12

Frank Cordell

Nueva York, Manhattan

11 de septiembre, 2013

Y allí estaba yo, mirando el pequeño reloj con el tiempo detenido en las doce y quince de algún día cinco siglos atrás. No me había atrevido a darle cuerda. Parecía un sacrilegio. ¿A quién iría dirigida la nota, y por qué no había llegado a su destino? Dudaba que la mujer de la cita me diera la respuesta, pero al menos saldría de esa incertidumbre. Y, como cuando uno espera que pasen las horas, el tiempo se hacía más lento que nunca. O tal vez aquel diminuto mecanismo tenía el poder de detenerlo, lo cierto es que parecía que el tiempo transcurría más lento de lo acostumbrado.

Decidí ir a la galería. Total, no hacía nada pensando en el reloj, y por experiencia sé que las mejores ideas me llegan cuando estoy ocupado en otra cosa. A las dos de la tarde regresaría a casa, aparcaría el coche y acudiría a la cita en taxi, lo único que debía hacer era cambiarme de chaqueta, ni siquiera necesitaría subir al apartamento si dejaba la otra desde temprano en el coche.

Ese fue un día anormal para mí. Había llamado a la tienda para decirle a Erasmus que no iría, y de todos modos fui. Él no pareció sorprenderse, era lo bueno de él, nunca pedía explicaciones, probablemente acostumbrado como estuvo a recibir órdenes, prevalecía en él la discreción.

Digo que sentí el día anormal porque soy un animal de costumbres. Una vez que reinicié el trabajo en la tienda, mis hábitos se adaptaron de inmediato y cualquier trasgresión me incomodaba. A menos que tuviese que viajar por asuntos de trabajo. Y ese día había transgredido una rutina, e iba camino de hacer otra tontería, como encontrarme con una desconocida en una iglesia.

Tenía muchas cosas en mente. Y la cita con Krista era una de ellas. Vería a una mujer de quien solo conocía la voz, diría que sensual si no fuese por la imagen que me había formado de ella. La necesidad de empeñar un reloj por un precio tan ínfimo, que debía de ser menos de lo que yo había pagado por él, hacía que la imaginara casi como una indigente. Me extasié pensando en la miniatura, objeto de la cita. A la hora calculada salí rumbo a la iglesia.

Me detuve en la entrada junto a las rejas. La chaqueta de aviador del Escuadrón 58 que por tanto tiempo tuve relegada me volvía a entrar y, si hundía un poco el vientre, parecía más alto y fornido. No sé por qué tuve el deseo de dar una buena imagen ante la mujer del reloj. Amor propio, quizá. Miré la hora y faltaban quince minutos para las tres de la tarde. Atravesé el pórtico ojival y miré a las pocas personas que estaban en la iglesia. Ninguna llevaba un gorro amarillo. Al regresar a la acera se detuvo un autobús y, de las tres mujeres que descendieron, una se cubría con un gorro de lana negro que casi le llegaba a los ojos. Se detuvo indecisa después de bajar y de inmediato me capturó con la mirada. Vino a mi encuentro y entramos a la iglesia. Una vez acomodados en uno de los bancos fui directo al grano.

—No lleva el gorro amarillo. ¿Recordó algo acerca del reloj? ―pregunté sin dar importancia al asunto.

Ella pareció meditar muy bien la respuesta.

—El reloj no era mío. Yo trabajé en casa de una anciana, estaba enferma y necesitaba una señora de compañía. La pobre vivía rodeada de gatos y antiguallas. Llegó un momento en el que no podía pagarme y empezó a obsequiarme cosas.

—Una de ellas fue el pequeño reloj, supongo —dije yo.

—Sí. La señora dijo que era un recuerdo muy valioso.

—Un recuerdo es valioso solo para la persona que lo conserva, claro.

—Exacto. Era de un hombre que la había amado, y me lo entregó con la condición de que nunca le dijera nada a su sobrino. Después él la llevó a una casa de ancianos y quedé sin empleo. Necesitaba el dinero y empeñé el reloj, iba a recuperarlo, pero después pensé que para mí no tenía valor.

—Y por eso no contestó a las llamadas del prestamista.

