Thomas Cooper
Manhattan, Nueva York
10 de septiembre de 2011
Thomas pasó la página y vio una página en blanco. Y otra. Y otra más.
«Esto es asombroso. Estoy seguro de haber ojeado el manuscrito y estaba escrito hasta el final», se dijo pasando las hojas una y otra vez como si con una sola no fuera suficiente para cerciorarse de que no había nada más escrito. Lo cerró y observó el anillado de color verde plateado. Volvió a tomar el manuscrito entre sus manos, lo abrió y no pudo contener el grito que salió de su garganta. «¡No puede ser! Esto no es normal. ¡No puedo haberlo imaginado!, ¿dónde rayos está todo lo que leí anoche?».
Se vistió apresuradamente y salió del pequeño apartamento blandiendo el manuscrito en una mano. Bajó a toda velocidad las escaleras y se dirigió trotando a Central Park. No sabía por qué lo hacía, pero se dejaba llevar por un impulso. Necesitaba encontrar al hombre que le dejó el manuscrito, seguro de que él tendría la respuesta.
Llegó al mismo sitio que el día anterior y esperó. Era muy temprano, no había nadie a la vista, volvió a abrir el manuscrito y seguía en blanco. La historia lo había atrapado, ya casi le parecía que era suya, no dejaría pasar la oportunidad, finalmente tenía algo bueno que escribir, pensaba de manera irracional, aún a sabiendas de que el resto tendría que inventarlo si no volvía a aparecer. Pero… ¿sería capaz de reproducir lo que había leído? Recostado en el banco miró hacia arriba y cerró los ojos.
Thomas Cooper era de los escritores que creían firmemente que una buena novela los haría ricos, aunque empezaba a dudarlo. Para ello tenía que ser un buen escritor y justamente no lo era, sabía sus limitaciones, y cuando creyó que tenía en sus manos una buena historia, la vida le jugaba una mala pasada. Pensó que todo era una jugarreta de su subconsciente, tal vez él no había leído nada y todo estaba en su mente. ¿Les ocurriría eso a los escritores?, caviló. Abrió los ojos al sentir el sonido de una bolsa plástica y una presencia a su lado.
—Buenos días, Thomas.
—Buenos días. ¿Cómo sabe mi nombre?
—Yo sé muchas cosas —respondió el hombrecillo, impertérrito—. ¿Leyó el manuscrito? ¿Le gustó?
—El manuscrito… sí. Leí una parte pero está incompleto.
—¿Está seguro?
Thomas abrió el manuscrito y se lo enseñó.
—Yo veo que tiene algo escrito —adujo el hombre.
Rápidamente Thomas retomó el documento y empezó a leer con avidez.
Aquella mañana como tantas otras, Rossane tuvo problemas para escoger su vestuario, Era lo que más tiempo le quitaba todos los días, y el motivo por el que llegaba tarde a la peluquería. Después de probarse un ceñido pantalón de color mostaza, el tercero de ese color, y enfundarse un suéter amarillo miró su trasero en el espejo y asintió satisfecha.
—¡No! —exclamó Thomas pasando la página. Seguía tratando de la tal Rossane, una peluquera que se encargaba de lavar el cabello en un salón de belleza de mediocre reputación. Una especie de Friends que ni a él ni a nadie podría interesar.
—¿No es lo que estaba leyendo?
—En absoluto.
—Entonces tendrá que conformarse. No hay forma de que vuelva, de no ser…
—De no ser que… ¿qué? —preguntó Thomas con una serenidad que estaba lejos de sentir. Algo en ese sujeto le producía escalofríos.
—De no ser que más adelante, quién sabe cuándo, retome la historia otra vez.
—No es posible. Esto no es real, no puedo estar discutiendo acerca de algo tan ilógico —habló Thomas, más para sí que dirigiéndose al hombrecillo.
—¿Quiere quedárselo? Tal vez le sirva. Me he cansado de leer ese manuscrito y siempre cuenta una historia diferente. A usted le podría servir de inspiración, aunque no todas las historias son muy buenas.
Thomas miró los ojos del sujeto. Eran pequeños, de un color indefinible, pero había algo en ellos que le hacía creer que todo aquello era real. Cierto. Verídico. No era un juego ni una pesadilla.
—¿Me lo regala?
—No precisamente. Se lo presto por un tiempo indeterminado. Espero sinceramente que sepa sacarle provecho.
