, pues generalmente era por donde podría surgir el peligro, y a barlovento, por donde se presentaban las tormentas. Ese día le tocaba mirar a proa y llevaba cinco horas de extremo aburrimiento, solo salpicado por la campana y la voz del grumete que cada treinta minutos cantaba la hora mientras daba vuelta al reloj de arena:
¡Una va de pasada y en dos muele;
más molerá si mi Dios querrá,
a mi Dios pidamos que buen viaje hagamos
y a la que es Madre de Dios y abogada nuestra
que nos libre de agua, de bombas y tormentas!
Por último gritaba dirigiéndose al vigía de la proa:
¡Ha de proa, alerta y vigilante!
La noche anterior le había tocado descanso de guardia y, por lo que parecía, ese día no sucedería nada fuera de lo habitual: mar abierto y cada media hora la cantilena del grumete de turno. El galeón, de cuarenta metros de eslora y veinte cañones era uno de los que formaban la flota del rey. Aunque el Consejo de Indias había dado por llamar a casi todas las flotas igual. En el caso de esa «flota» en particular se habían incumplido una serie de requisitos, pues primaba la prisa.
La reunión de la noche anterior no le había parecido nada normal. Un grupo de oficiales recién llegados de España se había hecho cargo del gobierno del galeón, algo que no se acostumbraba. Dieron como motivo la mala salud del capitán. Martín tenía cierta experiencia, había hecho el viaje varias veces a pesar de su juventud, pero no era tomado en cuenta, ni siquiera había valido explicar que fue uno de los que acompañó a Francisco Pizarro a las tierras del sur en la conquista del Perú. El único que le prestó atención fue Fernando Ruiz, un oficial que escuchó atentamente sus argumentos pero desoyó sus consejos de no desviarse demasiado de la ruta a la Bahama, rodeada por una zona de tormentas y corrientes traicioneras. Martín supuso que ellos sabrían qué hacer, al fin y al cabo eran marinos.
Lo que él había ganado en la expedición al Perú no había sido gran cosa, y lo poco que le quedaba lo guardaba con celo y debía llevarlo siempre consigo porque no había un sitio seguro en aquella nave infestada de cucarachas y de ratas. Por ahorrarse los costes del viaje no cumplían con la cantidad de soldados exigida, que era de ciento sesenta. Apenas iban treinta, y de los veinte cañones, funcionaban cinco como mucho. La conversación de la noche anterior lo había alertado, no era normal que se reunieran para hacer recuento de lo que el barco cargaba, eso debía ordenarlo el capitán, pero el hombre parecía que apenas tenía mando, encerrado en su camarote; unos decían que era aficionado a la bebida y otros que estaba muy enfermo.
Dejó de hacer elucubraciones al escuchar la voz de Alfonso del Cano.
—Martin, yo ocuparé tu lugar, ve al camarote del capitán, necesita ayuda.
—¿Yo? —preguntó con asombro, pensando que sería el último en ser requerido por el capitán.
—Sí. Tú mismo. Él te llamó. Y no hagas preguntas. En la bandeja que está en la puerta encontrarás lo necesario.
Miró a Alfonso y no dijo más. Fue directamente hacia el camarote y vio la bandeja en el suelo. La alzó y golpeó la puerta con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocó de nuevo, con el mismo resultado, y por fin se decidió a entrar.
La situación era caótica. El capitán, a quien había visto en solo una oportunidad, yacía en la cama vuelto de espaldas. Sin girarse, preguntó con voz ronca:
—¿Quién eres?
—Martín de Paz, capitán. Dígame en qué le puedo servir.
—¡Agua!
Sirvió un poco de una jarra y le acercó el vaso. Aparentemente el capitán no podía ver.
—Aquí tiene, tenga cuidado…
—Dame la jarra, estoy muriendo de sed y el calor me abrasa… —apremió el capitán.
Le tendió la jarra y él prácticamente se la vació encima. Tomó un largo trago y se volvió a recostar.
—Gracias, hijo, ¿cómo dijiste que te llamabas?
—Martin de Paz, capitán.
—Ah… Martín… Como puedes ver, estoy enfermo. Ya lo estaba cuando me encomendaron el mando de esta nave, pero no había quien se hiciera cargo y yo deseaba regresar a España lo antes posible.
—¿No desea que llame al cirujano? ¿Por qué no está aquí?
