Frank Cordell y compañía
En camino a Finisterre
14 de septiembre de 2011
El vuelo duraría una hora quince minutos. Impaciente por saber qué encontraríamos y cómo haríamos para hallarlo, no dejaba de dar vueltas al asunto en mi cabeza. El silencio fue roto por Krista.
—Alguien debe estar siguiendo a Thomas —murmuró en mi oído.
—¿Por qué lo dices?
—No creo que Spiros sea tan tonto. Con seguridad su plan era apropiarse de las indicaciones o de lo que sea que haya en Finisterre y darle de lado.
Aunque yo no tenía la menor simpatía por Spiros costaba creer que fuese tan infame. Como si no bastara que se hubiera quedado con mi… con Huguette. Me acerqué a Erasmus y procuré hablar muy bajo.
—¿Tú crees que Spiros haya ordenado seguir a Thomas?
—Es lo más probable. Pero no sabrían a quién seguir, no conocen su aspecto.
—Tienen su nombre completo, ellos compraron el pasaje, ¿no? Es muy fácil averiguar quién es el pasajero Thomas Cooper —interrumpió Krista.
Me encontraba lleno de dudas. Podría ser que Spiros hubiese enviado a otros que desconocíamos. Y fuesen al mismo destino: Finisterre. O tal vez esperaban en el aeropuerto de Santiago de Compostela y apenas vieran a Thomas harían contacto con él. Sin perder de vista a Thomas nos dirigimos a la salida del aeropuerto.
Aunque no nos pusimos de acuerdo, todos, excepto Thomas, estábamos atentos. No creí conveniente advertir al chico, para que actuase con naturalidad. Parecía ser de esas personas que se amoldan con relativa facilidad a las adversidades. Alquilamos un coche en Avis y tomamos la ruta hacia Finisterre.
—¿Alguno de ustedes sabe con exactitud el camino que debo tomar? —preguntó Erasmus al volante.
—Hay dos rutas —respondió Krista con la mirada fija en el mapa que le dieron en Avis—. Una es por la AC-404, y la otra bordeando la costa, por la AC-543.
—Prefiero el camino de la costa, así no nos perderemos —dijo Erasmus.
—Puedes tomar la AC-543 siguiendo la carretera que va hacia el faro. Es un viaje de cerca de dos horas.
Krista iba en el asiento de delante y yo atrás, junto a Thomas, quien parecía ajeno a todo, observando ensimismado el paisaje. Miré en dirección a lo que parecía llamar su atención y vi el cielo. A esa hora de la tarde tenía un color dorado. Nada era como yo lo había imaginado, ni siquiera el aeropuerto. Esperaba encontrar algo vetusto en un sitio tan emblemático como Compostela. Resultó que hacía un mes habían inaugurado el nuevo aeropuerto, todo era funcional, ordenado, espacioso, como cabe esperar en un moderno aeropuerto internacional. Y cuando tomamos el camino a Finisterre, el fin del mundo del hemisferio norte, el paisaje plácido que se ubicaba frente a mis ojos combinado con el extraño tono dorado del cielo daba connotaciones mágicas a aquella expedición, que por momentos se me antojaba disparatada.
No podría precisar a partir de qué momento fui cambiando mi manera de percibir la vida. Yo siempre fui un tipo acomodaticio a las circunstancias. Como parecía serlo Thomas. Sin embargo en ese momento me encontraba en una aventura muy rara. Y mis acompañantes no eran menos extraños. Cada uno de ellos tenía un motivo para ir tras los datos de ese misterioso mensaje dejado por un hombre hacía siglos. Lo sorprendente es que Thomas había llegado a la misma conclusión que yo, haciendo uso de un supuesto manuscrito mágico. ¿Acaso no era cosa de orates? Pero ¿cómo podía no creerle después de todo lo que había dicho? Mi último encuentro con Spiros, el golpe que encajó, la tarjeta que me deslizó Erasmus, mi encuentro con Krista… Nadie sabía esos detalles. Y Thomas sentado a mi lado se veía tan confiado que hasta inspiraba cierta ternura. ¿Qué más sabría de mi vida? Tal vez Huguette sintiera algún asomo de interés por mí. De inmediato deseché la idea. Si fuese así ella sería la primera en haberme llamado, porque la conozco. Siempre se dejaba llevar por sus impulsos.
—Debemos comprar algunas herramientas —dijo Erasmus arrancándome de mi abstracción. Cuando atravesamos el siguiente pueblo, paró el coche frente a una ferretería.
Bajé con él y compramos linternas, una pala, un pico, un rollo de cuerda grueso y los únicos dos pares de guantes de trabajo que tenían. Guardamos todo en el maletero y seguimos camino hacia Finisterre.
—Ese manuscrito brilla de noche, ¿sabes el motivo? —pregunté a Thomas en un intento de iniciar alguna conversación que me llevase hacia donde ni yo mismo sabía.
—¿Lo viste brillar? —preguntó Thomas con vivacidad, como si el detalle fuese importante.
—Lo vi. Cuando pasé a tu lado para estirar las piernas en el avión vi que el anillado brillaba como si tuviera luz propia. Claro que también pudo ser el reflejo de alguna luz en la cabina del avión.
—El destello tiene que ver con el contenido. Cuando lo estuve leyendo brillaba de manera casi permanente. Una vez que quedó en blanco dejó de hacerlo.
—¿Me permites?
—Claro.
Al tener el manuscrito en mis manos volví a percibir el brillo del anillado. Sentí que el corazón empezaba a latirme apresuradamente. Thomas también lo notó, levantó la vista y me miró. Percibí cierto desasosiego en él. Lo abrí y vi escrito el primer folio, mientras Thomas no salía de su asombro. Puse un dedo en mis labios, él cerró la boca y guardó silencio. Toqué el hombro de Krista, hice una seña a Erasmus a través del retrovisor y empecé a leer en voz alta.