—Gracias. Es usted muy amable —respondió Thomas repasando las hojas del manuscrito. Otra vez había quedado en blanco. Levantó la vista y el hombre había desaparecido.
Todavía aturdido se levantó del banco y caminó hacia la salida pensando en las veces que había creído que el destino, el sino y la sincronicidad eran lo mismo. O mejor dicho: la sincronización. Sincronicidad sonaba muy bien pero no existía en el diccionario. Era el momento exacto en el que la vida lo había situado en un lugar donde se encontraría con un hombre extraño, ¿mágico? Él, un estudiante de Literatura, sin más inspiración que la que le proporcionaban los libros que leía… tenía en sus manos un instrumento que podría servirle de mucho.
Caminó sin darse cuenta y cuando menos lo esperaba se halló frente a la puerta del edificio donde residía. Tenía que tomar nota de lo que había leído antes de que se borraran los detalles de su memoria. Subió de dos en dos las gradas hasta llegar al quinto piso y una vez dentro se sentó frente a la pantalla. Tras varios minutos mirándola como un sonámbulo, se sintió incapaz. Lo único que recordaba con nitidez era que un hombre tenía una tienda de antigüedades en la Sexta avenida, su nombre: Frank Cordell. Ni siquiera recordaba lo que decía la nota del reloj. ¿Existiría esa tienda? ¿Y ese hombre? No perdía nada con averiguarlo. Si tenía en sus manos algo tan raro como ese manuscrito, todo era posible. Era aún temprano, decidió ir.
Se miró a sí mismo y su aspecto dejaba mucho que desear. Si visitaba la tienda, de existir esta, lo tomarían por un vagabundo. Se metió a la ducha, afeitó con cuidado su barba creciente y se cambió de ropa. El espejo le dio su aprobación. Tomó el manuscrito y salió hacia su destino.
Cogió el metro y fue a parar a la Sexta avenida, recordaba haber leído que desde la tienda se podía divisar el Central Park, así que se quedó en la estación más cercana, entre la calle 53 y la 54, le parecía lo más lógico, pues más adelante la Sexta avenida terminaba en el Central Park y después continuaba como avenida Lenox, que no era para nada la zona comercial donde alguien situaría una tienda de esa clase.
Lo primero que divisó fue el Hotel Hilton, de ahí en adelante había mucho para ver, se limitó a observar vidrieras y cuando ya empezaba a desanimarse, un discreto letrero de bronce llamó su atención: «Antigüedades Frank Cordell». Tras un instante de paralización sintió que la sangre volvía a correr por sus venas. ¿Sería posible?, se preguntó. ¿Cuál era el nombre del dependiente…? ¡Erasmus!
Debía ir con cuidado. Adoptó un aire desenfadado, se alborotó un poco el pelo para parecer menos formal e ingresó a la tienda.
Un hombre alto, de aspecto elegante, bajo cuyo traje se adivinaba un cuerpo bien formado lo miró haciéndole un ligero gesto con la cabeza a modo de saludo. Thomas fingió concentrarse en un libro de aspecto muy antiguo que de verdad empezó a interesarle. A Thomas le encantaba Henry James, y frente a él se exhibía dentro de una vitrina, justamente un libro de tapa gastada con arabescos dorados en el que resaltaba el nombre. Sintió la presencia del hombre que le había saludado.
—¿Le interesan los libros antiguos?
—Mucho. Soy decorador y admirador de los libros antiguos.
—Nuestra especialidad no son los libros, es el único que tenemos, y me temo que no está a la venta, forma parte del decorado. Lo que se vende es la vitrina, una reliquia fabricada en ébano con incrustaciones de porcelana.
—Ya veo…
—¿Es usted Frank Cordell? —se atrevió a preguntar Thomas.
—No, soy un empleado.
—Disculpe la curiosidad, es por el nombre en la entrada.
—Por supuesto.
—Me gustaría hablar con el señor Cordell, ¿a qué hora podría encontrarlo?
—Acostumbra venir a esta hora, si gusta esperarle puede hacerlo aquí, tome asiento. —Le señaló uno de los dos sillones frente al pequeño escritorio.
—Daré una vuelta y vendré en una hora, tengo algunas cosas que hacer cerca de aquí.
—Como guste. Atendemos hasta las seis de la tarde.