—¿Acaso no lo sabes? Murió esta mañana.
—Lo siento, no estaba enterado. Estuve de guardia en proa.
—¿Qué cargo ocupas?
—Soy uno de los cuarenta marineros, señor.
—Sois quince. No hay más.
Martín guardó silencio. Eso significaba que su trabajo se vería multiplicado. De pronto le asaltó una idea.
—Perdone, señor…, ¿de qué murió el médico?
—De la misma maldita enfermedad que tengo yo. Una que se te mete en la piel y te carcome por dentro, pensábamos que era sarna, pero no lo es. Necesito ayuda y nadie parece estar dispuesto a dármela. Y duele…
—Supongo… que es contagiosa, señor.
—Vaya mente tan lúcida la tuya, chico, claro que es contagiosa.
Abrió con dificultad uno de sus ojos e hizo el intento de mirarlo. Con una mueca de dolor volvió a cerrarlo.
—No he visto que se haya izado el banderín de advertencia, capitán, ¿no cree que es lo que debería hacerse en estos casos? Voy a avisarles, si me lo permite.
Martín creyó que era el momento oportuno para salir de ese agujero mal ventilado, pero escuchó la voz del capitán.
—Ni se te ocurra. Es una orden. ¿Trajiste la bandeja? Ayúdame, ya habrás notado que no puedo ver. Limpia mis ojos con las gasas que están ahí y el agua de manzanilla. Los tengo pegados por las legañas, no puedo hacerlo yo mismo porque tengo llagas en los dedos. ¿Tienes heridas en las manos?
—No, señor.
—Entonces no hay peligro de que te infectes. Vamos.
El joven Martín hundió la gasa en el pocillo de manzanilla y procedió a humedecer los hinchados ojos del capitán. Al principio, con delicadeza, y más enérgicamente después, por la dureza de los restos pegados entre los párpados, como si fuese una costra depositada allí por mucho tiempo.
—¿Le duele? —preguntó con cautela.
—Me duele, claro que sí, pero tengo el remedio.
El capitán tanteó con la mano izquierda en dirección al suelo; cogió una borgoñona, dio un largo trago y después de soltar una exhalación de aliento fétido la volvió a dejar.
Martín prosiguió con la limpieza, pero pronto supo que lo que quitaba con la gasa no eran legañas. Era una costra de pus. El hombre sufría de alguna extraña enfermedad en los ojos, estaban tan hinchados que apenas podía ver, y el dolor se debía a que supuraban.
—Señor… sus ojos están enfermos, no puedo seguir limpiándolos, lo que le impide abrirlos es la pus que se ha acumulado bajo el párpado.
—¡Demonios! ¡Lo que me faltaba!, ¡en mala hora tuvo que morirse el desgraciado cirujano! No creo poder aguantar hasta Sevilla.
Martín estaba aterrorizado. A pesar de su ceguera el hombre seguía siendo el capitán, y podría mandar que lo arrojaran por la borda según su humor, que parecía no muy bueno. Aun así se atrevió a preguntar:
—Señor, ¿por qué mandó llamarme? —Era una pregunta que le venía quemando los labios, quería saber por qué lo había elegido precisamente a él, sin conocerlo.
—¿Tú eres Martín de Paz, el de los Trece de la Fama?
—Pues sí. El mismo, señor.
—Tu capitán Pizarro es amigo mío. Él te recomendó como persona confiable y valiente. En este barco no hay nadie que merezca esa confianza. ¿Has visto el estado de este cascarón? Lee, lee la lista de alimentos, ahí, sobre ese mueble negro. Sabes leer… supongo.
—Más o menos, señor.
Martín se fijó en el libro y lo atrajo a la luz de la lámpara.
—¿Qué dice?
—Es una lista de alimentos, señor —replicó Martín confundido.
Bizcocho 14 000 kg.
Vino 20 250 litros.
Arroz 576 Kg.
Garbanzos 540 Kg.
Cecina 2 180 Kg.
Aceite 200 litros.
Vinagre 450 litros.
Queso 450 Kg.
Bacalao 1 000 Kg.
—Pues no hay ni la cuarta parte de lo que ahí figura. Y la dotación del barco está incompleta. Si un barco corsario nos atacara no tendríamos cómo defendernos, pero eso no es lo peor. La enfermedad es lo que está acabando con la gente. Hay una peste maldita que nos está diezmando, todos los enfermos están recluidos en un solo lugar, pero es lo mismo que nada, ya ves que yo también me he contagiado.
