Frank Cordell
Manhattan, Nueva York
Poco más de las nueve de la mañana abrí los ojos. El olor a café invadió mis sentidos y recordé a Krista. No quise presentarme desaseado, así que me quité la ropa del día anterior y entré en la ducha. El agua tibia terminó de despertarme y supe que ese sería un día difícil, tendría que contarle a Krista lo del reloj, no me parecía honesto ocultárselo. Por otro lado, ella podría ser una buena aliada, estaba preparada para enfrentar cualquier eventualidad; se veía inteligente y capaz.
Krista me recibió con una sonrisa.
—Buenos días, Frank, ¿dormiste bien?
—Buenos días, Krista. Sí, lo suficiente. Huele bien el café.
Tomé un sorbo y sentí el líquido caliente resbalar por la garganta. Una inyección de vitalidad empezó a inundarme. Era agradable tener una mujer en casa. Observé a Krista mientras ella tenía la mirada puesta en su taza, como en un ritual de espera.
Parecía no tener el menor asomo de coquetería. Sin gota de maquillaje y con el pelo recogido en un moño en la nuca, daba la impresión de ser maestra de cuarto de secundaria, la severidad hecha persona. La claridad de sus ojos azules al levantar los párpados y mirarme iluminó su rostro, era lo que más sobresalía en ella. Sujetó la taza con las dos manos y la acercó a los labios.
—Siempre he pensado que lo más interesante del café es el aroma. Invita a despertar. Yo también dormí, no creí necesario estar en vela después de las tres.
—Disculpa que te haya puesto en este trance, Krista, ayer fue un día anormal. Absolutamente.
—Hoy iremos al asilo a visitar a Cecile Madock.
—Te lo agradezco, Krista. Sé que para ti es incómodo, pero debo saber más de ese reloj.
—Tengo la impresión de que hay algo que tienes que contarme, Frank. —Su mirada era firme.
Junté las manos y las hundí entre mis rodillas, encogí un poco los hombros y empecé a hablar. Le conté todo.
—No hay más, Krista. Existe en algún lugar del mundo algo muy valioso relacionado con lo que dice la nota que encontré en el reloj, pero no acierto a dilucidarlo, aunque no me he puesto a ello pues los acontecimientos me sobrepasaron.
—Eso significa que hay una persona que conoce la existencia de la nota, pues se llevó el pendrive. Y hay otra persona que busca el reloj.
—¿Otra? ¿Cómo puedes estar tan segura?
—Es obvio, Frank. Parece que una persona sabía exactamente qué buscar. La otra movió hasta los cuadros de las paredes. ¿No será Erasmus quien vino por el pendrive?
—No tendría por qué. El contenido de la nota permanece en el ordenador de la tienda. ¿Y si la misma persona que se llevó el pendrive primero buscó por todos lados?
—Podría ser, pero no es lógico. El pendrive estaba a la vista y desapareció, sabía lo que buscaba.
Terminé el café de un trago. No me convencía el razonamiento de Krista.
—Vamos a desayunar. Como verás, no acostumbro tener comida en casa desde que empecé la dieta. Solo café y esas bebidas isotónicas. Después iremos al asilo.
Antes de salir llamé a la tienda.
—Erasmus, no iré hoy; por favor, hazte cargo. Después te explico.
El griego respondió con su acostumbrado laconismo y colgó.
Caminamos hasta una cafetería que a esa hora se encontraba semidesierta. En la vitrina se exhibían ensaladas de todas clases. Cada uno pidió una ración, jugo de frutas y tostadas.
—Tienes que deshacerte de tu celular —indicó Krista—. Yo ya lo hice con el mío.
—¿Por qué?
—Tú y yo estamos relacionados por la llamada que me hiciste. Hay muchas maneras de investigar esas llamadas, y hasta podrían localizarnos.
—Mi agenda está ahí, no puedo… ¿Tu aparato detector no sirve para saber si están grabando nuestras conversaciones?
—Hoy en día se hacen muchas cosas por satélite, y los móviles son instrumentos muy fáciles de detectar. En este caso lo hago por mí, no sé si me están siguiendo.
—¿Y por qué esperaste hasta ahora?
—Tienes razón, perdóname, Frank, creo que estoy perdiendo «el toque». Solo hazlo, ¿sí?
