Krista Schneider
Cambió la ropa de cama por la que le había dejado Frank, y fue a darse una ducha rápida. Se envolvió en una gruesa toalla de algodón egipcio, como pudo comprobar en la etiqueta. Tenía sus manías, una de ellas era leer e investigar la procedencia de todo lo que la rodeaba, una costumbre que formaba parte de su tipo de trabajo. De esa manera creaba un perfil bastante aproximado de las personas. Estaba claro que la lencería no era el punto fuerte de Frank Cordell, probablemente habría sido una mujer de gustos refinados quien la había escogido. Después de secarse frenéticamente el cabello con otra de esas toallas exquisitamente suaves y prístinas, se volvió a vestir y se recostó en la cama, atenta a cualquier sonido que pudiera parecer sospechoso.
¿Quién era Frank? Parecía un buen hombre, honesto y sin mucha malicia. De no haber captado esas cualidades ella no habría ido tan lejos. Y en ese momento se encontraba envuelto en alguna conspiración de la que ella se sentía en cierta forma culpable. Pero había puntos que no encajaban. El pequeño reloj parecía ser el objeto de la atención de ni siquiera podían imaginar quién. Si no se equivocaba, Frank ocultaba algo. Su preocupación por un pendrive perdido o, mejor dicho, desaparecido, no era normal, si tenía toda la información en el ordenador, de no ser que guardara en él algún dato valioso. Tendría que hablarle con claridad si deseaba su ayuda.
¿Habría sido capaz Ewan, el sobrino de la anciana Madock, de meterse en una casa para hacerse con el reloj? Muchos de los otros relojes que exhibía Frank en su colección también eran valiosos y ni los habían tocado. Era obvio que quienes entraron tenían en mente lo que querían.
No creía a Ewan capaz de llevar a cabo una incursión de ese tipo, su perfil era el de un hombre que no sabía correr riesgos directos, el de las personas cómodas, acostumbradas a obtener todo a través de los demás. «El poder adquisitivo hace a las personas indolentes», pensó Krista. Y la pregunta era: ¿Qué tenía ese reloj al que ella jamás dio importancia? La maravillaba el hecho de que siendo ella como era no hubiese sentido el menor interés por la miniatura. Y ahora que lo pensaba había hecho mal, pues la anciana se lo había entregado como una muestra de cariño y agradecimiento. Sobre todo esto último. Y cuando alguien como ella daba un regalo preciado como agradecimiento era porque debía ser muy valioso. Iría a visitarla y esperaba que el sobrino no apareciera por allá. Recordaba con agrado los días apacibles al lado de Cecile Madock.
En los últimos tiempos la anciana no se sentía tan bien de salud, pero a Krista le parecía que no era motivo para recluirla en un asilo de ancianos.
«Ewan es mi único sobrino, sin embargo, es como si no lo fuera», le confió la primera vez que él apareció por Sapelo. «Es hijo de mi hermana Mary, una pequeña a la que ayudé a criar. Tenía la salud muy frágil. Se casó con un hombre de buena posición, pero era un mujeriego compulsivo, así que Mary se dedicó en cuerpo y alma a su hijo, mi sobrino, haciendo de él un inútil». Y vaya que lo era. Cuando murió su madre se encontró sin profesión conocida. Tiempo después, un buen día encontraron al padre de Ewan ahogado con coche y todo en algún lugar de Maine y, al hacerle la autopsia, con demasiado alcohol en el cuerpo. Toda su fortuna quedó para Ewan, especialista, según la anciana Madock, en gastar a manos llenas. Ya sin fortuna y probablemente con muchas deudas, desalojó a su tía de la casa de Sapelo y vendió las antigüedades de las que ella vivía rodeada. ¿Qué habría hecho con las valiosas obras de arte que adornaban las paredes de esa vieja casa? Probablemente habría vendido hasta la última reliquia que la anciana había acumulado con tanto esmero.
Krista se sentó en la cama abruptamente. Esa era una posibilidad, tal vez algunas piezas habrían ido a parar a manos de Frank Cordell y fue así como se hizo la conexión. Pero si Ewan había vendido a través de algún intermediario las antigüedades a Frank, debió saber que el reloj no se encontraba entre ellas. A menos de que en medio de su desorden y desorganización ni siquiera se hubiese dado el trabajo de hacer una lista de todo lo que había en la casa. Era la única manera de explicar que llegase a pensar que el diminuto reloj podría encontrarse con Frank.
Volvió a recostarse y miró el cielo raso con molduras de yeso, un trabajo bien hecho para un apartamento situado en una zona poco cotizada, aunque era uno de los pocos edificios que tenía estacionamiento.
Su reloj de pulsera marcaba las 3:30. Quizá debería tratar de dormir un poco. Si hasta ese momento no había sucedido nada, dudaba que pudiera ocurrir algo después. Cerró los ojos y de inmediato el sueño vino a su encuentro.