—¿Y qué puedo hacer, señor?
—Estar vigilante. He recibido aviso de un motín. Ciertos oficiales están tramando algo. Parece que esperan que venga otro bajel haciéndose pasar por corsarios franceses, todo les está saliendo a pedir de boca, yo sin vista y mis oficiales también enfermos. Pero estaba planeado desde el comienzo, al menos es lo que dijo el médico antes de morir.
—Aparte de estar vigilante no sé cómo pueda ayudar, señor.
—Este barco contiene uno de los mayores cargamentos de oro desde que se iniciaron los embarques a Sevilla. El oro ni siquiera está registrado por la Casa de Contratación, pues va de contrabando, es un envío que mi amigo Pizarro desea hacer llegar a España por su cuenta. El navío corsario planea llevarse todo ese oro y necesito que tú te involucres con ellos, me refiero a que te pongas de su lado. Sé que llegarán a las Azores, es allí donde tú te comunicarás con la gente de Pizarro, ellos están al tanto de que este galeón pasará por allá; yo debería desembarcar el oro de Pizarro para que fuera llevado por otra nave menor que no despertara sospechas. Ellos están más atentos a los galeones armados que van en flota, ese fue uno de los motivos por los que esta nave va sola, con lo que no contábamos era con una conspiración de nuestra propia gente.
—Y una vez que logre comunicarme con los hombres de Pizarro ¿qué les digo?
—La verdad. Que hubo un motín con la ayuda de un barco pirata y que, además, estaba la muerte a bordo en forma de peste. Quiero que Pizarro sepa que le fui leal, salvó mi vida y se lo debo. Él verá cómo se las arregla para recuperar su oro, es un hombre muy poderoso.
—Lo sé…
—¿Qué hiciste con tu parte del oro de la conquista, para terminar enrolado de nuevo como un simple marino?
—El reparto del oro en Perú estuvo bien. Con lo que no contábamos era con que ese dinero no nos iba a alcanzar para nada. Fundieron el oro los indios según sus métodos, bajo el mando de un fundidor español. Hicieron marcos de plata y pesos de oro, yo recibí novecientos pesos de oro y trescientos marcos de plata que menguaron rápidamente, pues todo en esos días costaba diez veces más de lo habitual. Dejé el Perú para los que querían seguir luchando por poderes que nunca serían míos y decidí volver a España con lo que me queda, que no es mucho. Por eso me enrolé en este galeón, con la idea de regresar a Sevilla y ofrecer mis servicios a alguna compañía de navegación, porque conozco todas estas aguas casi tanto como la palma de mi mano.
—Bien, bien, ¿comprendiste lo que te dije? Tal vez la gente en las Azores te dé trabajo en algún barco, te ganarás su confianza con la información que les darás.
El joven no estaba muy convencido, pero asintió en silencio. Dejó el libro de los apuntes en el mueble negro y sin quererlo se volvió la hoja. Lo que leyó lo dejó boquiabierto.
10 toneladas de oro fundido en barras.
5 toneladas de plata fundida en barras.
14 000 monedas de oro.
Y la lista seguía.
Más abajo estaba escrito:
Uniforme para cada integrante de la marinería de guerra:
Seis camisas, tres blancas y tres azules.
Dos pares de calzones, uno de paño azul y otro listado blanco y azul.
Un capotillo con su capucha de paño burdo, afelpado por dentro y tejido en la espalda con el escudo de las armas reales.
Un casquete encerado y un birrete de lana colorado.
Un par de zapatos abotinados hasta más arriba del tobillo…
La lista era más larga, pero para Martín fue suficiente. No le interesaba saber cómo se vestían la marinería, lo que sus ojos no dejaban de ver era el enorme tesoro que el galeón guardaba en sus entrañas.
Miró al capitán y vio que dormitaba. En un impulso arrancó con sumo cuidado la hoja que le interesaba y la guardó entre la camisa, después de doblarla.