Me estaba empezando a hartar ese juego paranoico. Por otro lado, tuve el presentimiento de que era lo mejor, quién sabía qué podría suceder de no hacerlo.
—Ok.
—Supongo que tienes copia de tu agenda en alguna parte. Compra un móvil desechable, no es bueno que sigas con ese teléfono.
Saqué el chip y lancé el teléfono a un contenedor.
—¿Qué haces?
—Me deshago del móvil.
—Rompe el chip, Frank, es lo que les servirá para detectarte —recalcó Krista con impaciencia.
Lo hice con un gesto de fatalidad y lo tiré en otro contenedor, a medida que caminábamos hacia el edificio. Fuimos directamente a por el coche y salimos rumbo al asilo. Yo trataba de seguirle el juego a Krista, una mujer acostumbrada a pensar como agente de seguridad, ella tenía una manera especial de actuar, y lo hacía para complacerla, porque estaba convencido de que deshacerme del móvil fue una tontería.
Poco tiempo después estábamos en la West End Avenue, frente a The Esplendor, como se llamaba la residencia de ancianos. El toldo rojo con filos blancos que abarcaba la fachada la hacía parecer un hotel. La entrada de puertas de vidrio acentuaba esa impresión. Dejé el coche aparcado al lado de la acera y nos encaminamos hacia el interior. Krista se dirigió a la recepción y preguntó por Cecile Madock.
—Somos amigos —respondió Krista a la pregunta de la empleada.
—No está permitida la visita de amistades. Son órdenes del señor Ewan Christopher.
—Es una lástima. Vengo de lejos, soy una amiga personal, ¿podría preguntarle si desea verme?
—Está bien. Espere un momento, por favor —dijo la mujer morena.
Marcó el teléfono interior y aguardó un momento.
—¿Señora Madock? Aquí en recepción se encuentra la señorita Krista Schneider. ¿Desea usted atenderla?
Segundos después nos dio un par de tarjetas plastificadas que colgamos del cuello, en las que figurábamos como visitantes, e hizo una seña.
—Por favor, llévalos al octavo piso, habitación 82 —dijo, dirigiéndose a la joven que se acercó.
Nos secundó hasta el ascensor y ocho pisos arriba salimos a un largo pasillo. La habitación quedaba a la derecha, cuatro puertas después del ascensor. La asistenta dio un par de suaves golpes a la puerta.
—Adelante —escuché decir desde el interior.
Abrió la puerta y entramos.
—¡Buenos días, Cecile!
—Cuando te anunciaron no podía creerlo… ¿Cómo estás, querida amiga? —preguntó la anciana desde un sillón frente al ventanal.
Cecile Madock tenía aspecto saludable. Sus mejillas sonrosadas y su pulcritud me agradaron de inmediato. Nos miró detenidamente, como suelen hacerlo las personas que ya no necesitan fingir para quedar bien.
—Es un amigo. Frank Cordell…, Cecile… —Krista nos presentó—. Es de mucha confianza.
—Me alegra que al fin te decidieras a compartir tu vida, Krista —comentó Cecile con una sonrisa.
Como Krista no la sacó de su error, guardé silencio.
—Así es, querida amiga, ¿cómo has estado? ¿Te tratan bien aquí?
—Sí, muy bien, es un lugar bastante agradable. La enfermedad que me aqueja es la de los años… Preferiría estar en mi casa de Sapelo pero, ya ves, estoy en una edad en la que no puedo tomar decisiones por mí misma. Tengo aquí algunos amigos, la gente es muy tranquila, aunque no participo en sus actividades. Estoy acostumbrada a la soledad, ya lo sabes.
—Tal vez la decisión de Ewan fue buena, después de todo, Cecile. En esa isla difícilmente podrías tener acceso a un buen cuidado médico.
Tras unos momentos de silencio, Cecile dejó de mirar a Krista y oteó a través del amplio ventanal. Mientras miraba el paisaje de edificios contestó:
—Krista, a los ochenta y nueve años no es importante un buen cuidado médico, lo que interesa es pasar tus últimos días con las cosas que amas.
—No digas eso, Cecile, eres una mujer saludable.
La anciana apartó la vista de los edificios y miró a Krista a los ojos.
—Parece que no tanto, Krista, pero no hablemos de eso. Detesto las conversaciones que giran alrededor de la salud. Dime, ¿qué te trae por aquí?