—Sí, yo sabía que era él, es un hombre extremadamente avaro. ¿Usted le compró el reloj? ¿No le interesa venderlo?

—En absoluto. Tenía la esperanza de saber su procedencia, pero veo que usted no sabe nada. ¿No sería mejor preguntarle a la anciana? Tal vez desee decírselo a usted.

—¿Pretende que me inmiscuya en un asunto que no es de mi incumbencia?

—Usted aceptó darme información y no la tiene —reclamé— lo correcto sería que, ya que hicimos un trato, lo cumpla.

Ella se puso de pie y yo también. Caminé a su lado y salimos de la iglesia. Se quitó el gorro con un gesto de fastidio y pude apreciar mejor su rostro. Tenía el cabello oscuro recogido en un apretado moño, lo que hacía sus facciones más delicadas. Me miró con extremo cuidado, como cuando un gato está a punto de saltar sobre su presa. No era una mujer vieja ni tampoco muy joven. Soy un fracaso para calcular la edad de las mujeres, pero ella aparentaba unos cuarenta y tantos, aunque es muy difícil saberlo hoy en día.

—¿Siempre acostumbra llevar esa chaqueta? —preguntó, mientras iniciaba la marcha mirando al frente. Es tan llamativa…

—Es para que me reconociera. ¿Qué dice, me ayudará?

—No comprendo su insistencia en saber más del bendito reloj. ¿Es muy valioso?

—Como arte antiguo y por la originalidad de su tamaño, es posible que lo sea. No lo he hecho tasar por un especialista, pero poseo una tienda de antigüedades y me gusta vender objetos de reconocida procedencia, pues adquieren más valor.

—Pensé que era un coleccionista.

Como un acto reflejo saqué una tarjeta de mi billetero y se la entregué.

—También lo soy, precisamente de relojes, y por eso me interesa, aunque tal vez algún día necesite venderlo, por ello debe tener sus papeles en regla. ¿Le apetece un café? —pregunté al pasar por la puerta de un restaurante.

—Me encantaría, gracias.

Entramos y elegí una mesa en la esquina junto a la ventana. Ella esperó a que le retirase la silla para sentarse, y lo hizo con elegancia. En definitiva, no era la clase de mujer que esperaba encontrar. Su rostro de perfil aristocrático adquiría visos artísticos con el claroscuro formado por la luz que entraba a través de la ventana, y por primera vez me fijé en el color de sus ojos, azul turquesa. De su persona emanaba un aire de distinción que empezó a inquietarme. Leyó la tarjeta que aún conservaba en las manos y empezó a juguetear con ella.

—De manera que tiene una tienda de antigüedades…

—A eso me dedico.

—¿Así que aún no sabe si el reloj es valioso?

—Es antiguo y muy raro. Si supiera más de él…

La camarera nos entregó la carta.

—Buena idea —dije—, aún no he almorzado. ¿Me acompaña?

—Tampoco yo he almorzado. —Sonrió ligeramente y asintió, guardando la tarjeta en su bolso.

—Krista, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué se encuentra en esta situación?

—¿A qué situación se refiere?

—Es obvio que no es una cuidadora de ancianos. Y si necesita empeñar objetos es porque su posición no es muy buena. Empeñó un reloj que podría valer una fortuna por una cantidad ínfima.

—Lo sé.

—¿Lo sabe?

—Es una larga historia. No creo que le interese.

—Me interesa. Y no por el reloj.

Y era cierto. De pronto noté que Krista me interesaba más que el reloj y si no pensara que aún seguía enamorado de Huguette con seguridad diría que esa mujer que tenía frente a mí me atraía. Aunque ni siquiera sabía si su nombre era real. Era extraño, tenía la sensación de que ella también se sentía atraída por mí y que nos envolvía una suerte de corriente eléctrica, como si estuviésemos encerrados en una burbuja ajenos a lo que sucedía en el resto del mundo. Miraba su rostro distorsionado a través de la copa de vino que tenía delante y me parecía vivir un sueño.