Thomas salió de la tienda sabiendo que Frank Cordell sí iría. Lo decía el manuscrito. Una vez fuera dio un suspiro que encerraba toda la emoción que tenía dentro del cuerpo. El manuscrito contaba la realidad. ¿O sería una coincidencia? Imposible, eran demasiadas, la tienda, la dirección, el nombre…
Se aprestó a esperar. En algún momento llegaría y por lo que recordaba haber leído era un hombre corpulento. ¿O tal vez algo grueso? ¿Cuántos hombres altos y fornidos, con corte al rape, podrían entrar a la tienda de Frank Cordell esa mañana?
Una hora y diez minutos más tarde vio a través del vidrio del cafetín de enfrente que un hombre de esas características, vestido de traje gris oscuro y corbata caminó en dirección a la tienda y entró. Thomas estaba seguro de que era su hombre. Tomó la tercera taza de café, sentado, sin dejar de observar la tienda. Si sus cálculos no le fallaban y el manuscrito decía la verdad, Frank saldría de allí acompañado de Erasmus al final de la tarde, de manera que le quedaba un buen tiempo de espera. Salió confundiéndose entre la gente sin despegar la vista de su objetivo, entró en una tienda y prosiguió la vigilancia. Su idea era seguir a Frank Cordell y saber dónde vivía, ya vería la forma de hacerse con los datos que estaban en el pendrive. Si todo lo que contaba era real, una fortuna estaba a su alcance, y tenía la ventaja de que él sabía la procedencia del reloj. Ahora estaba seguro de quién sería su socio, eso estaba más que claro, y con un socio de esa envergadura no podía fallar.
Miró la hora, faltaban siete minutos para las seis de la tarde. Volvió a la cafetería ubicada justo enfrente y pidió un café, a pesar de que estaba sobreexcitado. Lo tomó y salió en medio de la marabunta de gente que a esa hora regresaba a sus casas. Cruzó la calle y esperó unos metros alejado de la puerta hasta ver salir a Frank y Erasmus, este cerró y se encaminó junto a Frank Cordell hacia un edificio.
Thomas se fijó que por la misma calle estaba la entrada y la salida de coches. Rezó para que fuese por esa misma calle por donde saliesen y en un descuido en su desesperación por encontrar un taxi, notó que Erasmus volvió el rostro escaneando el lugar con la mirada. Thomas desapareció tras un hombre que en esos momentos caminaba y siguiéndole el paso evitó ser descubierto. Apenas pudo, retomó el lugar anterior y vio un taxi libre acercándose. Hizo una seña y se ubicó en el asiento posterior.
—¿Podría esperar unos segundos? Puede poner a funcionar el taxímetro, mientras.
—Okey, esperamos. —Pacientemente el conductor alargó el brazo e hizo lo propio. Echó un vistazo a Thomas por el retrovisor, sin mucha curiosidad.
Poco después salía el Lexus plateado de Frank. Thomas verificó que fuera él quien condujera y que estuviera solo. Y era así.
—Por favor, siga al Lexus plata. Procure no ser detectado.
—Como ordene —respondió el chofer de aspecto sudamericano con acento neoyorquino.
—A esta hora el tráfico es muy denso, parece dirigirse al barrio chino.
—Le pagaré bien, no se preocupe.
—No, señor, no lo digo por eso.
Tiempo después vieron entrar al Lexus al estacionamiento de un edificio de ocho pisos.
—Aquí me quedo —dijo Thomas alargándole el importe, más una generosa propina.
—A la orden —respondió el taxista y se perdieron él y su coche al doblar la esquina.
Una vez en la puerta del edificio, Thomas se preguntó cuál sería el siguiente paso. Cruzó la acera y desde el frente observó cada uno de los pisos. ¿En qué piso decía en el manuscrito que vivía Frank?, se preguntó haciendo un esfuerzo mental. El cuarto. Sí, señor. Era un cuarto piso. Miró cada uno de los pisos, en algunos había luz, en otros, oscuridad. Calculó el tiempo que podría tardar alguien en aparcar el coche y subir, podría jurar que el lado derecho del edificio en el que las luces estaban apagadas, era el del apartamento de Frank.
«¡Bingo!», exclamó. En un segundo gran parte del apartamento quedó iluminado. Pudo ver la silueta de un hombre ir de un lado a otro y encenderse una luz más, en la habitación próxima a la esquina del edificio. Era indudable que se trataba de Frank. Su gestualidad y su contorno encajaban.