—Disculpa no haber venido antes, Cecile. Pasé por una mala racha. Ahora ya tengo trabajo y estoy más tranquila. ¿Recuerdas el pequeño reloj que me obsequiaste?
—¡Cómo no iba a recordarlo!, Krista. Justamente Ewan estuvo por aquí en estos días inquiriendo por él. ¿Por qué lo preguntas?
—Frank es coleccionista de relojes antiguos. Dijo que era una exquisita antigüedad y que nunca había visto algo parecido. Le parece muy valioso.
—Es valioso. Para mí siempre lo fue, me lo regaló un pretendiente italiano al que nunca olvidaré. Fue mi último amor, según él era lo más valioso que tenía y me lo dio antes de morir, estaba muy enfermo. Pero yo no creo que valga tanto como él dijo. Solía hablarme de un tesoro… —Cecile volvió la vista a la ventana y su tono de voz cambió—. «Un enorme tesoro. Cecile…, ¿no escuchas lo que digo? Ni te imaginas dónde está el tesoro», fue lo que dijo Giacomo. Siempre insistía en que en el pequeño reloj estaba la respuesta. «Es todo lo que sé. No hagas más preguntas, ya te dije, sigue las pistas y lo sabrás», decía Giacomo, pero él murió y nunca logré descifrar sus palabras.
La anciana, con la mirada perdida, parecía revivir antiguos recuerdos.
—«Ya no molestes más. ¿Qué dónde lo tengo? Lo perdí. Es la verdad. O tal vez tú lo vendiste junto a todas las cosas que había en la casa. ¿No? Pues no lo sé. Ve a saber qué hiciste con él, Ewan, era tan minúsculo que a lo mejor se fue dentro de alguno de los cajones del stipi que tenía en mi dormitorio, ¿recuerdas?». —De pronto, Cecile sonrió y se volvió hacia nosotros—. Pero yo sé que te lo di a ti, Krista. No creas que me he vuelto loca. Solo traté de reproducir la última conversación con Ewan.
—Y estoy muy agradecida, Cecile. Es que ayer entraron a casa de Frank y se me ocurrió que era para buscar el reloj.
—¿Y por qué habría de tener tu novio ese reloj?
—Lo estaba restaurando, recuerda que no funcionaba. Él es un experto en relojes.
—¿Lograste hacerlo funcionar? —me preguntó Cecile.
—Claro, lo limpié y engrasé un poco, estaba atascado, eso era todo.
—Me alegra saberlo. No sé cuál sea su valor ni por qué Giacomo diría tantas tonterías, solo era un romántico, como todos los italianos. ¿Por qué están tan interesados en el pequeño reloj? Para mí tiene un valor sentimental, te lo obsequié, Krista, porque si se lo daba a Ewan quién sabe qué hubiera hecho con él. Ese muchacho es capaz de cualquier cosa. Ahora él cree que la historia del tesoro es literalmente cierta, ¡qué estupidez!
—Ya conoces a tu sobrino, Cecile. Por un poco de dinero es capaz de todo. Y si cree que el reloj guarda un secreto, no se detendrá hasta encontrarlo. ¿Me harás un favor? No le hables más del tesoro ni del reloj. Dile que eran tonterías tuyas, que Giacomo te dijo eso para que tú lo aceptaras. De lo contrario seguirá tratando de dar con el bendito reloj y ya tengo suficientes problemas como para lidiar con Ewan.
—Se cansará, Krista, él no es muy constante. Lo conozco. Pierde cuidado.
Cecile hizo una seña y me acerqué a ella.
—Dígame, Cecile.
—Esta mujer es muy valiosa, Frank. No la pierdas. Ningún reloj vale tanto, ¿comprendes?
—No es necesario que lo diga, Cecile. Lo sé. La amo y haría cualquier cosa por ella.
Sentí la leve agitación de Krista pero me hice el desentendido. Parecía que esa habitación se había convertido en un escenario. Todos estábamos actuando: Krista, al no desmentir que yo era su novio. La anciana Cecile, al declarar que el reloj no tenía mayor valor y yo, al manifestar que amaba a Krista. Pero al menos ya tenía claro por qué su sobrino Ewan había entrado a mi casa.
Salimos después de despedirnos como si fuésemos amigos de toda la vida prometiéndole regresar otro día y no hizo falta advertirle que no dijera a Ewan que habíamos estado allí. Ella sabía muy bien lo que tenía que hacer. De todos modos, si Ewan preguntaba en recepción podría enterarse.