La magia de ese instante fue rota por la camarera que traía la orden. Comimos en silencio, y lo asombroso es que no me sentí incómodo. Una quietud solo rota por las voces de algunos comensales que parecían muy lejanos. Limpié mis labios con la servilleta y alcé los ojos hacia Krista. Me miraba. Alzamos las copas y las unimos en un brindis silencioso. Sus mejillas, antes pálidas, habían cobrado un tono rosado que la hacía hermosa.

—¿Qué miras? —preguntó ella tuteándome.

—A ti —dije con sencillez, y terminé de beber el vino.

De vez en cuando ella daba una mirada de soslayo a uno y otro lado, con disimulo, pero para mí era evidente que lo hacía como resguardándose de alguien.

―No siempre estuve en esta situación.

―¿Qué situación?

Me miró con cierta condescendencia. Preferí permanecer callado.

―No sé el motivo, pero pareces una persona confiable.

—Soy confiable —afirmé.

―Acabo de dejar el programa de protección de testigos y no acabo de acostumbrarme a mi situación. Durante muchos años lo ansié y ahora no sé qué hacer.

―¿Por qué tuviste que acogerte al programa?

―Fui testigo de un asesinato. Trabajaba para una empresa de seguridad y atestigüé en contra de un importante mafioso que juró vengarse de mí. Él murió hace dos meses, pero tengo la sensación de ser vigilada.

―Si estuviera en tu lugar yo no me preocuparía. Si quisieran matarte ya lo habrían hecho.

―Más que matarme es posible que deseen algo de mí.

―No dirás que es el pequeño reloj que le compré al ruso.

―Es croata.

―Bueno, al croata.

Ella dejó escapar un suspiro.

―Son tantas cosas… Este no es un buen lugar para hablar de ellas. Pero no creo que tenga nada que ver con ese reloj.

―¿Prefieres que vayamos a algún lugar más seguro?

―Preferiría que no hicieras más preguntas. En realidad, no sé qué hago aquí.

―Krista…, ese es tu nombre, ¿no?

―Sí, así es.

―Vayamos a mi casa. Estaremos más seguros allí y podremos hablar, ¿te parece?

―No sé por qué confío en ti, Frank, pero me dejaré llevar por mi intuición.

Tomamos un taxi y permanecimos en silencio todo el trayecto. Empecé a percatarme de que era posible que ella tuviese razón, tal vez la estuvieran siguiendo, y quizá el chofer del taxi fuese uno de ellos. Sonreí abiertamente al notar que mi imaginación empezaba a volar. Krista, inmutable, me observó sonreír y quién sabe qué estaría pasando por su mente porque una ligera arruga surcó su frente.

Apenas abrí la puerta supe que nada estaba como lo había dejado. Soy un hombre meticuloso y acostumbro dejar todo siempre exactamente de la misma forma, una de las obsesiones que Huguette nunca pudo comprender. Un sillón estaba ligeramente movido. Miré el rincón donde estaba mi escritorio y la sospecha se convirtió en certeza. Alguien había estado buscando algo. Acostumbro dejar las carpetas perfectamente alineadas una debajo de otra, y el reloj de mesa justo en ángulo recto con el pisapapeles. Y no estaba así.

―Estoy seguro de que alguien estuvo aquí… ―empecé a decir, mientras Krista asumía una actitud de cautela.

Vi con asombro que sacó un arma de su bolso y puso un dedo en sus labios, interponiéndose delante de mí. Mantuvo el arma pegada al pecho y con movimientos precisos se adelantó y abrió cada una de las habitaciones con el inconfundible gesto marcial que yo tanto había visto en las series policiales. El dormitorio también había sido revisado, la ropa de cama, aunque ordenada, no estaba como solía dejarla. Ni los objetos sobre las mesillas de noche.

Krista retiró las rejillas de aire acondicionado y revisó por dentro y en cada rincón en que se le ocurriese que pudiera existir algún micrófono. No halló nada, pero no parecía sentirse conforme. Tomó mi muñeca con fuerza inusitada cuando intenté coger el teléfono.

―Ni se te ocurra llamar a la policía.

―Debo hacerlo, Krista, debo reportarlo al seguro, aquí guardo objetos de mucho valor.

―¿Te falta algo?

―No lo sé. Tendría que revisar mi lista. Pero han violado mi intimidad, la policía debería estar al tanto de todo esto.