De pronto una brusca sacudida lo hizo tambalear. El barco solía balancearse pero esta vez la nave no oscilaba de manera normal. El capitán permanecía inmutable, a los ojos de Martín bien podría estar muerto. Fue hacia la puerta y no logró abrirla. Los gritos se escuchaban en cubierta ordenando arriar velas. Con el hombro, empujó con fuerza varias veces la puerta atrancada por el movimiento del barco hasta que cedió. Ascendió a cubierta y lo que observó lo dejó helado: una gigantesca nube negra cubría el horizonte. Los huracanes en esa zona eran frecuentes pero él solo se había topado con uno el año anterior, y no muy fuerte. El viento huracanado lanzaba enormes olas contra el pesado galeón, que giraba como una veleta. Martín se amarró a uno de los candeleros del barco con la soga que llevaba siempre colgada de la cintura, como era habitual por si había tormenta. Pero después de pocos minutos todo quedó en calma. Cesaron el viento y el oleaje, y el silencio fue roto por el silbato del contramaestre indicando que el peligro había pasado.
Martín se dirigió a su posición de proa.
—Pregúntale al oficial Vizcaya si vuelves a tu turno —le dijo Alfonso del Cano.
—Eso haré. Aunque pensándolo bien, ¿por qué no sigues tú? En cualquier momento tendré que regresar al camarote del capitán.
—¿Cómo está? —murmuró más que preguntó el marinero.
—Lo dejé dormido —respondió escuetamente Martín.
—Está bien, vuelve con él.
Fue a recoger sus bártulos y acomodó el petate frente a la puerta del camarote del capitán. Entró para comprobar su estado. Respiraba acompasadamente, la borgoñona yacía en el suelo vacía. A Martín le preocupaba que los vientos hubieran desviado la nave hacia la zona de tormentas, las órdenes que había escuchado no le parecieron las más oportunas. Se alzó de hombros pensando que nada podía hacer.
Empezaba a oscurecer, en cualquier momento saldría el capellán a rezar la oración de la tarde antes de iniciar el turno de noche. Lo hizo poco después, rezaron el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo y cantaron como todos los días la Salve Marinera. Por último una voz estridente retumbó en la oscura tarde.
—¡Amén y Dios nos dé buenas noches, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía! —declamó el paje a todo pulmón.
Los marineros comenzaron a recogerse, algunos en la cubierta se dedicaron a tocar algún instrumento musical o a jugar a los dados; Martín prefirió recostarse, tenía el presentimiento de que algo sucedería, en sus años de marino había aprendido a oler el peligro casi con la misma intensidad con la que olía las ratas y cucarachas que inundaban las bodegas del barco.
Recostado de espaldas, desde su petate podía ver el cielo, y esa noche parecía que se habían juntado todas las estrellas. Distinguió la estrella Polar, la constelación de Casiopea, y supo que no iban hacia el canal de la Bahama. La nave se movía aunque muy lentamente, pues la brisa no ayudaba a pesar de tener todas las velas desplegadas. Le extrañó que el cielo estuviera tan despejado después del ventarrón, pero su mente dispersa lo llevó por otros derroteros. Se preguntó: ¿por qué no habían declarado la nao en cuarentena? Era evidente que faltaba tripulación, no estaban todos los que se habían enrolado. Solo esperaba que el timonel de turno supiera lo que hacía pues eran aguas difíciles, con corrientes y bancos de arena que sortear.
Se adormecía cuando el sonido ensordecedor del silbato del contramaestre mezclado con los gritos del grumete, el ruido del viento y la tromba de mar que se dirigía directamente hacia el galeón lo despabilaron. No pudo hacer más que dejarse arrastrar por el río de agua que apareció por su derecha y lo deslizó por la cubierta en dirección al castillo. En medio de su desesperación se sujetó a los balaustres de la escalera pero fue arrastrado de regreso hacia la proa. Como pudo se abrazó al ancla y con la cuerda que colgaba de su cinturón se amarró a ella. La punta en forma de flecha le facilitó la tarea, caer al mar embravecido era lo que menos deseaba, sabía de muchos marinos que en su desesperación se lanzaban al agua, como veía hacer a algunos en ese momento, pero él no cometería ese terrible error. Asido al ancla trató de mantenerse firme. El agua iba y volvía, cada vez con más fuerza; de pronto vio oscilar el palo mayor y que la cofa se le venía encima. Su estruendo al chocar contra el ancla no fue nada comparado con el de las enfurecidas olas y el viento. Como en un sueño, sintió la nave elevarse por los cielos; después todo se sumió en un silencio inquietante. Cuando levantó la cabeza para ver qué sucedía sintió un golpe y no supo más.