—Ahora comprendo todo —dije mientras arrancaba el coche.
—¿Qué es «todo»?
—¿Recuerdas que Cecile mencionó el stipi que tenía en su dormitorio?
—Sí. Ese stipi era una pieza de colección, como casi todo lo que había en esa casa —afirmó Krista.
—Recuerdo que llegó a mi tienda un suntuoso stipi. Un mueble muy antiguo repleto de cajoncitos diminutos, una verdadera obra de arte. Cada cajoncito tenía en la parte del frente incrustaciones de nácar formando figuras mitológicas, pero lo más impresionante eran sus patas. Cúbicas con apliques de bronce. Y en la base tenía tallas de angelitos sosteniendo racimos de uvas. Lo tuve menos de dos semanas en la tienda.
—Estás describiendo el mueble de Cecile. ¿Cómo fue a parar a tu tienda?
—Suelo poner anuncios en el periódico como comprador de muebles antiguos. Pero no recuerdo haber tratado con ningún Ewan, seguramente él no se ocuparía directamente de la venta de las antigüedades de Cecile. Lo haría algún empleado, o a través de alguna empresa. Estoy seguro de que hablamos del mismo mueble.
—¿Piensas que Ewan cree que vendieron el mueble con el reloj en uno de sus cajoncitos?
—Claro. Cecile se encargó de que así lo creyera, sin saber que nosotros podríamos llegar a conocernos. Es decir, ella ni se imagina que ese mueble estuvo en mi tienda. Quien lo averiguó fue Ewan y por eso fueron a revisar mi casa.
—Esa parte está aclarada. ¿Pero quién fue la otra persona?
—¿Qué otra persona?
—El que se llevó el pendrive que dejaste sobre el escritorio.
Me empezaba a molestar su insistencia al respecto, casi tanto como haberme deshecho del móvil.
—No creo que haya habido otra persona, Krista.
—La lógica dice que sí, Frank. De lo contrario no tendría sentido que hubiesen removido tantas cosas en tu casa. Alguien que busca un reloj no se lleva un pendrive.
—Ok, supongamos que el tipo del pendrive fuese otro, ¿quién podría ser? No conozco a nadie a quien le pudiera interesar ese pendrive, puesto que nadie sabía lo que contenía, ni siquiera Erasmus. Y si a él le interesara, tiene toda la información en el ordenador de la tienda, así que no es Erasmus.
Krista guardó silencio hasta que llegamos a casa. Era evidente que estaba pensando en algo, y si no puedo imaginar lo que el cerebro de una mujer puede maquinar en tantos minutos, mucho menos si se trata de una mujer como Krista.
—Debo recoger mis cosas y regresar a casa —dijo cuando estacioné el coche.
—Te pediría que te quedases unos días… ¿No estarás más segura aquí? Me preocupan los sujetos de la mafia tailandesa, ¿acaso no sientes temor? —le dije, mientras entrábamos al edificio.
—Ya es hora de que viva mi vida sin miedo. Han pasado muchos años desde entonces, ya no trabajo para Stratfor, no puedo vivir huyendo.
—¿Cuál es tu verdadero nombre, Krista?
—No te lo diré. No quiero que corras peligro.
—Te contradices. Quédate unos días conmigo. Al fin y al cabo eres mi guardaespaldas, ¿no?
—No creo que Ewan regrese.
Entramos al apartamento y fui directamente al bar. Saqué dos vasos y una botella de whisky. Sin preguntar, serví y le alargué uno de los vasos.
—¿Cómo sabías que es mi trago preferido? —dijo Krista sonriendo.
—Lo adiviné.
Después de mucho tiempo me sentía pleno. La presencia de Krista me inspiraba una seguridad que iba más allá de la que pudiera darme como guardaespaldas, era otra cosa. No sé si se debía a que era una mujer madura, aunque su edad no me importaba, fuera la que fuese la llevaba muy bien. Su mirada era como un mar en calma, parecía que nada de lo que ocurriera podría afectarla. Era la primera vez que me topaba con una mujer semejante. Deseaba sinceramente que se quedara, aunque no tuviéramos sexo. Sí, reconozco que fue lo primero que cruzó por mi mente, pero ¡cómo evitarlo!, soy un hombre, y hacía mucho tiempo que no tenía mujer.