―Entonces verifica tu lista primero. No parece que se hayan llevado nada, a menos que…

―¿Hayan encontrado esto? ―pregunté, sacando el diminuto reloj de uno de los bolsillos de la chaqueta.

—Es posible… —dijo ella, bajando la voz. —¿Dónde estabas cuando me llamaste?

―En la calle. Krista, tienes muchas cosas que explicarme. Y espero que lo hagas ya.

Capté cierto alivio en su rostro. Me desplomé en uno de los sofás y la invité a sentarse.

―No es muy seguro que hablemos aquí, mucho menos que nos quedemos, Frank, ¿acaso no lo entiendes? ―dijo ella entre dientes.

―¿Temes acaso que alguien nos esté escuchando? ―pregunté casi en un susurro.

—Cámbiate de ropa, al menos quítate esa chaqueta. Y si tuvieses algo para mí te lo agradecería —dijo hablando con una mano delante de su boca.

No esperé a que ella explicase nada. Revolví entre la ropa de Huguette que no había quemado, en uno de los cajones de la cómoda y le entregué unos pantalones, una blusa y una cazadora de ante. Con toda naturalidad, Krista quedó en paños menores y procedió a vestirse con la ropa de Huguette. Le quedaba ligeramente holgada, pero lucía muy bien. Se soltó el cabello y lo ahuecó con los dedos para darle forma, de inmediato se dirigió a la puerta arrastrándome con ella y pegó sus labios a mi oído:

―Escucha bien lo que te voy a decir: te esperaré en el MoMA. No salgas de inmediato, hoy el museo cierra a las ocho de la noche, así que estaré esperándote en el bar del restaurante. ¿Tienes cincuenta dólares? Debo tomar un taxi. Busqué en mi billetero y le extendí dos billetes de cincuenta.

―Saldré en media hora. Espero que me expliques todo lo que está sucediendo, Krista.

―Lo prometo ―dijo. Y salió.

Ahora yo tenía un diminuto reloj que parecía ser el objeto de atención de alguien, o de una banda, o de no sabía quién. Pero lo que me preocupaba era la seguridad de Krista. Ella me inspiraba un sentimiento de protección difícil de explicar y a pesar de haberla visto comportarse como un miembro de seguridad o de la policía capté su necesidad de ayuda. No dudé de que ella estuviera esperándome en el restaurante del museo, y que más pronto que tarde me enteraría de toda la historia.

Mientras hacía tiempo para encontrarme con Krista volví a examinar el pequeño reloj. Había sido fabricado en Alemania, Stuttgart, en 1562. En lo que debía enfocar mi atención era en la nota de Giulio Clovio y tratar de dilucidar el extraño mensaje.

Lo primero que vino a mi mente es el motivo que tendría al ocultarlo allí.

Τέλος του κόσμου χρυσό Pizarro

50 μέτρα δυτικά

πέτρινο κρεβάτι

Giulio Clovio

1539

Fin del mundo oro Pizarro

50 metros poniente

piedra cama

Giulio Clovio

1539

Miré las dos anotaciones y mi sentido común decía que tenía que ver con Pizarro el conquistador, es decir, Francisco Pizarro. Busqué información y encontré que había muerto en Perú en 1541. A partir de 1535 empezaron a enviarse las remesas de oro a España procedentes de esa parte de América.

¿Y si por algún capricho el pintor miniaturista hubiese deseado ocultar la nota para ver si algún día era encontrada? Podría no significar nada. O quizá mucho. Volví a poner el reloj bajo el microscopio y esta vez examiné cada recoveco, algo con lo que no había continuado después de encontrar la nota. Para mi sorpresa había un nombre grabado en una de las curvaturas internas: Martín de Paz. Un nombre que no tenía el menor significado para mí. Escribí en el buscador de Google: «Martín de Paz, Pizarro oro» y como por arte de magia, apareció el nombre vinculado a un grupo llamado «Los trece de la Fama».

