Frank Cordell
Manhattan, Nueva York
No tenía deseos de volver a salir, así que encargué la comida donde siempre. En casa lo único bien surtido era el bar. Y mientras llegaba la comida italiana que pensaba acompañar con una botella de chianti me adelanté y serví dos copas de Black Roaster. De manera que teníamos whisky y vino a la vez. Krista daba la sensación de ser capaz de beber como un cosaco y pasar la prueba del alcoholímetro. Terminó el whisky y dejó el vaso a un lado.
Se quitó la chaqueta y pude apreciar mejor su figura, no le sobraban kilos pero tampoco era demasiado delgada. Se ahuecó el cabello después de soltárselo en un gesto que no supe interpretar si era por coquetería o por comodidad. Yo estaba satisfecho de no tener que lidiar con la estampida de los botones de mi camisa. Hacía meses que había recuperado en parte la figura que heredé de papá, quien no era gordo ni flaco, solo saludable, como mamá decía. En pocas palabras: robusto. Me senté en el sofá y apoyé los brazos estirados sobre el respaldo. Quién iría a decir que Krista se acomodaría a mi lado y pondría su cabeza en mi hombro. No puedo describir lo que sentí en ese momento. El perfume que emanaba de su cabello, la tibieza de su cuerpo… Imposible explicar la cantidad de cosas que pasaron por mi mente. La abracé y busqué sus labios.
Fue un encuentro esperado, ahora lo sé. Entonces no era consciente de ello, solo sentí deseos de pertenecer a alguien y que ese alguien fuese Krista. Al mismo tiempo se apoderó de mí el ineludible deber de darle protección. Así soy, debo de tener instinto paternal, o maternal, como quiera que lo llamen. Tuve deseos de protegerla entre mis brazos. Nos quedamos un buen rato abrazados sin decirnos nada. Después de un momento Krista pareció recuperar la sensatez. Sonrió ligeramente y me miró con ternura. Fue todo muy extraño, como si lo inmediatamente anterior nunca hubiera sucedido.
—¿La amabas mucho? —preguntó con naturalidad.
—¿A quién?
Krista dio un suspiro.
—No es un interrogatorio, Frank, solo curiosidad.
—La amé. Sí —me apresuré a responder—. Pero ya pasó. Está casada con otro y no me interesaría ni aunque viniera a llamar a mi puerta.
—Debió de ser una mujer especial.
—¡Vaya que lo era!, pero a su modo —dije sonriendo.
—¿Crees que tenga que ver con lo que está ocurriendo?
—¿Huguette? Ni pensarlo. No tendría motivos, su marido es uno de los hombres más ricos de Grecia.
—¿Quién es?
—Spiros Dionisius.
—Ah, el de los barcos abandonados.
—¿Lo conoces? —Estuve a punto de lanzar un alarido. No podría creer que el tipo que se llevó a mi esposa también conociera a Krista.
—No precisamente, pero hace unos meses leí una noticia referente a sus problemas financieros. Parece que a la muerte de su padre heredó ciertos problemas y con ellos vinieron otros. Tiene su flota petrolera y sus tripulaciones abandonadas en varios puertos. Los bancos griegos tienen dificultades y él está endeudado, ¿acaso no lo sabías?
—Hace tiempo que no quiero saber nada de él. Ni lo menciones. Y si es así, me alegra, bien merecido lo tiene.
—Todavía la amas.
—¿A Huguette? No, qué va. Ya te lo dije.
Sonó el intercomunicador y fui a atender. Era el hombre con la comida quien me daba una tregua. Abrí y fui a buscar mi billetero. Mientras, Krista puso la mesa a una velocidad inesperada. Cuando llegó la comida ya estaban los platos, cubiertos, copas y servilletas bien dispuestos. Nos sentamos frente a frente en el pequeño comedor. Sirvió primero mi plato y luego el suyo, puso la ensalada en el centro y empezamos a comer. No había notado cuánta hambre tenía, la lasagna estaba deliciosa y entre bocados y vino el ambiente era relajado.
—Debemos crear un plan. Es obvio que quien se llevó tu pendrive con la información sabía lo que hacía.
—Me lo he planteado muchas veces y no he logrado comprenderlo. Últimamente están sucediendo muchas cosas raras. ¿Crees de verdad que la nota del reloj sea importante?
—Solo hay una manera de comprobarlo. Debemos comprender lo que quiere decir, no tendría sentido esconder una nota así solo como una broma. Por lo que has dicho, el tal Giulio Clovio no era un humorista sino un pintor que tuvo una vida poco llevadera.
—Sí. En aquella época los artistas de su talla no eran tan reconocidos como ahora. Si la nota contiene datos fehacientes es probable que en algún lugar del mundo se encuentre el oro que dejó Martín de Paz.
—Si hay otros detrás del asunto lo tendrás muy difícil. Por eso necesitas un plan.
—¿Qué sugieres? —pregunté mirándola fijamente.
—Lo primero que se me ocurre es descifrar la nota correctamente y seguir la pista antes de que otro lo haga. Es una carrera contra el tiempo. Supongo que estás interesado en ese oro.
—¡Vaya pregunta!, claro que sí. Me reventaría que siendo yo quien encontró la nota fuera otro el que hallase el tesoro.
—Lo segundo es la logística —prosiguió Krista como si no hubiese oído—. Llegado el momento, ¿estarías dispuesto a ir donde haga falta? Necesitaremos gente de confianza, solos no podremos hacer nada… ¿Conoces a alguien fiable?
—Lamento decirlo, pero no. Solo a ti.
Y era cierto. A pesar de las extrañas circunstancias, la única que me inspiraba confianza era Krista.
—Soy tu guardaespaldas, no lo olvides —recalcó ella con seriedad.
Solté una carcajada. Aquello era lo más disparatado que había escuchado.
—Krista, ¿crees realmente que puedes ser mi guardaespaldas? Solo mírate y mírame.
Ella no dijo nada. Su silencio me hizo recapacitar, ¡quién sabe si tendría razón!
—Frank, estoy preparada para eso y mucho más. Pero era solo una sugerencia, si no deseas que forme parte de tus planes lo comprendo.
—Pero ¿qué planes? ¡No tengo ningún plan! Disculpa, Krista, reí porque la situación parece absurda.
—Dijiste que querías que me quedase aquí un tiempo indefinido. Yo lo entiendo como que necesitas mis servicios. Podría serte útil.
Claro que la quería en casa. De pronto su compañía se hacía imprescindible aunque no supiera definir exactamente el motivo, pero no se me había ocurrido que fuese como guardaespaldas. Decidí seguirle el juego.
—Krista, quiero que quede algo claro: además de guardaespaldas, desearía que fuésemos socios. Es lo justo. El reloj te pertenecía.
—Pero no le di importancia, ya ves que lo di en empeño.
—No importa, fueron las circunstancias. Ahora quisiera que de una vez por todas te traslades. No es preciso que sigas pagando un alquiler. Tienes aquí una habitación y lo necesario para que te encuentres cómoda. ¿Qué dices?
—Me parece bien. Si estamos juntos en esto y soy tu guardaespaldas…
Esta vez traté de mantener la cordura y no reí. Quizá ella tuviera razón. Las apariencias suelen ser engañosas.
Así fue como Krista empezó a formar parte de mi vida.