21

Frank Cordell

Manhattan, Nueva York

Esa misma noche empezamos a preparar el plan. Lo primero sería descifrar el significado de la nota.

—Mira, Krista —dije haciendo un gesto hacia la pantalla del ordenador.

Τέλος του κόσμου χρυσό Pizarro

50 μέτρα δυτικά

πέτρινο κρεβάτι

Giulio Clovio

1539

Fin del mundo oro Pizarro

50 metros poniente

piedra cama

Giulio Clovio

1539

—Es la nota que contenía el reloj. ¿Serán las pistas del lugar donde Giulio Clovio escondió el tesoro? —añadí.

—¿Por qué piensas que haya un tesoro?

—Es el oro de Pizarro, lo investigué, el nombre Martin de paz está grabado en la cara interna del reloj, fue uno de los hombres que acompañaron a Francisco Pizarro, el conquistador del Perú. ¿Alguna vez oíste hablar del oro de los incas?

—Sí. ¿Y quién es Giulio Clovio?

—El miniaturista más famoso de la historia. Lo raro es que cuando murió en 1578 a la edad de ochenta años, era pobre. Lo cual quiere decir que nunca tuvo ningún tesoro.

—No entiendo nada.

—¿Y si él supo que había un tesoro pero no pudo acceder porque estaba muy viejo? Mira —le dije, señalando la información que había encontrado—, Martín de Paz y él tienen mucha diferencia de edad, es probable que si ellos se encontraron en algún momento, Gulio estuviera cercano a los sesenta. A esa edad nadie en esa época haría una expedición a ninguna parte, era ya un anciano.

Puse una vez más el pequeño reloj bajo el microscopio esperando encontrar algún otro indicio. Me ayudé con una pinza para ver la cara interna del reloj y encontré un grabado que anteriormente no había visto. Parecían números. Estaban al lado del nombre Martín de Paz: 1539-1553. Fechas como las del nacimiento y la muerte, pero era obvio que Martín de Paz no había nacido en 1539, la misma fecha que aparecía en la nota. Podría ser el año del embarque. Y la otra fecha… De pronto tuve como una premonición.

—Lo tengo —dije—: es la fecha del encuentro. Martin de Paz y Giulio Clovio se conocieron en 1553. No puede ser de otro modo.

—¿Por qué estás tan seguro? Podría ser cualquier otra cosa, tal vez el año de la muerte de Martin de Paz.

—Bueno, no parece que eso ahora tenga importancia. Concentrémonos en la nota.

—¿Dónde queda el fin del mundo? —preguntó Krista.

—En Ushuaia, Tierra de Fuego, Patagonia —dije sin dudarlo.

Ella posó sus ojos en mí. Pude percibir un destello de admiración.

—Tal vez sea el sitio donde esté el tesoro.

—De ninguna manera —afirmé convencido.

Otra vez su mirada, esta vez de interrogación.

—¿Por qué?

—Porque las rutas de los navíos españoles que transportaban el oro desde el Perú iban hacia el norte por el Pacífico, desembarcaban la carga en Panamá, atravesaban una densa selva y en la costa del Atlántico les esperaba la nave que hacía el viaje a España. Ya lo averigüé. No navegaban por el Estrecho de Magallanes. Entonces era apenas conocido.

—Seguimos sin saber nada —dijo Krista con desaliento.

—Espera, encontré más información… —Una nueva página se abrió en la pantalla—. Mira aquí, en Galicia, al norte de España: Finisterre. Finis terrae, el fin de la tierra conocida durante muchos siglos. El non plus ultra de los romanos: no hay más allá. En el siglo XVI, el fin del mundo tenía que referirse a este lugar…

—Sí, eso encaja perfectamente. ¿Y qué querrá decir «piedra cama»? —Inquirió Krista mientras miraba con atención la pantalla.

—Veamos… —Tecleé frenéticamente en Google y fui abriendo varias páginas hasta encontrar lo que buscaba—. ¡Aquí está!: «Piedra Cama». Existe un lugar llamado así ¡y está en Finisterre! —exclamé, gozoso.

—¿Estás seguro?

—¡Está clarísimo! El lugar que señala la nota está 50 metros al poniente de la Piedra Cama, en Finisterre, Galicia.

—Ummm… suena bien —dijo Krista. La sentía excitada, un tesoro siempre causa un efecto indescriptible, lo estaba comprobando. Sus ojos brillaban y su rostro exhibía una sonrisa.

—Necesitaremos ayuda, solos no lo conseguiremos. ¿Conoces a alguien de confianza?

—Ya te dije que no confío en nadie, salvo en ti.

Y allí estábamos, con una fortuna al alcance de nuestras manos y sin saber cómo acceder a ella.

—¿Crees que quien se llevó el pendrive habrá llegado a la misma conclusión que nosotros?

Con la euforia había olvidado el maldito pendrive. Sus palabras me regresaron a la realidad.

—Tienes razón. Y es probable que ya estén en camino. ¿Cómo rayos alguien supo la existencia de esa nota y que estaba en el pendrive?

—No tengo la menor idea. Pero debemos darnos prisa. Ese tesoro es tuyo y no permitiremos que se nos adelanten. Después tendremos tiempo de pensar en eso —afirmó Krista con resolución—. ¿No confías en Erasmus?

—No tengo motivos para desconfiar, aunque tampoco para fiarme. Nunca se sabe… Pero no tenemos elección. Además, servirá de gran ayuda, fue guardaespaldas. Ya, ya sé, tú también lo eres, pero él no trabaja para mí como tal —agregué al ver la sorpresa en la cara de Krista—. No te lo vas a creer. Él era guardaespaldas del actual esposo de mi exmujer.

Krista se sentó en el sillón frente al escritorio y cruzó los brazos. Supongo que esperaba alguna explicación. Le relaté de manera resumida la manera como Erasmus llegó a ser mi empleado.

—¡Cómo no lo dijiste antes! ¿Y confías en él? ¿No crees que esté actuando como espía?

—¿Espía de quién?

—Obviamente de Spiros.

—No veo qué tendría que espiarme. Ellos están viviendo sus vidas con tranquilidad, mientras yo perdí a mi mujer.

Apenas terminé de decirlo me arrepentí. ¿Por qué tenía la manía de seguir pensando en Huguette como «mi mujer»? Tuve vergüenza de haberlo dicho frente a Krista, sentí que bajaba unos cuantos puntos a sus ojos, los que hacía un rato me habían contemplado con admiración.

—¿No temes que Erasmus quiera jugarte una mala pasada, como apropiarse del tesoro… o cualquier otra treta?

—No lo creo. En todo caso, me arriesgaré. No tenemos otra opción. Es fuerte, está bien preparado, y me temo que tendremos que enfrentarnos a situaciones difíciles.

—Debemos hablar con él.

Sin perder más tiempo llamé a la tienda.

—Erasmus, necesito que cierres ahora y vengas a casa. Hemos de hablar de algo importante.

—Está bien, Frank. Iré de inmediato.

Tal como había previsto, Erasmus no hizo ninguna pregunta, lo cual era una bendición.

—¿Comprendes por qué me gusta trabajar con Erasmus? Nunca pregunta nada. Solo recibe órdenes y hace su trabajo a conciencia.

Krista sonrió, no sé si porque se dio por aludida. Con ella nunca se sabía.