Martín de Paz, uno de los trece aventureros que acompañaron a Pizarro al inicio de su expedición al Sur de América, había formado parte importante del reparto del oro del imperio inca. Las cosas empezaban a cobrar sentido. «Pizarro oro», «Martín de Paz». Pero la duda me invadía al pensar en Giulio Clovio. Era evidente que Martín de Paz tenía que ver con el oro de Pizarro, era una época en la que los galeones con los cargamentos del oro de las Américas cruzaban el Atlántico ya desde 1520 llevando a España las riquezas provenientes del imperio azteca y posteriormente las del imperio incaico. ¿Cuánto oro de contrabando habría circulado entonces? Donde existe riqueza se crea de inmediato la codicia, y los conquistadores de América fueron básicamente aventureros y, en algunos casos, forajidos. ¿Por qué aparecía una nota con una fecha anterior a la fabricación del reloj? Una pregunta misteriosa, pero siempre he sido un ferviente terco. Sabía que no me detendrían esas nimiedades.

Miré la hora en mi reloj de pulsera y vestí unos jeans y un suéter negro. Fui al encuentro de mi reciente amiga Krista en plan de espía; observando a uno y a otro lado con disimulo salí del ascensor a la penumbra del estacionamiento. Desactivé la alarma desde lejos para entrar lo más rápido posible al coche. Al verme salir, el vigilante saludó con la mano en la frente al estilo militar, como acostumbraba.

―Buenas tardes, señor Cordell.

―Hola, Joe. ¿Has visto gente extraña hoy por aquí?

―No, que yo sepa. Mi turno acaba de empezar.

Sabía que mi pregunta sería inútil. Eran las siete, tenía razón. Y de día no había vigilancia.

―Hasta luego, amigo.

Me contestó con su acostumbrado toque marcial y salí en dirección al museo.

Un tráfico endiablado. Poco más de media hora me tomó llegar al Icon, el estacionamiento más cercano, y caminé en dirección al museo. Al doblar la esquina para tomar la calle 53 no pude evitar mirar a ambos lados. Ni yo mismo lo creía. Mi vida había sido un remanso hasta la aparición de Krista. Y cuando Huguette empezaba a ser una bruma lejana yo estaba allí metiéndome en problemas de manera gratuita. Me detuve un segundo para pensar si lo que estaba por hacer era alguna de mis estupideces. ¿Qué necesidad tenía de entrar en ese lío? Al fin y al cabo el reloj no había costado más que una baratija. El rostro de Krista apareció como una fotografía en mi memoria y aceleré el paso. Sentí que en cierta forma era responsable de lo que fuera a pasarle. A medida que caminaba se iban borrando mis dudas; el diminuto pergamino, como me había dado por llamarlo, tenía toda mi atención, aunque no fuera más que un pequeño trozo de papel. Esperaba que no fuera eso precisamente los que quienes fuese que hubieran entrado en mi casa andaban buscando.

Subí al segundo piso y fui directamente al bar. Era temprano pero había regular cantidad de personas, busqué con la vista y encontré a Krista en una mesa al lado de una columna cerca de la ventana. Yo esperaba verla con su gorra negra, pero la identifiqué por la chaqueta de ante de Huguette. Recordé que se había soltado el cabello. Me acerqué despacio y capté en sus ojos una especie de aprobación por mi manera de actuar.

—Aquí estamos… Y ahora ¿qué?

—Nada, no hay prisa. ¿Te fijaste si te seguían?

—Vine en coche… la verdad no lo sé. Pero creo que no, tuve cuidado al salir del estacionamiento. ¿Quieres una cerveza? —pregunté al ver que tenía un vaso de agua frente a ella.

—No, gracias. Si quieres pide una para ti.

—Krista, ya es hora de que digas qué rayos está sucediendo. ¿Quién eres?, ¿por qué llevas una pistola? ¿Eres policía o algo así?

—No. Ahora no soy nada de eso. Y vivía muy tranquila hasta que llamaste.

—¿Qué?

—Así es. O al menos así parecía. Mira, Frank, no sé por qué te cuento todo esto, debe de ser porque me inspiras confianza y he sido adiestrada para «oler» a los sospechosos. Trabajé para la Agencia Stratfor, sabes lo que es, ¿verdad?

La miré con curiosidad. ¿Estaría hablando en serio?

—Sí sé lo que es. Solo espero que no me estés tomando el pelo. ¿Qué tenías que hacer con esos matones?