Esa noche nada podría hacer. Satisfecho, se alejó del lugar tomando nota de la dirección. Tenía mucho en qué pensar. Desde abrir una puerta sin dejar rastro, hasta el método para entrar en un edificio con relativa facilidad. Por suerte, el de Frank no tenía vigilancia en la entrada principal, pero una luz en la caseta de la puerta del estacionamiento le indicaba que al menos por ahí no debería entrar. Solo le quedaba esa noche antes de que él se encontrase con Krista, aprovecharía cuando ellos estuviesen reunidos. Según decía el manuscrito, Frank Cordell había decidido no subir al apartamento cuando regresara de la tienda, se cambiaría la chaqueta en el estacionamiento e iría sin coche a la iglesia. Esperaba encontrar el pendrive en su escritorio, confiaba en que todo resultase conforme lo había leído. No recordaba con exactitud lo que decía la nota, a pesar de haber leído esa parte dos veces. Sabía que no encontraría el reloj, aunque tal vez no todo lo dicho en el manuscrito fuese estrictamente cierto. Sintió por un momento que su piel se erizaba como si tuviera frío. ¿En qué se estaba metiendo?, pensó. Se desconocía. Siempre fue un hombre cauto y ahora se hallaba en medio de una maraña sin saber adónde lo conduciría.
La cabeza le daba vueltas. Sus deseos de ser escritor se habían esfumado. Lo que le interesaba era el inmenso tesoro que estaba escondido en alguna isla. Estaba seguro de que en la nota que había escrito Giulio Clovio no decía el sitio exacto donde estaba el oro, sino alguna indicación acerca del lugar donde había guardado el mapa. Hablaba del fin del mundo, ¿sería por el Estrecho de Magallanes? Le dio rabia no recordar con exactitud algunas partes, tenía una memoria pésima para los detalles, tal vez fuese el motivo por el que nunca pudo escribir algo coherente. Debía entrar al apartamento de Frank Cordell. Eso sí recordaba haberlo leído, alguien había entrado a buscar algo, tenía que ser él, ¿quién, si no? Esperaba poder abrir la cerradura con facilidad, sabía cómo hacerlo, contaba con que no fuese una puerta con cierre electrónico, para lo cual no estaba preparado.
Esa noche apenas durmió. Estuvo hojeando el manuscrito un buen rato por si aparecía la historia inicial, o al menos cualquier otra que indicase signos de vida… ¿Signos de vida? ¿Se estaría volviendo loco?, se preguntó. Pero sabía que no era así. Hasta ese momento todo lo leído en ese misterioso legajo había resultado veraz.
Cierta vez en el instituto hablaban de la credibilidad al escribir novelas. Y justamente alguien habló de una en la que un supuesto delincuente debía abrir una puerta sin dejar rastro. Se trataba de una técnica que usa la mayoría de los cerrajeros, el bumping. Lo único que necesitaba era una llave con los dientes limados y algo con qué dar un golpe. Lo más sencillo del mundo. Recordaba que el muchacho hizo la demostración en el salón de clases y no había tardado ni diez segundos. Incluso servía si había más de una cerradura en la puerta, una vez abierta quedaba así y se podía accionar las demás sin problema. Tenía la llave que le había regalado el chico, y la guardaba justo en el billetero. Un obsequio que recibió con escepticismo, pero cuando le dijo que le podría servir en caso de que hubiese olvidado las llaves dentro de casa, se animó a recibirlo. Jamás pensó que le pudiera servir para otros fines.
¿Otra casualidad?, se preguntó. Últimamente parecía que en su vida ocurrían demasiadas coincidencias. Caviló largo rato acerca de su vida miserable y las veces que había deseado que ocurriese algo decisivo para enrumbarla hacia el éxito. Pensó que siendo escritor lo lograría, pero no era fácil. Parecía sencillo leer una novela de un autor bestseller, pues además de no necesitar palabras rebuscadas solo tenía que encontrar un tema interesante, pero he ahí el problema. Todos los temas parecían haber sido utilizados de todas las formas imaginables. Su fuerte era la teoría, sabía cuándo un relato estaba mal escrito, y como crítico era implacable, pero como escritor reconocía que dejaba mucho que desear.
Tal vez ese momento decisivo en su vida había llegado y lo tenía frente a él en forma de manuscrito. El problema era que estaba en blanco. Por ahora. Esperaba que en cualquier momento retomase la historia, pero él no podía quedarse de brazos cruzados, sabiendo lo que ya sabía.