—No todos son matones, Frank. Al menos no cuando empezamos. Nos encargamos de la seguridad de la nación dentro y fuera de nuestras fronteras. Es un trabajo arriesgado pero la paga es muy buena. A veces ni la Casa Blanca se entera de todo lo que ocurre, porque no es conveniente para la política.

—Ya. Si sucede algo turbio el presidente no sabe nada. Es eso, ¿no?

—Veo que estás entendiendo. Fui testigo del asesinato de un alto miembro del gobierno tailandés. El asesino pertenecía a su familia y era muy poderoso. Estaba metido en asuntos turbios, drogas, prostitución… y yo me hallaba como funcionaria del gobierno de los Estados Unidos en Tailandia cuando ocurrió la tragedia.

—¿Qué hacías allí? ¿Trabajabas para la embajada o algo así?

—No. La agencia me consiguió el cargo de asesora de asuntos relacionados con la seguridad de Tailandia. Por mis manos pasaban documentos confidenciales. Ese país estaba convulsionado por golpes de estado y corrupción, pero es aliado de los Estados Unidos y a los aliados hay que cuidarlos.

—Y taparles sus inmundicias.

—Más o menos. En la política no hay nada claro y transparente. Pero nosotros solo debíamos cumplir con nuestro trabajo y por desgracia aquella vez me impliqué y reaccioné. El hombre asesinado era una de las personas más decentes que he conocido. Dejé la agencia y testifiqué en contra del asesino. Lo condenaron a pena de muerte, pero sus vínculos con el narcotráfico eran muy poderosos, a partir del momento en el que se levantó la abolición en Tailandia y lo ejecutaron, el asunto empeoró para mí.

—¿Abolición? —pregunté, sin comprender muy bien lo que Krista explicaba.

―Sí. Tailandia es uno de los países del mundo en el que todavía se aplica la pena de muerte. Por medio de un acuerdo con la ONU determinaron que durante diez años se suspendería la pena de muerte para ver los resultados, pero pasado el tiempo ellos reanudaron sus prácticas y mataron al entonces prisionero. Ni siquiera figuraba en la lista, era un delincuente «AJ». Pero aprovecharon el momento y fue uno de los primeros en ser eliminado.

—¿Qué es delincuente «AJ»? ¿«Alguien Jodido»?

—No. «Alta Jerarquía». El tipo tenía enemigos en el alto gobierno que a su vez estaban metidos en la mafia, no te imaginas el mundo en que se mueven.

—¿Y tú qué tienes que temer? Estás en Norteamérica.

—No sabes lo peligrosos que pueden ser. No me quedó más remedio que buscar un sitio remoto donde esconderme. Vi un anuncio en el periódico solicitando una cuidadora, así fue como llegué a Sapelo.

—¿Qué tiene que ver el reloj con todo eso? —pregunté impaciente por las vueltas que daba Krista.

—Sé que no crees o que te parece raro todo lo que he dicho y tienes razón. A mí también me lo parecería, pero lo que ocurrió en tu casa no es una casualidad. Las casualidades no existen. Estuve trabajando en casa de una anciana durante estos años en Sapelo.

—¿Aquí, en Norteamérica?

—Queda frente a las costas de Georgia, Frank, se llega en ferry o en avioneta. Hay un pequeño aeropuerto, pero el ferry es lo más común. Es una isla perdida en el tiempo, otro mundo. La habita poca gente, lo que más abunda son las termitas… tantas, que la Universidad de Georgia tiene una cátedra especializada en termitas en ese lugar. Están por todas partes. La anciana tiene, o tenía, una casa muy antigua, te podrás imaginar, invadida de termitas, cerca de la Comunidad Hog Hammock. Vivía sola después de la muerte de su esposo y allí fui a parar durante estos seis años. Creí que jamás saldría, pero era el mejor lugar para iniciar una vida tranquila.

—¿Y qué sucedió?

—Ella tiene un sobrino que iba a verla algunas veces. Pocas, en realidad, en seis años solo fue cuatro veces. La última, para decirme que no necesitaba mis servicios pues llevaría a su tía a una residencia de ancianos, de manera que me encontré literalmente en la calle. La anciana me regaló el reloj a escondidas de su sobrino. Decía que era muy valioso. Se lo había regalado un italiano antes de morir, cuando ella era aún joven. Después ella se casó y siguió conservando el reloj como un recuerdo, pero por algún motivo en los últimos tiempos hablaba del diminuto reloj y recordaba detalles que antes no había mencionado, como que nunca había funcionado y que el hombre que se lo regaló le dijo que, si lograba descubrir el misterio que tenía el diminuto reloj, sería una de las mujeres más ricas del mundo. Ella siempre pensó, según decía, que era un detalle romántico, nunca lo tomó al pie de la letra.

—Algo así como «el día que entre en tu corazón seré el hombre más afortunado del mundo».

—Exacto. No podrías haber hecho una mejor analogía. Fue el motivo por el que lo empeñé, en realidad hubiera deseado no hacerlo, porque era un recuerdo agradable para mí. Fueron años tranquilos los que pasé en aquella casa. Pedí una cantidad ínfima con la idea de rescatarlo, necesitaba dinero con urgencia para pagar un hotel de mala muerte. Después empecé a trabajar como profesora particular de defensa personal y las cosas se fueron arreglando. Cuando llamaste ya había decidido recuperar el reloj, de hecho, mi encuentro contigo tenía esa finalidad, pero parece que no tuve suerte.

Me miró como si esperase a que yo dijese algo a su favor, o tal vez que ofreciese entregárselo. Yo sentí un incontrolable impulso de rascarme la barbilla y lo hice.

—Krista, voy a ser franco contigo, ese reloj es de una rareza extraordinaria. Pienso conservarlo porque me dedico a eso: soy un coleccionista de relojes y vendo antigüedades, para mí tiene valor, no es simbólico, es valioso como pieza. Es una obra de arte. Hiciste mal en deshacerte de él. Y parece que hay otros que piensan igual que yo, tanto como para entrar en mi casa a buscarlo.

—Además de ti y del croata que te lo vendió, ¿alguien más conoce la existencia del reloj?

—No, nadie. Excepto tú, obviamente.

—Y la anciana y su sobrino. Siempre estuvo muy interesado en él, especialmente después de que escuchó decir a la señora Madock que guardaba un secreto muy valioso. Yo nunca lo tomé de manera literal, pensé que siempre se refería al amorío que tuvo cuando fue joven, pero parece que el sobrino pensaba otra cosa. La última vez que lo vi tuvo una discusión con su tía, pues ella se negaba a dárselo.

—¿Él sabe que la señora te lo regaló?

—Es posible que ella se lo dijera. ¿Qué secreto podría guardar una miniatura como aquella, como para que Ewan se atreviera a intentar robarla? —Krista frunció el ceño—. ¿Estás seguro de que puedes confiar en Erasmus? —preguntó de improviso.

Negué con la cabeza mientras cruzaba por mi mente como un relámpago la imagen que le envié a Erasmus. Pero él no sabía de dónde provenían las palabras en griego. ¿Cómo iría a suponer que pertenecían a un reloj que había adquirido de una manera tan extraña? Me tranquilicé al razonar. Quedé inmóvil por un momento. La imagen del correo que le envié a Erasmus probablemente permanecía grabada en el ordenador de la tienda. Pero no dudaba de Erasmus. No tenía por qué hacerlo. De pronto sentí que mis orejas quemaban. ¡El pendrive! Rebusqué en los bolsillos del pantalón sabiendo que no lo tenía. Era eso lo que faltaba en el escritorio, estaba seguro. No sé si Krista se dio cuenta de mi turbación. Ella tenía una forma de mirar que no dejaba adivinar sus pensamientos. Al menos su rostro no reflejó nada.

—¿Crees que sería posible que fuese a hablar con la anciana que te regaló el reloj? —pregunté para disimular.

—¿Tú? No creo que ella te diga nada. Lo más seguro es que piense que vas de parte de su sobrino.

—Lo digo porque tú no quieres ir.

—No quería. Pero después de lo ocurrido en tu casa, pienso que puede haber una conexión.

—¿No será a ti a quien andan buscando? ¿Cómo puedes ir libremente por ahí, si piensas que una mafia podría andar tras tus pasos? Tal vez el reloj no tenga nada que ver.

—Tienes razón. Todo es posible. He tratado de cambiar mi aspecto, pero un color de pelo diferente no basta. Piensa esto: los que fueron a tu casa no sabían que yo iría allí contigo. No tiene sentido lo que estás diciendo, Frank. Si me persiguen, son otros.

—¿Dónde vives es seguro?

—Ningún sitio es seguro cuando te persiguen. Siento haber trastocado tu tarde, Frank, ahora veo que me comporté como una paranoica, lo ocurrido en tu casa no tiene nada que ver conmigo, debo acostumbrarme a mi nueva vida.

Sentí piedad por ella. Puse mi mano sobre la suya y aprecié su suavidad y tibieza. Krista bajó la mirada y guardó silencio.

—¿Por qué te sobresaltaste hace unos momentos? —preguntó de improviso.

Titubeé antes de contestar.

—Por algo que recordé del reloj. Después te lo diré, no es algo que valga la pena —contesté sin mucho convencimiento.

—No confías en mí, está claro, pero no es importante, Frank. ¿Quieres hablar con la anciana del reloj?, está bien. Iremos mañana.

—¿Qué sucederá contigo esta noche? Temo por ti.

—Parecerá una tontería, pero la que teme por ti soy yo.

—¿Qué haremos? Es decir… yo no puedo abandonar mi casa así como así.

—Pensemos con lógica. Si los que entraron a buscar el reloj no lo encontraron, volverán a buscarlo o, lo que es peor, te buscarán a ti.

—¿Qué propones?

—Dormiré en tu casa esta noche, puedo defenderte. Tengo un arma.

—Es mejor que llame a la policía.

—¿Piensas decirle que crees que alguien entró a tu casa a desacomodar tus cosas? Según tú, no te han robado nada. La policía no enviará a nadie, a menos que tengas pruebas de que tu vida corre peligro.

Tenía razón. Así eran las cosas, no se presentarían hasta después de que pasara alguna desgracia. Y la idea de que Krista pasara la noche en casa no me desagradaba en absoluto. Lo del pendrive se lo podría decir después, esa noche necesitaba estar acompañado, la razón no la sabía, pero era lo que sentía.

—Bien. Vamos a casa.

—Pasaremos por la mía para recoger alguna ropa, al menos mi cepillo de dientes…

Un cepillo de dientes se podía comprar en cualquier parte, pero Krista debía cambiarse de ropa y tal vez tuviera que quedarse varios días. Aquello, en cierta forma era lo que había estado deseando. Krista me proporcionaba seguridad, lo que era un poco absurdo, ya que soy un hombre corpulento y ella, a pesar de ser alta, lucía como lo que era: una mujer. Pero estaba entrenada, y era valiente, se notaba a leguas. Pensé que era la mejor decisión.

Una vez en el coche enfilamos hacia Harlem, la zona donde ella vivía.

—Vivo al Este —dijo Krista tranquilizándome.

—Hace mucho tiempo que no voy por allí. Tendrás que indicarme.

—No es de las mejores zonas pero es un lugar tranquilo, lo suficiente para mí. Ve por la avenida del Parque y cuando te diga, enfila a la derecha hasta la calle 115.

Llegamos relativamente rápido. Detuve el coche frente a la fachada de un edificio de aspecto antiguo, algo descuidado. Tomé nota mental: 239 aparecía encima de la puerta.

—Espérame aquí —dijo Krista—. ¿O prefieres entrar?

—No tardes. Te espero.

Antes de que pudiera arrepentirme, Krista se perdió tras la puerta, que en la oscuridad de la noche no pude distinguir si era verde o azul claro. La zona era, efectivamente, tranquila. Demasiado para mi gusto, aunque unos diez metros más adelante una tienda aún abierta alegraba el espacio semidesértico que abarcaba lo que mis ojos alcanzaban a ver. En contraste, lo demás parecía hasta cierto punto tétrico. Pero después de un rato me acostumbré. Todo es cuestión de hábitos, yo tampoco vivía en una zona exclusiva como en los tiempos de Huguette, pero después de entrar y salir todos los días estaba familiarizado hasta con los postes de la luz.